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El efecto México
Una nota imprescindible para comprender qué representa política, social y humanamente esta batalla que convirtió a un país en un cementerio. ▶ ELIANA GILET, DESDE MÉXICO
El tipo que declara la guerra viste unos lentecitos sin armazón, gorra con cinco estrellas y una casaca verde oliva. Es febrero de 2007 y él es Felipe Calderón, presidente de México, escudo nacional de fondo. En seis años, sacó a 96 mil soldados a la calle, se tuvo noticia de al menos 27 mil personas desaparecidas y unas 70 mil asesinadas. Solo contando hasta el año 2012, en el que asumió Enrique Peña Nieto.
Convertir al Ejército en su principal sostén fue la táctica de un político aislado y sin legitimidad, al que acosaban manifestaciones ciudadanas que impugnaron su triunfo electoral, explica Luis Hernández Navarro. Abrió una guerra “sin información, sin plan y sin cálculo de consecuencias”. La frase pertenece a Jorge Carrillo Olea, ex director del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (CISEN), órgano de inteligencia del gobierno mexicano
Calderón planteó la guerra contra las drogas siguiendo las tácticas de ocupación de Bush en Irak, explica Laura Carlsen.
Desde la Ciudad de México ambos han seguido de cerca los vaivenes de los últimos diez años de la vida de este país herido. Hernández Navarro como periodista y escritor; y Carlsen, como directora del Programa para las Américas del CIP (Center for International Policy, de Washington) vigilando las políticas de Estados Unidos en relación a su vecino más ninguneado y más necesario. No se puede pensar a México sin la sombra nefasta que le proyecta “el gabacho”.
Hernández Navarro señala dos momentos claves en el crecimiento del crimen organizado en México, antes de la guerra.
Aunque la ruta de las drogas hacia Estados Unidos siempre incluyó a México, en 1989 se produjo una transformación del modelo de relación entre los cárteles de Cali y Medellín, que pasaron a pagar a sus socios mexicanos en producto y no en dinero. Así los cárteles mexicanos, que no tenían mucha infraestructura, crecieron ante la necesidad de comercializar el producto y promoviendo el consumo interno.
El segundo fue en 1994, cuando se sancionó el Tratado de Libre Comercio que abrió fronteras a la importación de alimentos, la privatización y la desregulación de su mercado interno. Obligó a la eliminación de subsidios en el campo, que los capos narcos supieron aprovechar: surtieron de semillas de marihuana a los campesinos, también de dinero y de apoyo logístico para el cultivo. Ellos se convirtieron en el respaldo que el Estado dejó de darles.
El narco boom
En los últimos 20 años, el área sembrada con marihuana y amapola en México ocupa 7,2 millones de hectáreas, un tercio de sus tierras cultivables. Un campesino puede obtener en una cosecha de estos productos el equivalente a diez años de sus ingresos. Explica Hernández: “Una parte nada despreciable de camellos, gatilleros y operadores del narco son jóvenes hijos de labriegos”.
Agrega Carlsen: “Para Estados Unidos la guerra contra el narco es solo un vehículo, un pretexto para la militarización y presencia en México y Centroamérica. Es lo que les ha funcionado mejor al no tener a la Guerra Fría como excusa y porque en América Latina, el pretexto de la lucha contra el terrorismo nunca ha funcionado”.
El apoyo de Estados Unidos se concretó en la Iniciativa Mérida,mediante la cual el dinero transferido a México creció sin antecedentes: de un promedio de 35 millones de dólares pasó a 400 millones en el primer año. Esa “ayuda” se hizo efectiva por medio de contratos casi exclusivamente con empresas estadounidenses: de aviones, de helicópteros, de lanchas de alta velocidad, de programas de capacitación.
“Mandaron tanta cantidad de gente de sus distintas agencias a México que ya no entraban en la embajada, tuvieron que avanzar sobre el edificio adjunto y pronto la remodelaron. Hoy la embajada de Estados Unidos en México es una de las más grandes del mundo, mientras la industria de la guerra y la seguridad pública está cabildeando en Washington para que siga la guerra contra el narco”.
Control social
Los 96 mil soldados en las calles empezaron a desempeñar funciones que no les correspondían: poner retenes, toques de queda e inspecciones en el paso. Calderón entregó la seguridad pública al control militar, sustituyendo a muchos de los titulares en las instituciones federales, estatales y municipales por militares activos o retirados.
