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Maestra: María Lugones, teórica feminista
¿Cómo se hilvana una teoría desde la práctica, desde una vida atravesada por el machismo, la violencia y la insurreción? El resumen de una charla de seis horas en la antigua casa de los Lugones en el conurbano profundo, donde esta académica argentina sonríe y plantea lo que nadie. De la decolonialidad al yo comunal, qué es lo que está siendo y naciendo.CLAUDIA ACUÑA
La avenida Don Bosco representa la mejor manera de explicar el fundamental aporte a la teoría feminista que hilvanó la filósofa María Lugones. Desde el nombre -que evoca al legendario cura salesiano- hasta la numeración de las casas: de un lado, van por el dos mil quinientos, del otro por el trescientos. La diferencia indica que estamos en el límite entre los partidos de La Matanza y Morón, lo cual significa que para ubicar la casa de la familia Lugones, además de conocer la dirección exacta hay que tener el dato del municipio que le cobra los impuestos. Lo interesante es que no hay ninguna señal que haga visible ese dato. Nada. La avenida es idéntica en ambos lados: una postal del bombardeo neoliberal a la que fue sometida esa barriada obrera. Fábricas abandonadas, templos evangelistas, casas en permanente estado de construcción, y carteles con promesas electorales. Kilómetros y kilómetros sostenidos durante décadas y décadas así, desde Haedo a Rafael Castillo, separados por una arbitraria diferenciación, para comodidad del Estado.
Fue el peruano Aníbal Quijano el primero en describir este mecanismo de clasificación en un texto que cambió la mirada de las Ciencias Sociales sobre el actual proceso de crisis civilizatoria. En Decolonialidad y poder, publicado en el año 2000, señaló que en nuestro continente se había iniciado un proceso global que dividió a la población en razas, consagrando el eurocentrismo. Y que con ese acto depredador de la multiplicidad se había también consagrado el control de la subjetividad y del saber. Quién es qué y quién sabe. María Lugones lo conoció en la universidad Binghamton, de Nueva York, donde enseña Literatura Comparada. Fue Quijano quien se interesó en sus clases y comenzó a frecuentarlas, atraído por la diversidad de estudiantes que María cobijaba y el clima de debate permanente que ella criaba. Así conoció María su trabajo teórico (“me tocó la imaginación”, confiesa ahora) y así también se atrevió a completarlo con un texto que publicó en 2006 y que Quijano abrazó como parte fundamental de su teoría.
En Género y decolonialidad María Lugones señala que el proceso de clasificación que se inició con la brutal Conquista, además de clasificar a la población mundial por raza la dividió por sexo. Antes no existía esa diferenciación poblacional. Ni hombres, ni mujeres: el genocidio no nos dejó siquiera palabras para nombrar qué éramos.
Así Quijano y Lugones nos dieron la posibilidad de pensar que si este mundo horrible que habitamos fue clasificado de una forma, y antes hubo otras, ahora que las crisis lo destrozan, podemos imaginar variantes más humanas.
Algo así como cambiar las numeraciones de la Avenida Don Bosco, hasta que sean menos desorientadoras y arbitrarias.
Mientras tanto, hay que recurrir a la intuición y a las vecinas para ubicar dónde vamos.
Llegamos.
La escena del crimen
la casa de la familia Lugones son, en realidad, tres que están enclavadas en un enorme predio que sostiene una chacra en medio del caótico asfalto del conurbano. La principal es imponente y de adobe. Son los restos de lo que fuera una enorme estancia en los años en que esa zona era indómita y rural. Allí se instalaba la familia Lugones con sus dos hijas y sus dos hijos, para pasar el verano. Allí, también, María aprendió a treparse a los árboles, patear la pelota y jugar rudo con sus hermanos varones, hasta que un día descubrió que tenían más fuerza que ella. “Me dio bronca. Mucha”, admite ahora, sentada en el living de la segunda casa ubicada a varios metros de la principal, y a pocos de la piscina: la que correspondería a los caseros. Eso significa que estamos en la escena del crimen y por eso mismo, para comenzar a hablar de la historia que le da raíces y alas a su teoría, María levanta el dedo índice y señala la pequeña ventanita con gruesas rejas que tiene frente. “Por ahí me pasaban la comida”.
