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Sobre ruedas

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

El viaje a San Pablo en avión fue encantador. Disfrutamos casi orgiásticamente esa curiosa idea de confort que las compañías aéreas parecen tener en común: comida de calidad y temperatura altamente controversiales; pantallitas de entretenimiento que ayudan (o intentan ayudar) a olvidar que uno dispone de un espacio de unos 15 centímetros cuadrados para vivir hasta llegar a destino y asientos que se reclinan unos 6 milímetros. O tal vez, 8.

De las prácticas mesitas que se clavan en el estómago no es necesario hacer una descripción. ¿O sí?

A una lapicera que se me cayó no logré levantarla del suelo hasta que llegamos. No tenía lugar para agacharme.

Con profunda saudade por mi traumatólogo, en el gigantesco aeropuerto de Guarulhos (es gigantesco, o mais grande) nos tomamos un taxi hasta el hotel, ubicado en uno de los varios centros que tiene la ciudad.

San Pablo tiene una población cercana a toda la población argentina, produce entre el 35 y el 50 % del PBI de Brasil y sus habitantes afirman con una sonrisa invencible que “mientras los paulistas trabajan, los cariocas y los bahianos descansan”.

Amables, sonrientes, apurados, los paulistas habitan una ciudad de contrastes impresionantes. Todo es desmesura. El conserje del hotel nos dio algunas recomendaciones de seguridad antes de salir a caminar. Parecía que estábamos en Afganistán.

No pasó nada.

En la ciudad el verde intenso puja parturiento entre la marea de cemento y miles de personas viven en la calle en condiciones espeluznantes.

En una ocasión tuvimos que ir a una calle donde se concentran los negocios de artículos eléctricos y la fragmentación multicolor y multisonido era fantástica: vendedores por cientos con mesitas de chucherías en veredas muy angostas; tránsito muy apretado y la gente caminando por la calle; negocios pequeños, grandes, sofisticados, dudosos; gente hablando a los gritos, de vereda a vereda en una jerga que bien podía ser coreano; mulatas exuberantes; gente, gente, gente…

Todos sonríen. Los paulistas sonríen.

No me atrevo a decir “los brasileños” porque respecto de este asunto la unanimidad es rotunda y tajante: hay muchos Brasil, todos muy diferentes entre sí.

Hicimos un recorrido rápido con un bus turístico de los que hay en todas las grandes ciudades. Solo íbamos Natalia y Yo y un guía humano, no robot, no grabación. Un muchachito muy instruido, amable y de la derecha civilizada, si tal cosa existiera.

El Mundo es de derecha. De la derecha de la bestialidad, si es que hay otra.

En el paseo de dos horas largas hubo  calles en subidas y bajadas llamativas; inmensidad de favelas; la famosa avenida Paulista, burguesa, desangelada y atrio de manifestaciones populares: el estadio Pacaembú (mito futbolero si los hay) donde nos cruzamos con unos simpáticos hinchas de Peñarol sacándose fotos mientras otros eran puestos en fila con severidad por una policía que tiene una reputación escalofriante.

Era claro que los charrúas no solo habían tomado mate. O la yerba ya no viene como antes.

Después de un día y medio de recorrer el vientre de la ballena nos fuimos a unos 100 kilómetros, a Guarujá, algo así como la Mar del Plata de los paulistas. Un trayecto muy bonito, en las fantásticas autovías brasileñas, entre morros y sierras de un verde apabullante y con precipicios no aptos para sufrientes de vértigo.

Guarujá es un balneario que sostiene los contrastes brasileños: una zona muy paqueta, una zona popular, playas de puta madre, playas no tan de puta madre.

Y frente a una de las terminales de buses una de las tantísimas Iglesias Universal del Reino de Dios. Enorme.

La monarquía, como la derecha, está en todas partes.

Nuestro alojamiento, una posada atendida por una pareja de alemanes mayores, amables y educados, ligeramente fascistas y sonrientes, siempre sonrientes.

Pasamos allí unos días muy lindos y tomamos un transfer de regreso directo al aeropuerto. El transfer era un flamante minibús en el que viajábamos nosotros, una pareja con dos pequeños que a los 3 kilómetros caerían desmayados de sueño y una señora con una púber con cara de aburrida de la vida, de la señora y de nosotros.

Hasta aquí, la vida era un río de llanura: predecible, somnolienta, apacible.

Eran las 17 hs. Empezó a oscurecer.

Cuando llegamos al tramo de serranía, Dios, ese indolente con extraño sentido del humor, empezó a jugar a los dados.

Se largó a llover suave e insistente y una niebla intensa se acostó sobre nosotros.

Una multitud de camiones, todos compitiendo a ver quién era más grande, empezaron a poblar la rua de mano única y dos carriles.

Multitud.

Todo el mundo a las chapas, pie de plomo con el acelerador y los camioneros, que armaban filas prolijas e interminables, se pasaban entre sí con maniobras de ángulo cerrado, como si manejaran un autito. Ponían el guiño y se mandaban sin más ni más.

Y el chofer del minibús no aflojaba. Ni un tranco de pulga, se ve que tenía mucho amor propio. Metía señales de luz larga y encaraba como si estuviera entre bicicletas.

Todo el mundo dormía en el minibús sin entender que nuestras vidas estaban finalizando. Gente irresponsable que me dejaba todo a cargo.

La púber jugaba frenéticamente al Candy Crush, sin importarle el Cosmos. Natalia roncaba con la boca abierta cual cadáver exquisito, desmantelando mi libido que bastante distraída estaba.

El minibús zigzagueaba, los camiones zigzagueaban y Yo apretaba cada vez más mi culo contra el asiento y contra sí.

Niebla más lluvia daba por resultado que no se veía un dinosaurio en una cafetería a pesar de la ruta excepcionalmente señalizada.

Todos corrían como si fuesen a buscar a la partera.

Evalué abrazarme al chofer al grito de “quiero a mi mamá” pero me pareció imprudente y poco digno. Aunque la dignidad cada vez me importaba menos.

En un momento, la manada de rinocerontes se detuvo con brusquedad ante una congestión. El minibús quedó a una ilusión de distancia de la culata de un elegante camión tanque que, imagino, debería transportar nitroglicerina.

A veces, cuando viajo, me pongo un poco dramático.

Atrás del minibús, a un suspiro de distancia, otra bestia de mil ojos encendidos que debería transportar demonios.

Al costado, un coloso que llevaba un container, seguro que lleno de boludeces de Taiwan. Enorme.

Arrancaron todos juntos y en la primera curva nadie aflojó.

Jamás sabré como pasamos.

Cuando llegamos al Aeropuerto y subí al incómodo y estrecho avión, me abracé a la Azafata y le pedí perdón. Por todo.

Todo el viaje de regreso, la turbulencia transformó al avión en un martillo neumático.

Ya lo dice mi mamá: no hay como la casa de uno.

#NiUnaMás

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