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Alicia en este país…

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone.

“Estoy cansada” me dijo.

No se sentía bien y, mientras esperábamos el servicio médico domiciliario, miraba sucesivamente al techo y al piso, se ponía las manos sobre la cara y decía cosas del tipo: “Ay Dios, porque”.

Enfermera toda su vida, cada vez que algo le duele, se desarma;la enfermera desaparece y aparece Alicia, frágil, precaria, aniñada.

No actúa. 

Se desarma en serio. 

Y sufre.

Alicia ha tenido (y algo conserva) un carácter aguerrido, duro, sufrido. 

Hija de los vientos del Sur (nació en San Martín de los Andes) ha hecho lo mismo que todos nosotros: tomó algunas decisiones catastróficas, entre ellas dos maridos, uno peor que el otro, aunque ambos ya están en otra cosa.

También tomó otras decisiones que la persiguen hasta hoy.

Alicia va para los 87 años. 

Vive sola en un departamento a pocas cuadras de mi casa. 

Va la Universidad de la Tercera Edad; hace un curso de Historia de las Mujeres; anda de excursiones cortas cada dos por tres; es miembro de la comisión directiva de una institución muy ligada a la enfermería; ayuda a una institución que atiende chicos frágiles; ama a su único nieto. 

Es popular en todas las cafeterías de Lomas de Zamora: las conoce y te dice si en tal lugar el café es de Colombia, de Brasil o de Nueva Zelanda. 

Mozos y mozas la llaman por su nombre cuando entra a algún lugar. 

Es coqueta y le gustan los colores vivos y alegres.

Todo esto pre-pandemia.

Ahora dice que está cansada. 

Al encierro lo soporta con dignidad. Pero lo soporta. 

Y cuando algún engranaje de la máquina se complica, se desmorona.

Por supuesto, es mi mamá.

Una mamá complicada con la que nos quedarán cosas pendientes para la reencarnación. 

No todo se puede hablar.

El mejor gesto de amor a veces es el silencio.

Alicia lo sabe. 

También sabe de las decisiones que tomó y vive con ellas con lo que tiene y como puede. 

Me doy cuenta por cómo me mira muchas veces, con tristeza en sus ojos celestes. 

No dice nada y dice todo.

Hace ya unos años que la cuido. 

Poco, porque es muy autosuficiente. 

Pero el tiempo es implacable y la autonomía retrocede.

Todavía se la banca. 

Pero cada vez me reclama más que la merodee.

Llegaron los médicos, disfrazados de astronautas. 

La revisó una médica joven a conciencia y con un extenso interrogatorio. 

Una actitud inusual en servicios médicos donde, en general, te preguntan cómo andás, te dan una aspirina y te mandan al médico (otro).

Le indicó algunos estudios y la tranquilizó.

No tenía nada serio.

Cuando nos quedamos solos, a distancia física, como conferencistas de algún extraño simposio sobre el afecto, la miré largamente. 

Ella estaba a contraluz, con la mirada perdida por el ventanal.

Acomodé mi ánimo y haciendo mi mejor esfuerzo (le tengo poca paciencia), dulcemente la insté a que conservara la calma cada vez que le pasaba algo. 

Que eso de entrar en pánico apenas algo cruje era muy malo.

Lo sabe. 

Palabras inútiles.

Debería callarme.

Sé que la muerte aletea.

Que vivimos huyendo de ella, que no podemos mirarla a la cara porque encarna la eternidad que asusta.

La comparé con algunas actrices dramáticas y se rió. 

Redoblé la ironía y se rió con más ganas.

Alicia tiene una hermosa sonrisa. Alicia fue muy bella en su juventud y hoy hay un eco de esa belleza que enloqueció a dos hombres y posiblemente alguno más.

Un rato después le dije que me iba.

Ella siempre siente que molesta, que interrumpe mi vida y que nunca debió hacerlo. 

Jamás se anima a pedirme que me quede otro poco.

Otro de los desencuentros en una calle cortada: disfruto las charlas con Alicia: es vivaz, tiene excelente memoria y una narrativa ágil e interesante.

Pero siempre me quedo un rato y me voy.

No sé qué piensa Alicia en las noches de Pandemia y Cuarentena.

Cuando salí y le mandé un beso a distancia, me dijo: “Te quiero, hijo”

Hacía más de 40 años que no escuchaba esa oración.

Bajé lentamente por la escalera.

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