Lo que comienza a contar María, entonces, es la historia de la cual somos hijas, nietas y hermanas. Lo que hizo con ella es, entonces, nuestra herencia.
Todo empezó cuando María comenzó a ir a la facultad, que inició a los 15 años porque terminó el secundario rindiendo dos años en uno. A los 17 conoció a un muchacho que la atrajo. Le pareció prudente anunciarle a sus padres que había decidido tener relaciones sexuales con él. “Todas las muchachas que conocía tenían relaciones sexuales, pero lo escondían. Y pensé: no está bien esconder. Por muchas razones. Pero una principal es de seguridad: puede pasar cualquier cosa y no podés pedir ayuda porque estás mintiendo”.
Lo dijo durante la cena.
Y esa noche su padre la encerró en la casa de los caseros.
“Estuve un montón de tiempo viviendo acá, solita”, dice ahora mirando fijo la pequeña ventana. Durante todo ese tiempo se fabricó con lo que tenía a mano una herramienta capaz de romperla. Cuando lo logró, escapó de madrugada y a la carrera. “Corrí hasta la parada del colectivo y le pedí al señor que me dejara pasar sin boleto, porque no tenía plata. Y entonces fui al centro a ver al muchacho. Y el muchacho y su padre me entregaron a mi papá. Y mi papá me metió en el auto. Iba mi mamá, no recuerdo si alguno de mis hermanos… y me llevaron al manicomio. Y en el manicomio me hicieron el tratamiento que me hicieron… nunca me vio un médico, psiquiatra, nada. Eran shocks insulínicos, que ahora están prohibidos. Después me ponían el chaleco de fuerza y me ataban a la cama. El colchón estaba lleno de agua porque transpirás mucho… Y después caía en coma… Y cuando caía en coma me daban azúcar por las venas para despertarme. En una de esas tantas caídas en coma, estuve inconsciente diez días. Ahí decidieron parar con los shocks insulínicos. Y comenzaron los electroshocks. Después, las pastillas. No me podía mover. El cuerpo no me respondía. Todos los días me tenía que decir: por qué estoy acá. Todos los días me tenía que repetir: no me van a domar. Mi preocupación era que no me arruinen el cerebro, porque ya no podía ni sumar ni restar. Cuando me venía alguien de mi familia de visita me traía libros, pero me los sacaban. Hasta que me trajeron un diccionario de inglés y no me lo sacaron. Así que pedí de otros idiomas. Y empecé a estudiar eso: idiomas. Y me convencí que eso me podía salvar el cerebro. Y de ahí me aferré. ¿Pero sabés lo que aprendí ahí de importante? Para darte un electroshock, primero te hacían hacer pis. Entonces, de forma muy perversa, en vez de avisarte que te llevaban a hacer un electroshock, te decían: “María: andá al baño”. Y vos ibas temblando, porque sabías lo que eso significaba. Y cuando volvías del baño, le decían a otra: “Ahora andá a vos”. Y entonces ya no sabías si te tocaba a vos o a ella. Y en medio de esa desesperación, de ese terror, había una mujer que siempre les respondía lo mismo: “No puedo porque estoy ocupada”. Y entonces se ponía a mover las manos así (María comienza a girarlas como en el juego Antón Pirulero) y eso era todo… pero era demasiado para una situación y un lugar así. No estaba solamente diciendo que no, sino diciéndoselo a sí misma, en una repetición que le hacía bien, que la calmaba, que la aislaba de eso. Y que, a la vez, te transmitía que en ese cuarto había algo más que violencia. Era una forma de poner en acto un sentimiento colectivo y de activar una fuerza que nos unía”.
Eso es para María la resistencia: sentir el yo colectivo.
Ahora cuando ya las lágrimas que compartimos durante la charla son un recuerdo, busco los datos que me faltan sobre el responsable de todo ese padecimiento. Sólo tengo un dato: el padre de María fue el primer decano de la Facultad de Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires. La web los completa: Zenón Lugones fue presidente del centro estudiantil en 1932 y presidente de la Federación Universitaria dos años más tarde. Y, habiendo sido reelecto como decano en 1962, renunció en 1966 para repudiar esa irrupción del gobierno de Onganía que pasó a la Historia como La noche de los bastones largos.
