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Helados: Crónicas del más acá

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Por Carlos Melone.
Puerto Madryn es una ciudad ambiguamente turística. Habitada por más de 100 mil almas pecadoras, con un gran puerto y numerosas playas; y las espectaculares visitas de la fauna marítima: ballenas, rechonchas damas que la visitan unos meses para ofrecer un show maravilloso, ruidosos lobos marinos, fatigados elefantes marinos y cómicos pingüinos no terminan de alejarla definitivamente de su costado de ciudad intensa, agitada.
Duerme la siesta con pachorra pueblerina, tiene un tránsito demoníaco, una costanera flamante que le queda chica, un voluminoso desarrollo comercial y su costado turístico está opaco, no oculto. Opaco. No pareciera tener resuelta su doble condición. Un diván por allí.
Como suele ocurrir en la inmensa mayoría de las ciudades argentinas tierra adentro, los lugareños te dicen “acá todo es muy tranquilo”. Sí, claro. Y yo soy Lutero.
El agua en Madryn es fría, definitivamente fría. Después aparecen la retórica y la sofística acerca de “fría respecto de qué”, “depende de cada uno”, “por acá pasa la corriente cálida del Pendorcho”, “El Golfo protege las aguas”, “mi Tía tiene un violín en La Plata”… Opiniones fomentadas por la sinarquía internacional y la astrología local. El agua es científicamente fría. Listo.
En Madryn hay viento. Sin duda. Y el viento trae a (algunas) las playas algas. Algas de diferentes formatos y colores. Le tocó a este cronista una especie verde, en la simpática forma de hojita de lechuga. Por toneladas. Si uno desea (o deseaba en esos días) solazarse con el Océano, debía atravesar un nutrido Mar de Lechuga para pasar la rompiente.
El Mar de Lechuga divide las preferencias de la población. Genera asco irremediable en un cuarto de la población playera; otro cuarto atraviesa el Mar de Lechuga en busca de El Dorado en las aguas más profundas, irremisiblemente heladas; un tercer cuarto espera, con la mirada perdida, que el Mar de Lechuga se retire o se abra cual Mar Rojo y el último cuarto está formado por niños a los que la única lechuga que los intimida es la que se pone en sus platos y resisten (sabiamente) comer.
En síntesis, les importa una peluca todo.Estos son datos de la más rigurosa cientificidad, corroborados por la Asociación Aquí También Estamos de vendedores senegaleses de cualquier cosa colorida y el Colegio Profesional de Churreros Patagónicos, especialistas en interrumpir intentos de siesta playera.
Hay más. En la comunidad científica de la Universidad San Juan Bosco de la zona hay una discusión acerca del tránsito en Madryn. Aquí la Ciencia debate.
Hay hipótesis acerca de los efectos de la estepa y la desolación que generarían desconcierto espacial y emocional en los conductores/as; otras hipótesis se anudan sobre el Sol Patagónico que calcina hasta los dientes y dañaría de manera irremediable las neuronas motoras (de las otras se encargan los medios de comunicación) y una tercera hipótesis (menos elaborada pero de consenso creciente, digamos todo) que sostiene que manejando somos una manga de burros drogados.
El tránsito adquiere formas asesinas, de puños amenazantes ante cualquier maniobra, bocinazos a los 2 segundos del cambio de luz en los semáforos, aceleradas espectaculares para detenerse tres metros más adelante. Todo sumado a una curiosa arquitectura vial que propone transformar avenidas de doble vía en contramano absoluta en 100 metros sin previo aviso.
El que suscribe entró de contramano en una de dichas avenidas. Fui enfáticamente llamado a la realidad por iracundos conductores que tuvieron recordatorios a mi señora madre y a mi querida hermana. Fui detenido por un joven agente de tránsito cuando intentaba rectificar mi error. El agente de la Ley y el Orden Vial ante el reconocimiento liso y llano de que me había mandado una macana no supo muy bien qué hacer. Posiblemente acostumbrado a puteadas o excusas inverosímiles, se quedó algo confuso. Tras unos instantes de conexión con la divinidad fue a hablar misteriosamente con su jefe, consultó al oráculo de Delfos y me dejó ir con sutiles y respetuosas recomendaciones que sonaban a “no sea pelotudo y mire los carteles”.
Uno de los representantes futboleros de Madryn es el modesto Guillermo Brown, actualmente en la Primera B Nacional. Fuimos hasta su pequeño estadio a curiosear, cuidado a puro esfuerzo y con su cancha de un insólito verde en la sequedad impiadosa de la estepa patagónica.
Su barra de hinchas “destacados” es La Banda del Sandía. Ignoro si es una asociación ilícita de barras bravas o un sacrificado grupo de hinchas de moral intachable y valores cercanos al estoicismo. Pero la Banda del Sandía, un nombre evocador de la gesta de Troya, , escribió en un muro gris y descuidado, frente a la cancha: “Somos un país que se fanatiza con el fútbol. Sin embargo pocos saben dónde tienen las pelotas”.
Síntesis entre Virgilio, Aspasia y Marechal. Sin deconstrucción aún.
Otra tarde de unos 40 grados centígrados, donde el sol iluminaba, calentaba y buscaba asesinar con sus rayos, cual Zeus completamente desquiciado. Nosotros en la esquina tomando un helado.
En la esquina frente a la nuestra, un bello auto japonés estacionado estratégicamente bloqueando la rampa para personas con dificultades, a fin de generarles más dificultades y que vean que el mundo es un lugar inhóspito por si no lo sabían. Hay gente de intensa vocación pedagógica.
Adulto ausente, auto en marcha. Situación de relajación pueblerina, pensamos ingenuamente. De pronto notamos una cabecita rulosa moverse hacia el asiento delantero.
ntercambiamos mirada y buscamos al adulto. Ausente. La cabeza rulosa tocó algo y el auto japonés desplazó su trompa debajo de una Dodge Ram más grande que la deuda externa. La motorización seguía activa por lo que el auto japonés insistía en meterse bajo la enorme camioneta mientras la cabecita rulosa (4 ó 5 años) lejos de asustarse, festejaba a los saltos en el asiento delantero haciendo que manejaba, lo que le parecía divertidísimo, y nos miraba como diciendo “miren lo que puedo hacer”.
Nos largamos a cruzar la calle cuando el adulto apareció a la carrera desde adentro de un negocio. Cabecita rulosa completamente feliz le gritaba a su papá cómo podía manejar mientras el buen auto japonés en marcha ya había penetrado (sic) debajo de la camioneta. Papá ausente/presente desactivó rápidamente la situación mientras miraba a cabecita rulosa, miraba a la trompa severamente lastimada del buen japonés y nos miraba a nosotros, helados en mano. Papá ausente/presente estaba pálido, no dijo palabra alguna. Sabía que cabecita rulosa había ganado una notable anécdota para su adultez aburrida y somnolienta. Siempre y cuando haya sobrevivido. Porque Madryn no es solo ballenas, viento y agua fría…

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