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Ángeles

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

Un viaje tiene propósitos, tiene sentidos, tiene paisajes, tiene personajes. Claro que uno no es Marco Polo ni Sebastián Elcano. Ni siquiera es Vito Dumas.
Pero viajo. Cada vez que puedo, me rajo de la placidez del Conurbano por la infinita tierra del Virreinato del Río de la Plata. Así, una tarde cualquiera, hace muy poco, como en un cuento infantil, los personajes aparecieron…
Estaba en la plaza central de un pueblo de la Provincia. Una plaza amplia, prolija hasta la exasperación, arbolada y, como corresponde a las tres de la tarde, desolada. En uno de los laterales de la Plaza, dos instituciones educativas, una junto a otra: un jardín de Infantes y una Escuela Primaria.
El Jardín de Infantes se llama Constancio C. Vigil, posible evocación del fundador de la revista Billiken que colonizó (con alegría, digamos todo) la mente de muchas generaciones de niños. En mi caso la colonización fue otra, ya que prefería Anteojito. Siempre fui un rebelde.
La escuela primaria se llama D. F. Sarmiento y sobre la vereda había un busto de Domingo Faustino, siempre con cara de culo. Este estereotipo escultórico de Sarmiento siempre me llama la atención. Adustez, senectud, cara de bulldog. Es sabido que el sanjuanino era de armas llevar y que ejercía un fuerte atractivo sobre las damas de la época, algunas muy bellas y casi todas jóvenes. El hombre atendía todos los frentes y no andaba con remilgos con nadie. Tan amargo no sería…
Entregado a estas meditaciones de profundidad cósmica, parado frente al busto del pícaro y terrible maestro veo que viene pasando un paisanito. Unos 9 años, bombacha, alpargata, camisa y boina. Una lámina central de alguna antigua revista Billiken, ya que estamos…
Caminando a tranco lento, me saluda con un “hola”, tal vez por educado, tal vez por costumbre de pueblo, tal vez porque me vio forastero. Después dudaría de mis hipótesis.
Mi respuesta fue “hola, ¿cómo estás?” Sorpresivamente se detuvo y me dijo “bien” y se quedó mirándome con ojazos color noche. Quería conversar. Entonces, ante la presencia intimidatoria de Sarmiento, le pregunté cómo le iba en la escuela.
El pequeño me miró, tomó aire y durante unos 10 minutos enunció un manifiesto donde dejaba claro que era objeto de injusticias a perpetuidad por parte de su maestra, que él de números no entendía ni pepa pero que otros niños (sic) entendían menos que él y la siniestra pedagoga no les decía nada; que su madre lo retaba y le decía que era un burro pero que él no era ningún burro y que hacía todas las tareas; que a veces las hacía mal o por la mitad pero porque eran muy difíciles; que le gustaba escribir y hacer dibujos pero que la maestra dale con las cuentas y que estaba aburrido y agotado (sic); que la escuela no le gustaba pero que si le cambiaban la maestra iba a estar contento…
Mientras el educando indignado hablaba, me pareció notar que el turro de Sarmiento se daba vuelta tentado. Yo trataba de mantener la seriedad del caso. El pequeño emitía su proclama con precisión, sin soplar ni repetir, mostrando que andaba necesitando un interlocutor para este enojoso asunto. Ni una proclama social ni un rosario de dificultades económicas. El pequeño era una bola de furia contenida contra su maestra. Ni una palabra grosera, ni un epíteto, nada de eso.
Cuando terminó, me estiró su manito a modo de saludo, me dijo “chau” y se fue lo más campante.
Me faltaban alrededor de 100 km para llegar a Tornquist, una de las puertas de las serranías bonaerenses de Ventana.
En un cruce, dos chicas hacían dedo. Dudé unos instantes y finalmente me detuve. ¿Por qué? Un mestizaje entre solidaridad y gentileza que no vamos a negar; fantasías eróticas fabulosas resultado del encuentro con amazonas sedientas de pasión y lujuria que tampoco vamos a negar. Y una helada brisa que advertía “por baboso ahora me la ponen y me quedo en pelotas en medio del campo”.
Las chicas jóvenes, una, digamos La Morocha tenía 21 y, la otra, digamos La Otra Morocha, 20. Arreglé el caos que había en el asiento trasero del coche, se sentaron las dos allí y retomamos la ruta. Ambas iban a Tornquist.
Hechas las presentaciones de rigor, pregunté el motivo del viaje al pueblo. Empezó La Morocha a contarme de su vida. Se detuvo cuando entramos al pueblo, 100 km después.
Iba a una cita por una denuncia de violencia de género que había radicado en Tornquist. Hasta allí parte de la tragedia de miles de mujeres. Pero que no sabía si la iba a ratificar porque tenía dos nenas, una de 2 años y otra de meses y al padre de las nenas (el denunciado) la quería y además ella le pegaba a él y le había metido los cuernos porque pensaba que él la engañaba pero él no era un violento pero si se había enojado aunque no le había pegado pero si la había amenazado pero ella lo quería y él no entendía la situación pero igual era un encanto aunque también bastante guacho y ella le hacía la vida imposible y él siempre sacaba a pasear a los nenes pero a ella no, y así todo.
Cada tanto yo aportaba un “ajá” de perfil filosófico.
El relato se desgranaba en una suegra cariñosa, padres ausentes del relato, la consabida caracterización de “pueblo de mierda” donde viví, un tercero y una tercera en discordia con idas y venidas, estudios que se empezaban y no se continuaban, cuidado de los niños entre la cuota alimentaria y no dejarlos ver por el Padre aunque a veces sí, vida sexual con altibajos, problemas de empleo y desempleo porque él “es muy trabajador” pero “un poco vago” (¿?) y una larga lista de relatos fragmentarios presentados de una forma caótica.
En algún momento intenté invitarla a que pensara tranquila, a que no se dejara manipular por nadie, a que debía cuidarse mucho, a las cosas sensatas y de cuidado que he ido aprendiendo a lo largo de estos (últimos) años.
Nada. Mi tía tiene un calefón en La Plata. Ni bola. La Morocha no escuchaba ni la sirena de los bomberos. Repetía sus propios argumentos, luego los contradecía y luego los volvía a afirmar evidentemente desbordada. Y desbocada. El caos narrativo era bíblico.
Volví a mis “ajá” mientras empezaba a apretar el acelerador. La Otra Morocha nada decía. Sabía que era su amiga y que la acompañaba para hacerle el aguante pero no hablaba. No era fácil hacerlo.
Cuando entramos al pueblo sentía sobre mis espaldas bastante culpa de no haber podido ayudarla a aclarar sus ideas porque, justamente, no entendía cuáles eran. Además de mis espaldas cargadas de culpa, tenía mis oídos gastados por el repiqueteo de la voz de la Morocha y me dolía la cabeza en niveles estratosféricos.
Iban directamente al Juzgado y allí descendieron. Me dieron las gracias y cuando La Morocha entraba al edificio, La Otra Morocha volvió sobre sus pasos y me detuvo antes de subir al auto. Mirándome fijamente a los ojos, como quién mira el océano, me dijo cadenciosamente: “No se preocupe, ésta es una pelotuda pero yo no voy a permitir que ese hijo de puta le haga daño como el que me hicieron a mí”, y se fue.
Me quedé pensando en que mi mamá, cuando era un nene, me decía que todos tenemos un ángel de la guarda. A mí me encantaba la idea. Me sentía cobijado de las destemplanzas del mundo que también azotan a los chicos.
La Otra no tenía alas.
Pero, seguro, tenía cicatrices.
El cielo empezaba a incendiarse en el atardecer pampeano.

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