Género y palabras
“En el manicomio aprendí a leer la resistencia. Creo que todo el mundo resiste. A veces así, con el movimiento de las manos. No todo es palabra y en la resistencia, menos. Por ejemplo, si a una mujer la están violando, y ella sigue los movimientos del tipo con su cuerpo, yo lo veo como una resistencia para que el tipo acabe y se vaya”.
María sabe de qué está hablando: al salir del manicomio volvió a encontrarse con aquel muchacho. Y la violó.
No pudo contarle a nadie lo que le había pasado – ni el encierro, ni la tortura, ni la violación-, pero comprendió rápidamente que tampoco su entorno familiar podía soportar el peso de aquel silencio, así que ideó su escape de forma tal de conformar a todos: ir a estudiar al extranjero. A su padre la idea lo alivió, pero sólo si iba con aquel muchacho.
Y así fue.
Y así estudió Filosofía en la Universidad de California, y luego obtuvo un doctorado en Ciencias Políticas en la de Winsconsin. Su tesis fue sobre Moralidad y Relaciones Públicas.
Durante todo ese tiempo logró eludir la violencia de aquel muchacho gracias al refugio que representó vivir en los dormitorios universitarios, separados por sexo. “Nunca más me pudo pegar, nunca más me pudo violar. Comencé a tener voz propia, porque podía expresarme bien en inglés. Y a tener una presencia personal, no dependiente del hombre que estuviera a mi cargo. Fue entonces cuando me enamoré de Claudia Carl -que murió de cáncer de pulmón hace pocos años- y descubrí que era lesbiana”.
También descubrió al feminismo, y sus variantes raciales- blanco o de color- que encendieron su imaginación, creando una serie de trabajos teóricos que jamás fueron traducidos al castellano, porque derrumban muchos de los privilegios construidos por la burocracia de género. Explica María: “Comencé a pensar la palabra ‘género’ como la palabra con la que el eurocentrismo definía ‘humano’, es decir, como forma de nombrar solamente al hombre. Porque para la eurocentralidad, la mujer buguesa también era humana, por dos razones. Una, porque se suponía que era la responsable de enseñar la moral a sus hijos, porque a pesar de que no le reconocían la capacidad de filosofar sobre la moral, aceptaban que podía imponerla. Y la otra, porque podía tener hijos que eran ‘humanos’, de una manera que las mujeres proletarias no podían hacerlo, porque estaban percibidas más como máquinas de reproducción que otra cosa. Entonces el ‘género’ me apareció como una marca de lo humano moderno, atado al Estado Nación, a la ley, y al Hombre. Eso implica, por ejemplo, entender que el llamado feminismo blanco quiera tener todo lo que tiene el hombre blanco, incluyendo la autoridad para explotar a los demás. Pero también implica comprender que esas mujeres blancas y burguesas habían sufrido una forma de opresión que reside en el aislamiento, al estar encerradas en una casa con los hijos, mientras que las mujeres de color nunca tuvieron ese ámbito de opresión: la prisión fue muy distinta. Es decir, al mismo tiempo que la mujer blanca y burguesa tenía acceso a suficiente comida, ropa, albergue, también lo que le garantizaba todo eso era una especie de cárcel y padecía condiciones que enfatizaban su infantilización. En tanto, las negras o indígenas padecieron condiciones miserables, pero en términos que nunca le hicieron perder su sentido de pertenecer a una comunidad. No podemos hablar en términos de ‘igualdad’ -porque esas culturas no funcionan lógicamente con ese sistema, sino con la lógica de la oposición-, pero sí de compartir las mismas condiciones todos los integrantes”.
¿En qué sentido funciona esa otra lógica de oposición?