Nadie sabe muy bien cuánto, pero se estima que el narcotráfico mueve unos 38 mil millones de dólares por año. Al meterse a atacar un mundo que desconocía, trastocó un equilibrio precario de un negocio que se dedicaba principalmente a rutas de traspaso y a coimas. La guerra de Calderón los llevó a ampliar el holding, a diversificarse. A medida que empezó a golpear a ciertos carteles, favorecía a otros.
Sigue Carlsen: “Los carteles empiezan a chocar y pelearse uno contra otro, no solo para controlar rutas. Cuando se fragmentan, hay grupos más pequeños que intentan controlar otros negocios que no tienen que ver con el pasaje de la droga. Empiezan a extorsionar en los mercados y a practicar otras formas de control y terror que no fueron comunes en la operación de los grandes carteles de otras épocas”.
Así, hoy, ser tortillero en Chilpancingo, capital del estado de Guerrero, se convirtió en un peligro porque “la maña” pasó a cobrarle un peaje feroz a un negocio relativamente pequeño.
Carlsen explica: desde que la idea de la guerra contra las drogas apareció en Estados Unidos con Nixon peleándose con los hippies, siempre ha sido una herramienta de control social. “No podían criminalizar a alguien por el solo hecho de ser joven o ser negro, entonces lo hicieron criminalizando las drogas, por ser parte del estilo de vida de esas comunidades. La guerra contra el narco permite criminalizar a los jóvenes pobres por el consumo y también criminalizarlos porque hay muchos, que por la misma falta de opciones, acaban vinculados al comercio ilegal. Sirve de pretexto para detenerlos o hasta matarlos.”
Concluye: “La guerra contra el narco nunca fue una demanda de la sociedad ni apareció siquiera en las campañas electorales previas a 2006. Calderón promovió la ocupación de su propio país en un momento de inestabilidad social muy masiva. Y es probable que haya sido producto de la presión de Estados Unidos”.
¿Quiénes son las víctimas?
l pibe que está lavando autos en la Ciudad de México tiene 27 años y nació en Michoacán, uno de los estados del sur del país, en el que el tráfico, la guerra y la violencia son particularmente feroces. Allá era albañil, a veces robaba y estaba “bien enganchado” con el cristal, la versión mexicana del paco. Flaco y alto, con la cara angulosa y las facciones definidas, arma un porro para empezar a contar la historia. A los 20 años “lo levantó la empresa”. Lo golpearon y le ofrecieron que empezara a robar camionetas para ellos. De un sueldo mínimo (72 pesos por jornal) pasó a ganar 8 mil a la semana. Ya no quería ser albañil. El dinero y la cantidad de drogas que le facilitaba estar dentro lo convencieron.
Lo entrenaron. El pibe cuenta cómo todos los comandantes eran ex militares –que no superaban los 40 años- a los que les transmitieron esa formación en el monte. Ahí pasaban la mayor parte del tiempo resguardados, con sus armas de uso exclusivo del Ejército, atentos a la incursión de los grupos rivales dentro de su territorio. Ahora dice que el olor a pólvora es lo que más extraña, eso y “el perico”, que es la forma coloquial de llamar a la cocaína en México. Salió huyendo cinco años más tarde, cuando miró alrededor y ya no estaba ninguno de sus compañeros. También porque el cártel al que servía perdió poder al dividirse.
El pibe trabajaba para el crimen organizado “como operativo, como sicario” durante un mes y ganaba cuatro días libres en que podía bajar al pueblo. Aprendió a cumplir órdenes: a detener, a ajusticiar, a cortarles la planta de los pies a los detenidos para que no huyeran, a desaparecer los cuerpos fundiéndolos en ácido para que no quedaran restos. Rogaba morir en alguna balacera con los contrarios, que no lo agarraran vivo.
El pibe ya no puede volver a su pueblo porque sabe que haber huido significa la muerte.
Desde el año 2008, el homicidio es la principal causa de muerte entre los menores de 30 años. Uno de cada cuatro muertos de la guerra contra el narco es joven.
Sin derechos, ni humanos
Además de ampliar las áreas de acción de los cárteles, la militarización de México ocasionó un auge de las detenciones arbitrarias y del uso de la tortura como método de interrogatorio. Los militares de esta guerra se acostumbraron a llevar a sus detenidos a los cuarteles, sin pasarlos por ningún tipo de control civil. Las investigaciones judiciales o las órdenes de detención se convirtieron en algo obsoleto para la estrategia militar. El Ejército se convirtió en juez y parte. Todas las personas detenidas o “abatidas” se presentaban como criminales aunque fuesen civiles, aunque no tuvieran nada que ver. En los seis años de Calderón, el Ejército detuvo a más de 50 mil personas y la Marina a unas 6 mil más.
