Mu137
Crónicas del más acá: Cochocho
Por Carlos Melone
La provincia de Buenos Aires es un mundo dentro de los muchos mundos que hay. Los hijos del Conurbano muchas veces creemos, para nuestro infortunio, que Buenos Aires somos nosotros. O sea, que el Infierno es solo nuestro. No es así. Hay que compartir todo, decía mi Tía. Y eso incluye el Infierno. Sierras Bayas dice ser el centro geográfico de la provincia de Buenos Aires. No son los únicos que lo dicen, por lo que o la provincia se mueve o tenemos una grieta geográfica. Cerca de la Ruta 3 y a pocos kilómetros de Tres Arroyos, el camino para llegar al pueblo es de una delicada belleza. Sierras de líneas suaves, multicolores por la intervención humana en tareas de siembra, romantizan un camino serpenteante y sinuoso que, según el día, puede estar rociado por glifosato. Porque, ante todo, el campo es riqueza. Cada vez que veía una avioneta, cerraba el auto como un taper, aceleraba y llamaba a mi mamá para despedirme de ella. En otros tramos, las sierras de líneas suaves (son parte del Sistema de Tandil, cosa que no le interesa a nadie) son primorosamente cortadas en fetas para la explotación cementera. Allí nació, crece y se reproduce Loma Negra, una celebridad empresarial de la pampa argentina. Arribé a Sierras Bayas apenas caído el mediodía y me desencanté rápido. El pueblo no tenía atractivos que me pareciesen convocantes o, al menos, no los vi. No hubo amor a primera vista. Los adolescentes somos así. Llegué a un desangelado monumento a los trabajadores de la calera, rodeado por un parquecito y con una escultura/monumento representando una maquinaria propia de la actividad cementera. Una cosa enorme y rústica sobre la que intenté fatigosamente apreciar su valor artístico sin lograrlo. Mis limitaciones en el arte son casi equivalentes a mis limitaciones monetarias. Saqué alguna foto tan desangelada como el monumento, me tomé una media docena de mates y empecé a retirarme. En el lapso, ni un sapiens sapiens. Era la hora de la siesta. Nadie. Ni en auto, ni a pie, ni en estado fantasmal. Nadie. Después me vienen con los santiagueños. A la salida del pueblo, una ruta cuesta arriba se abría de la ruta principal con un cartel que indicaba un presunto parque temático orientado a algunos pueblos nativos. ¿Por qué no?, me dije en intensa deliberación interior y me metí. Camino de tierra en buen estado con la nota característica del pago: nadie. Finalmente ocurrió: a los pocos kilómetros, la humanidad se hizo presente: un hombre de paso cansino y a su lado un espléndido pastor alemán, completamente negro. Ante la ausencia de señales del mencionado parque, resolví apelar al viejo GPS: preguntar. Tecnología al servicio de la causa digital. Detuve el vehículo y consulté. 70 años, el rostro apergaminado en mil surcos sin destino, manos como mazas, espalda luchando por no vencerse, voz cascada y cálida, ojos vivos como el fuego. Y la amabilidad que caracteriza a los buenos. Cococho. Así se presentó, con ese sobrenombre tan cargado de infancia y de mirada al mundo sobre los hombros de algún gesto de amor. Cococho me explicó que me había pasado de largo pero que no me perdía nada. Que el parque era una estafa. Me contó acerca de lugares del pueblo que podía conocer y me dio indicaciones intrincadas imposibles de seguir. Mientras lo hacía, noté en su buzo gastado el logo de Loma Negra. Pregunté. Me contó de sus años de trabajo en la cementera, de Alfredo Fortabat, el mítico dueño/fundador de Loma Negra. Cococho me daba su versión de un hombre bueno señor, Don Alfredo era un hombre bueno, si uno necesitaba algo, iba a verlo directamente a él y personalmente se ocupaba de nosotros, señor. Cococho me contaba de sueldos fuertes y vidas débiles que timbeaban y alcoholizaban el dinero ganado a fuerza de corazón y salud. Cococho me decía que eran unos tontos que nos gastábamos el dinero señor pero éramos jóvenes y muchos tenían tristeza porque estábamos lejos de las casas señor y acá no había nada, una tristeza señor. Y Cococho, palabra serena y fraseo fluido, volvía sobre la mítica figura de Don Alfredo era un hombre sencillo señor, hablaba como nosotros, nos trataba como si fuera uno de nosotros, era un hombre que nos cuidaba dice Cococho, que no miente, que pasea solo con su perro negro, que ve lo que puede ver, que sabe lo que puede saber y que vive y vivió lo que jamás podré vivir. Dice Cococho, el de la espalda que lucha por no romperse, que cuando falleció Don Alfredo su señora (Amalia Lacroze de Fortabat “Amalita”) se hizo cargo pero menos señor y las cosas empezaron a cambiar. Y se fueron volviendo unos bandidos señor que se llevan todo y destruyen todo. Y ahora que son brasileños, peor señor. En la cabeza de Cococho la destrucción empieza después de la muerte de Alfredo Fortabat. Para él las sierras se derrumban cuando se derrumba el hombre que ha construido en su sencillez y en su admiración. Se llevan todo señor, todo y no nos van a dejar nada dice Cococho conversando conmigo en un camino de tierra, solos de todo, con sierras cultivadas y sierras rebanadas como una tragedia silenciosa que ha empezado hace mucho. Se van a ir y nos van dejar miseria señor, son unos bandidos reitera Cococho, rostro de surcos profundos, de manos como mazas. El pastor alemán corretea por los costados del camino mientras Cococho me cuenta de los barrios, de cómo crece la ciudad, de que se pudo jubilar y todas las tardes sale a caminar con Beto, el renegrido, elegante y lustroso pichicho, la única compañía que tiene Cococho. No hay familia en Cococho, no hay un amor de mates, charlas y silencios. No hay amor de acomodar el cuello de la camisa o de besos en la frente. Hablamos mientras la tarde vacila. Hablamos aunque yo calle porque Cococho necesita contarme, necesita saber que lo escucho y yo, que tengo muchas palabras derramadas en millones de horas de clase y muchos silencios cargados en miles de kilómetros de viaje, quiero escuchar. Quiero saber de las penurias, de los sueños, de las fantasías construidas hacia atrás por alguien que dice llamarse Rubén pero que no lo es, que es Cococho porque usted pregunta por mí en el barrio y todos me conocen, señor, mientras Beto, el pastor alemán renegrido, lustroso y elegante lo mira y me mira y me pide complicidad en esa soledad que se cierra sobre el corazón del trabajador de la cementera, solo en el camino de tierra que lleva a ningún parque, camino que miente sobre destinos buscados por un docente errante y un trabajador de la calera, de la cementera que me cuenta de la producción en las sierras mochadas, de los sueños truncos porque éramos jóvenes señor. Subo al auto después de un fuerte apretón de manos. Cococho, el compañero de Beto, el que fue joven y estuvo triste, el que camina todas las tardes con el pastor alemán renegrido, elegante y lustroso por ese camino de tierra en un lugar que se llama Sierras Bayas en el corazón controvertido de la provincia de Buenos Aires me dice una dirección y que vaya a matear con él cuando vuelva. Le digo que sí, avergonzado de la fragilidad de una mentira porque olvidaré la dirección de un hombre de soledades que camina una ruta de tierra mientras su perro lo mira amorosamente, recordándole que éramos jóvenes señor…
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