Más que una lógica debería decir cosmovisión. Y funciona en el sentido de que nada es separable de nada. Los humanos somos agua, bichos, aire. Y si pensás en términos de oposición el tema hombre y mujer, la complejidad de esa cosmovisión te advierte que son intercambiables, mutables, porque son fluidos. Se trata de un balance, siempre inestable y en movimiento. Pero incorporar esas posibilidades es realmente perturbador para el pensamiento occidental que se nos inculca desde los seis años. Si pensamos que el género es una parte de la modernidad occidental, y que entonces es una manera de opresión porque tiene una comprensión extremadamente rígida, que reproduce esa dicotomía, esa dualidad que es binaria, que es dura, ¿qué nos queda a las académicas, investigadoras, intelectuales? Nos quedamos sin palabras. Y si pensamos que cuando hablamos del feminismo no podemos hablar de “la mujer” porque no hay un sola manera de serlo y que el feminismo no es una mera cuestión biologicista, ¿qué nos queda? Nos quedamos sin sujeto.
¿Entonces?
Estamos en una transición intelectual, emocional y hasta física. Y es ahí donde hay que quedarse. En esa ambigüedad.
Ser y abrir
María sonríe.
Como una niña encantada y como una maestra que acaba de conducirnos hacia donde quería pero sin forzarnos, sólo haciendo pensar a partir de otros recorridos para lograr llegar a otros lugares y encontrarnos, finalmente, en el abrazo de la palabra. De una sola: ambigüedad. Bancarnos eso, quedarnos ahí, acunarnos en el movimiento que representa el sí, pero también y, tal vez, tampoco.
¿Es eso? Responde María, manteniendo la sonrisa: “Si la resistencia la pensás como oposición, es un caso. Pero si la pensás como tejido, es otro. Y se teje con lo que hay. Y hay malo y hay bueno. Y lo malo se ha incorporado a lo bueno, y viceversa. Eso es así. Pero también es así que en algún lado debe estar escondido nuestro yo comunal, aquello que nos hace sentir parte de algo inmenso. Si pudiéramos hacer florecer eso, todo sería distinto. Y eso no florece con palabras, quizá. Eso hay que hacerlo juntas. Si vos me preguntás cómo se hace el chuño no puedo enserñártelo bien con palabras: lo tenemos que hacer juntas. Hay ciertas cosas que tenemos que vivir sin palabras. Y una de esas cosas es pensar en el cuerpo y en la sexualidad sin palabras, porque eso sería definirlo con una identidad: lesbiana, queer, mujer, trans. Nuestro rol como pensadoras es estar hoy a lado de la gente. En silencio. Tenemos que reemplazar la rigidez de la Modernidad con el cuerpo a cuerpo, el mano a mano, tejiendo juntas el yo comunal. Tenemos que aceptar que nosotras, hoy, no tenemos una lengua que nos exprese. Toleremos esta transición sin cerrar nada. Abramos.
¿Y cómo abrimos?
Estando. Este momento no se trata de “ser” sino de “estar en…”
María está, por ejemplo, tejiendo resistencia desde hace años en una comunidad indígena de Nueva México, a donde llegó de la mano de la educación popular y a donde acaban de ganar una batalla contra una urbanización que les asesinaba el bosque nativo. Vencieron con asambleas y arte, con cortes y canciones, con guisos y proclamas poéticas. “Para llamar a las asambleas los más pequeños iban recorriendo el campo en bicicleta, gritando ‘mitting, mitting’… y así nos reunían. Fuimos al basurero y recogimos de ahí maderas muy grandes que pintó toda la comunidad. Colgamos esas maderas de los árboles y todas tenían colores preciosos. Nos llevó un año ganar esa batalla, pero fue un año hermoso”.
¿Cómo llegaste a esa comunidad de Nueva México?
Fue cuando vino a la universidad Myles Hortton (N de R: gran influencer de Luther King, entre otros políticos de su época) y nos invitó a trabajar allí. Y apenas llegué, me dijeron que estaban organizando una rifa. Les dije: “denme cien números”. Me miraron extrañados. No conocía a nadie. Pero empecé a recorrer casa por casa, una muy lejos de la otra, y así, esa rifa en la mano se transformó en mi forma de entrar a cada hogar, para escucharlos, para conocerlos y para comprenderlos.
¿Las vendiste todas?
Todas.
Lo cuenta y lo festeja como una niña que sonríe por la alegría de haber encontrado, finalmente, la forma de ser más fuerte.
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