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Crónicas del más acá: Detonador de sueños

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Por Carlos Melone.
El cruce carretero a Bolivia por Aguas Blancas/Río Bermejo es una extraña desolación, una tienda de ausencias. Generalmente, los cruces fronterizos con el antiguo Alto Perú son populosos y con algún matiz caótico.
No es el caso.
Tentados por la posibilidad de un cruce en completa armonía con nuestra irreductible vagancia, a pesar del crepúsculo frío y las muchas incertidumbres ya que, literalmente, no conocíamos un pomo, cruzamos. Los trámites aduaneros, erráticos e indecisos por ambas partes: sobra amabilidad y falta protocolo de acción. Unas planillas antes que otras, luego las otras antes que las primeras; falta lo que no hace falta para luego dejar de hacer falta.
Nada grave ni trágico, pero desconcertante. El desconcierto es parte de la identidad latinoamericana.
Hacemos noche en Río Bermejo (Bolivia), una ciudad intensamente despelotada, y al día siguiente partimos hacia Potosí.
La Villa Imperial de Potosí. El antiguo centro del Mundo Colonial; la Dama de Plata; la pieza más preciada del saqueo español.
Viajamos primero por la Yunga (nuestra selva tropical) cerrada y verde y luego por el Altiplano desolado y gris. Todo matizado con una intensa nevada, luego una lluvia pertinaz y a posteriori una densa niebla. Nos falta un buen terremoto y estábamos hechos.
En todos los puestos policiales, junto a los peajes, debemos detenernos y hacer firmar una planilla que deja constancia de nuestro tránsito por el país vecino. El trámite es sencillo y rápido. En una de las paradas un oficial – integrante de una fuerza equivalente a nuestra caminera o Gendarmería -le está pegando un tremendo levante a un boliviano que (parece) circula flojo de papeles. Lo reta como un padre enojado y nos pone de ejemplo a nosotros (que acabamos de hacer firmar los papeles por quinta vez) porque venímos cumpliendo las reglas, como corresponde. “Como puede ser que los señores que vienen de Argentina cumplen con las cosas como debe ser y con los bolivianos hay que andar renegando todo el tiempo”, protesta el oficial, asumiendo que el interdicto es un cánon de la bolivianidad.
Y asumiendo que nosotros, argentinos, somos el canon del cumplimiento de las reglas.
Bolivia está perdida definitivamente.
La inusual tormenta de nieve obliga a una escala nocturna en un pueblo cercano a Potosí, Vicente Camargo. Es un pueblo al que un Cristo enorme le da la espalda.
Los simbolismos un día nos van a dar un disgusto.
En un hostal coqueto y sobrio nos recibe Hortensia, tejiendo y sentada junto a la estufa: hace un frío que corta la esperanza.
Hortensia, 85 años, una elegancia traída de una familia adinerada, modos aristocráticos y combinación de una inmaculada cortesía con un fino humor, invulnerable a las inclemencias de la edad.
Hortensia hace a la mañana siguiente el desayuno, mientras mete la pata con el tema de las tarjetas para el pago, protesta porque todavía tiene que andar barriendo, se rie del Cristo de espaldas y cuenta historias de amores clandestinos en el antaño del pueblo: siempre rie, modosa y pícara, siempre alude, pero nunca dice. Un juego de sugerencias y relatos llenos de sapiencia.
Hortensia está cuidada de todos los cuidados, incluso de un hijo medio papamoscas (adjetivo que usa mi mamá) que regentea el Hostal y de un marido de 89 años, antiguo viñatero, señorial, muy educado, que vuela haciendo números y casi nos emboca con cálculos del peso argentino al boliviano y al dólar.
Un pirata cultivado.
Me quedo con Hortensia.
Partimos rumbo a la Villa Imperial del Potosí en un día soleado. Cuando llegamos a las afueras de la ciudad vemos una de las marcas registradas del país hijo de Sucre y Bolívar: mercados y puestos, por todas partes, donde se vende todo y ese todo tiene precios “conversables” en medio de una multitud.
Una periferia caótica donde el tono dominante es una frontera inquieta entre lo humilde y el vertedero.
Llegamos al corazón de la ciudad atravesando callecitas imposibles de angostas, donde la línea recta es una ilusión y errar una calle significa aparecer en el océano Pacífico. Un laberinto extraordinario, vertical, apretado.
El reflejo de que los españoles no la pensaron como ciudad: venían a llevarse el cerro e irse. Se quedaron. Y la ciudad creció como pudo.
Comenzamos a caminar a fin de buscar alojamiento y los más de 4.000 metros de altura nos obligan a buscar oxígeno. Un oxígeno que, igual que el amor, elude presentarse.
Al borde la extinción, encontramos un hostal muy cerca de la plaza central. Desde allí contratamos para el día siguiente una excursión a las minas del Cerro.
Vino nuestro guía: Yony.
Así: Yony.
Pequeño, moreno, modestamente vestido, propietario de una Van Suzuki posiblemente comprada antes de la conquista. Amable, muy instruido, ex minero (había trabajado en el socavón dos años) e hijo de minero. Predicador evangélico, aunque no abrió la boca al respecto, tal vez por ubicuidad personal, tal vez por advertir rápidamente lo peligrosamente perdidas que están nuestras almas.
Yony nos mostró las entrañas de la bestia: Cerro Rico, que sigue siendo explotado 470 años después.
Seis mil mineros aún le arrancan estaño, zinc y plata.
El Cerro les arranca la vida.
Arrasados por la silicosis, golpeados por el alcohol, gastados por el coqueo que los sostiene ante el sueño y el cansancio, pagan una silenciosa factura que se desliza bajo la puerta de sus vidas humildes. Muchachos jóvenes: el promedio de vida son 48 años y la muerte por silicosis significa una asfixia lenta, impiadosa, incurable. Silenciosos ante nuestra presencia, hablan poco entre ellos y ni una palabra en español. Conocen a Yony , quien les reparte sobrecitos de jugo, paquetes pequeños de galletitas y sobres con hojas de coca, que aceptan con leves sonrisas de niños tímidos y guardan en sus ropas polvorientas y blanquecinas, como fantasmas. También hay chicos en la mina. Hijos de los cuidadores. También hay perros, amables y mutilados, silenciosos como los mineros. Todos, nenes y pichichos, esperan ordenadamente su galletita.
Cumplimos el rito de recorrer unos cuántos metros de túnel, un mundo de senderos en todas direcciones. Después, la ceremonia de apagar las luces de nuestros cascos y permanecer en silencio en la oscuridad más absoluta y aterradora. Vemos los agujeros de preparación para esos cartuchos de dinamita que se pueden comprar en cualquier kiosco del barrio minero, con su respectivo detonador.
Cualquier persona puede comprarlos.
Cualquiera.
Los veo pasar a mi costado, empujando el pesado carrito minero. Son los hijos de la tradición más combativa del sindicalismo boliviano. Son los nietos de la revuelta del 52 cuando a puro cartucho de dinamita pusieron en fuga al ejército.
Son los hijos putativos de Domitila Barrios.
Son los descendientes de los miles de asesinados en las entrañas de ese cerro rebosante de plata, lleno de sangre que sigue matando.
Cuando salí me faltaba el aire.

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