En 2008, se incluyó en la Constitución la figura del “arraigo”, que buscó legalizar esa práctica: permite detener “preventivamente” a todo “sospechoso” de pertenecer al crimen organizado. “El arraigo es utilizado como un medio para investigar a presuntos delincuentes, pero en la práctica se utiliza como un tipo de vigilancia pública que permite más tiempo a las autoridades para establecer si el detenido es culpable o inocente”. Les da tiempo para armarles una acusación en su contra.
Uno de los casos paradójicos de esto fue el de Yesenia Armenta Graciano, una mujer que estuvo presa cuatro años acusada del asesinato de su marido, crimen que confesó tras ser torturada sexualmente por los soldados que la detuvieron en Culiacán, Sinaloa.
Fue en esa misma ciudad donde hace 8 años un grupo de mujeres fundó Voces Unidas por la Vida: una organización que nuclea a familiares de desaparecidos, otra de las ¿peores? consecuencias de la guerra contra las drogas.
Las cifras oficiales no reflejan la magnitud ya que han sido modificadas sistemáticamente en los últimos años, pero se habla de que existen entre 27 mil y 30 personas que fueron desaparecidas desde 2006.
Casi en simultáneo, comenzaron las Kaminatas contra la muerte en ciudad Juárez, Chihuahua. Se realizaron once marchas. Pero el momento en que el miedo se quebró fue a partir de la conformación del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad.
Javier Sicilia era un poeta mexicano, hasta que su hijo fue secuestrado y asesinado. Contactándose con otras familias, organizaron cuatro caravanas que recorrieron distintos puntos del país durante el año 2011: una llegó a Ciudad Juárez, otra fue recibida en San Cristóbal de las Casas por los zapatistas. Miles de personas tuvieron por primera vez la chance de hablar sobre lo que habían vivido solos hasta entonces, y de criticar abiertamente la estrategia gubernamental de la guerra contra las drogas. El lema de las caravanas era claro: “Estamos hasta la madre”.
Las organizaciones de familiares de desaparecidos crecieron por todo el país, como una manera de darse apoyo mutuo y de colaborar en la búsqueda de los que faltaban, ante la pasividad absoluta de la justicia mexicana. Estaban en ese camino, hasta que sucedió Ayotzinapa.
Buscar desaparecidos
Eloísa está parada en medio del campo casi tropical de Veracruz, cuando comienza a relatar su historia. Apenas supera los 40 años y lleva dos buscando a su hijo Randy Jesús Mendoza Campos, que un día salió de trabajar y ya no volvió. Entonces tenía 22 años y una hija de 2, que ahora cría ella. Primero comenzó su búsqueda sola, recorrió hospitales y cárceles, evitó hablar con los vecinos que rumoreaban que su hijo seguro “algo habría hecho” para que se lo llevaran, cayó en extorsiones en las que pagó por información falsa. Pasó noches sin dormir, parada junto a la ventana, esperando verlo regresar, hasta que se sumó al Colectivo de Familias de Desaparecidos Orizaba–Córdoba.
“Desde hace tiempo queríamos salir nosotras a buscar, porque se manejaba que los mataban y los enterraban. Uno siente la necesidad de buscar hasta debajo de las piedras. Si los padres de los Normalistas salieron ellos mismos a los cerros de Iguala, ¿por qué no íbamos a hacerlo nosotras?”
Fue en abril de este año, cuando la coordinación nacional que gestaron estas organizaciones cuajó en la Primera Brigada Nacional de Búsqueda de Desaparecidos en México. En 15 días de trabajo en los campos de Amatlán, en Veracruz, hallaron 15 fosas clandestinas, con al menos 10 mil restos óseos en ellas. Recabaron testimonios y muestras genéticas de cien familias que nunca habían denunciado la falta de su ser querido. Tres meses más tarde, la Fiscalía de Veracruz comprobó que buena parte de los restos hallados son humanos y los entregó a la Policía Científica de la Federal para que haga un segundo peritaje y avance en su identificación.
Durante la búsqueda la Brigada no contaba con más apoyo oficial que dos patrullas de la Policía Federal para territorios dominados por el narco. Van equipados con picos, palas, varillas y mucha paciencia.
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