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Mu104

Sinfonías

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

Adagio. El 148 se detuvo con un resoplido de rinoceronte. Subió un pibe de unos 25 años, vestido con look de laburante de la construcción: tierra, cemento y enduido en toda su geografía y una remera en estado zombie. El pelo enrulado era un acolchado multicolor de sustancias inidentificables.

Se sentó a mi lado. Sacó su celular para atender una llamada.

La voz era suave, cadenciosa, casi de un locutor.

-Nonono, el Colo me dijo que era 38, pero que estaba afilado como las tumberas. Sisisí la compré por (…) pero no sé si sirve para laburar. Nada: dos mangos me salió, boludo.

Empecé a estar tironeado entre la curiosidad y bajarme en la primera parada. La deliciosa cinta asfáltica del Conurbano Sur, llena de pintorescos cráteres y sinuosidades viales para el turista en busca de aventura, me alteraba la escucha.

No me bajé.

-Te dije que no sé si sirve para laburar boludo, no la compré para eso.  Sisisí: es medio tumbera, pero está linda, me gusta (…) Nonono: hoy no. No pelotudo, no voy a salir a laburar con eso: ya te dije.

Suspiré.

Compartía la idea de que no hay que trabajar con herramientas poco confiables. Responsabilidad ante todo.

– Mañana voy con mi hermano a terminar el trabajo en lo de Doña Alicia.

Pensé: Doña Alicia es boleta. Mierda. No puedo tomar el colectivo tranquilo.

-Doña Alicia, del fondo de Varela (…) Sisisí: voy con mi hermano. Tenemos que (…) el yeso y colocar unas planchas de durlock .  Quiere que le hagamos la vereda. Sisisí: paga bien y hace unas empanadas de puta madre (…). Es macanuda la doña (…). Si mogólico: es buenísima. Dale boludo, venite, el sábado.

Doña Alicia no parecía ni en riesgo, ni ser una jefa narco de los fondos de Varela. Lo de las empanadas fue el dato que me tranquilizó.

Cortó y se puso a mirar por la ventanilla el desértico paisaje de la avenida Calchaquí. Nunca intentó disimular su conversación ni tampoco ventilarla. La naturalidad más absoluta en la vida bipolar.

Me pregunté qué melodía había escuchado.

Andante.Esperaba la Costera en el frío y la desolación de la madrugada en el Lejano Oeste. Un atento hijo de la era digital, detrás de mí, usaba sus pulgares a la velocidad de la luz y no había Universo Exterior ni Nebulosa de Andrómeda por fuera de la pantallita.

Solos como perro malo.

La petisa iba y venía frente a la panchería vacía, iluminada como un quirófano.

Parecía dubitar.

La mochila sobre su espalda estaba flaca de carga. Pasó ante nosotros -nativo digital y nativo paleolítico- dos o tres veces a paso inseguro, como quien no puede decidir qué dirección tomar. Vestía zapatillas, jeans, camisa y campera. Prolija, con el pelo largo formando una bella trenza, decididamente coqueta. En su mirada y su cuerpo no había extravío ni marcas típicas de fragilidades psíquicas.

Había enojo.

De repente, como si se hubiese roto un dique, agarró la máquina de hacer panchos (supongo que servía para eso) que estaba en la vereda, a patadas.

Literalmente.

Una tras otra en sucesión misilística.

Mientras pateaba e intentaba zamarrear, con mucho esfuerzo, el robusto carrito metálico (muy pesado, al menos para su porte), comenzó a putear a los gritos en una narrativa intensa y creadora, aunque no quedaba claro si había destinatario/a de la muchedumbre de insultos.

Rápidamente, ante el inútil intento de voltear la máquina panchera, empezó a agarrar las pequeñas sillas que estaban con sus mesitas en la vereda y a revolearlas hacia adentro del local. Lo hacía sin dejar de putear.

La ira en estado puro.

Ares despechado y con dolor de cabeza.

El nativo digital salió de la esfera Jobs y miraba la escena con la boca ligeramente entreabierta, sin soltar la kriptonita ni guardarla. Yo estaba igual, pero sin kriptonita.

Dos pelotudos.

El dueño o encargado del local, un veterano sub 60, salió de un cuarto del fondo. Sin decir palabra enarboló un escobillón cual Sir Lancelot y la petisa lo enfrentó con una silla, cual domadora de leones.

Hubo un instante de película en coproducción ítalo-francesa de los 60: la petisa/amazona puteaba y azuzaba con la silla y Sir Lancelot, con la parte del escobillón como empuñadura, rechazaba los embates como un esgrimista.

Nada de mazazos o golpes de hacha.

Panza prominente, delantal rojo, zurdo, parado de costado, frenaba los embates sillescos de la pequeña furia con estocadas como El Zorro, aunque su look se acercaba al sargento García.

Tras unos instantes de suspenso, la pequeña amazona le revoleó la silla que empuñaba al esgrimista/panchero  (que la eludió) y salió del local, tiró una mesa y la última silla ya sin fuerzas y se retiró como si nunca hubiera pasado nada, a paso tranquilo, silenciosa. El espadachín empezó a acomodar sillas y mesas sin decir nada, miró la máquina maltrecha y se sumergió tras la mugrienta cortina de tiras de hule.

El nativo digital volvió a su esfera.

Mientras esperaba la maldita Costera pensé qué sería eso que me había caído mal en la cena o si debía dejar de fumar porquerías.

Requiem. El gordo, joven y vestido con mucha elegancia iba y venía hablando a los gritos por un celular que tenía el tamaño de una tabla de planchar. El fulano era inmenso, a lo largo y a lo ancho. El andén de Constitución, vacío en la ribera de la medianoche, amplificaba el vozarrón del gordo que tronaba como una amenaza de los dioses.

-¿¡¡Como mierda querés que te lo diga pelotudo?!!¡¡Tengo la perimetral, la pe-ri-me-tral!!

Remarcaba la palabra en un afán ilustrativo y enfático a fin de que el interlocutor entendiera, aunque fuera un pajarón.

-¡¡No me importa la cana, esos son unos pelotudos, unos pe-lo-tu-dos!!!

Sin duda, la maestra del amigo voluminoso había tenido una exitosa influencia con el método silábico y, tal vez algún profesor o la familia, otro éxito sobre la astucia de las fuerzas del orden.

-¡¡¡El problema es la madre, la madre!!!¡¡¡La última vez que me acerqué me tiró 3 cohetazos, pelotudo. ¡¡¡Tres!!! ¡¡¡Casi me mata la vieja puta esa!!!

A esa altura, los desangelados esperadores del tren nos miramos en una corriente de solidaridad con la vieja.

Madres. Antes y después de Freud.

El tren se detuvo y abrió las puertas y el gordo, en vez de subir, encaró para el hall central mientras decía

– ¡¡¡Estás en pedo José, en p-e-d-o, soy boleta con esa vieja de mierda…!!!

La incomprensión de José era notoria respecto de que la vieja/madre/puta era una amenaza real, no como Corea del Norte que se la pasa amagando.

¿Qué melodía es esta?

Me senté en el destemplado Roca. No me había tocado la nueva formación china, sino una  de los ruinosos Toshiba japoneses.

El Conurbano es una sinfonía que siempre desafina.

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