Mu138
Crónicas del más acá: El último mohicano
Por Carlos Melone
El Barrio Inglés es la zona señorial, nobiliaria, aristocrática del plebeyo Temperley, Conurbano Sur de este fatigado país.
El barrio está delimitado por tres avenidas y una calle que nace en la estación del ferrocarril. Algunas de sus notas distintivas son calles angostas de empedrados desparejos; enormes y antiguas casonas (algunas maltrechas) mezcladas con otras modernas, más faroleras que glamorosas y departamentos (PH) insolentes con la añeja tradición que van invadiendo su tranquilo ambiente, poblado de arboledas añosas.
Todo el barrio está poblado de cabinas de seguridad privada, habitadas por somnolientos guardias y gordos perritos callejeros, hermanados en la inclemencia de la vida.
Originariamente, el viejo barrio estuvo habitado por escoceses, irlandeses e ingleses de cómodo bienestar que decidieron no empezar a los tiros en esta tierra y formaron una comunidad algo cerrada y pacífica.
Sus herederos mantienen esa tradición de no andar a los tiros entre sí y son más abiertos al mundo por fuera del barrio.
Supongo.
En el corazón del Barrio Inglés, en una esquina coqueta, de jardines cuidados y arboleda intensa, está la iglesia San Andrés.
Presbiteriana, de arquitectura severa y sobria, pequeña y muy bien conservada. El edificio tiene unos juveniles 100 años.
Los presbiterianos son parte de las iglesias reformadas, que antaño llamábamos protestantes. Un culto tradicional, surgido a la luz del tormentoso Martín Lutero y sostenido en las ideas del temible Juan Calvino. John Knox, contemporáneo de Calvino, escocés, le dio forma y sentido propio.
Allí fui. De metido nomás.
Tuve un encuentro previo con el pastor, Marcos, un joven de unos 35 años con el que conversé brevemente. Le comuniqué mis intenciones de asistir a una ceremonia y mi condición de agnóstico irrecuperable. Marcos, de cortesía inoxidable, no se despeinó, me invitó al oficio religioso (de todos modos es abierto) y quedamos en una charla posible y distendida más adelante.
El domingo, mi alma pecadora y mi cuerpo que ya no tiene resto para pecar ni un poquito nos hicimos presentes, mi alma bien dispuesta y mi cuerpo bien bañado.
Nunca se sabe.
Pocas veces he quedado en evidencia de ser sapo de otro pozo como en esta ocasión.
Todos los asistentes se conocían, se saludaban familiarmente y me miraban con discreción evidente (una suerte de oxímoron) en la previa a la ceremonia.
Yo era un mono en una convención de cebras.
Una señora alta, elegante y que parecía estar organizando algo (después sabría que era de “acción social” de la iglesia) estaba muy inquieta por mi presencia.
Cuando ya no pudo más, me preguntó quién era. Respondí, malévolamente, solo con mi nombre de pila.
“Nunca mientas”, dice mi mamá.
La señora se quedó sorprendida. Sin duda esperaba una respuesta más amplia. Reaccionó y me invitó a esperar afuera del recinto diciéndome que el servicio empezaba a las 11 hs.
Le hice notar que eran las 11.10 hs.
Al ángulo.
Frustrada, me dijo que pasara nomás.
Así nunca voy a ir a ningún cielo.
La señora tendría fantasías de terrorismo o de otra cosa. Nunca lo sabré.
Me senté en un rincón a fin de no alborotar el ambiente. Con mi notoriedad de mono, no me interesaba generar alarma. Se acercó Eduardo, artista plástico, unos 60 años, elegante y cordial, y me dio la bienvenida como quien llega a una fiesta y empezamos a conversar con fluidez.
A los pocos minutos empezó el servicio religioso. El pastor Marcos se había ausentada por lo que habían movido el banco de suplentes. Y se había acercado un pastor de la vecina localidad de Turdera. El oficio religioso fue austero, sencillo, con diferentes oradores, incluida una joven que cantaba con una voz conmovedora y un grupo de acompañantes que afinaban, respetaban los tiempos, en síntesis tocaban muy bien.
He visto ceremonias donde, si cantar es halagar a Dios, se nos viene el diluvio.
Durante el oficio hubo lectura de la Biblia, oraciones y pedidos por enfermos, poca burocracia ritual, algún tramo con cercanía al éxtasis por parte de la conducción pero sin exagerar.
La nota dominante era la sobriedad y la sencillez.
Los asistentes, unas 150 personas, todos con un largo hándicap por sobre las necesidades básicas y muchos, muchos jóvenes.
La mitad por lo menos.
Al finalizar el servicio, Eduardo retoma la conversación y me presenta a Arnold, 88 años, autodefinido como “el último de los mohicanos”. Lúcido, educado, fresco, divertido, me cuenta cosas del rito, de la historia de esa iglesia, de los escoceses, de que hace muy poco que el oficio se hace en castellano (era en inglés), de la Fe.
Arnold no intenta predicarme nada aun sabiendo que no era creyente.
Solo me cuenta.
Me dice en tono confidencial que es miembro honorario del Consistorio, una asamblea de mayores que orienta las políticas de la iglesia y que él es miembro honorario porque es demasiado viejo.
Y se ríe con ganas.
Arnold desborda vitalidad mientras que pienso que debo tomar la pastilla para el colesterol. Es una cabeza reflexiva y atenta mientras yo no me acuerdo dónde dejé las llaves.
La señora alta que me vigilaba parecía más aliviada a la distancia. Pero no dejaba de mirarme.
La cortesía de la aristocracia de Temperley me abrazaba y me vigilaba en el frío mediodía del Conurbano.
Al día siguiente fui a concretar mi entrevista con el pastor Marcos. No estaba.
Me atiende Mabel, secretaria de la iglesia, numerosos otoños encima, impecable presencia, escasa en centímetros y gigantesca en entusiasmo y simpatía.
Me pregunta el motivo de mi visita, le cuento y a partir de allí, se hace cargo de mi persona en forma maternal e implacable. Me ofrece té, me cuenta de Arnold y de Eduardo con los que ya había estado, de los pastores anteriores a Marcos, me explica mil actividades que hacen, me lleva a recorrer el edificio, me reprende amorosamente por mi fe ausente, aunque me avisa que El Barba me tiene en cuenta.
Por las dudas no le pregunto para qué, no vaya a ser cosa…
Nunca se sabe.
Le cuento a Mabel de mis encuentros en la ceremonia del domingo y cuando menciono a la señora alta y preocupada, una carcajada fresca entibia su oficina.
Solo eso.
Me despido escuchando de Mabel promesas de comunicación, de encuentro, de avisos para eventos sociales y religiosos.De bendiciones para mi corazón.
Acepto todo.
Nunca se sabe.
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