Sigamos en contacto

Mu153

Cartas desde el infierno

Publicada

el

Lo que escribió Lucas antes de aparecer ahorcado. Lucas Soraire, 17 años, murió ahorcado en un instituto de menores bonaerense. En esta investigación la familia comparte las cartas que escribió a su madre y hermanos planteando su esperanza de volver pronto a casa. La situación en los correccionales: torturas, suicidios y “descuidos”. Por qué cayó Lucas. Las no-respuestas de un funcionario y la voz de la familia. Por Facundo Lo Duca.

Cartas desde el infierno
Fotos: Lina Etchesuri

Cinco policías caminan erguidos y con los rifles en alto por el barrio Villa Dorrego en González Catán, La Matanza. Buscan una casa con el frente despintado y un portón de chapa en la entrada. Su objetivo es la captura de un joven de 17 años acusado de un supuesto robo seguido de homicidio. Hay un nombre: Lucas Soraire; también una foto: un pibe flaco, desgarbado, de rasgos afilados y mirada cálida. Detalle distintivo: tiene el tatuaje de una rosa en la mano derecha y el de una paloma en la izquierda. 

A la seis de la mañana, un cordón de efectivos bonaerenses con cascos y chalecos antibalas amuralla el ingreso de la calle Barrientos al 6400. Toman posición en la entrada de una casa. Dos se pliegan a un costado, dos al otro. A centímetros del portón, un quinto policía balancea hacia atrás un tubo de hierro largo y grueso. El sol comienza a brillar. La chapa vuela por los aires, y el ruido perfora la quietud matinal del Conurbano. 

El escuadrón entra.

Karina Soraire, 49 años, madre de diez hijos, despega la cara de la almohada y en la penumbra del cuarto ve la punta de un fusil a la altura de la cabeza de César, su hijo de 12 años, recostado sobre la misma cama.

Desde otro colchón en el piso, Lucas se levanta. El policía ve los pétalos grabados en la piel de una mano, las alas en la otra: no hay dudas. Lo devuelve al suelo de un saque y le precinta las muñecas. En el resto de la casa hay cuatro de sus hermanos en la misma posición: la frente tocando el piso, los brazos ceñidos en la espalda. El policía levanta al pibe de 17 años y encara hacia afuera.

–¿A dónde se lo llevan? ¡Él no hizo nada, oficial, no hizo nada!– lo increpa Karina.

–A la comisaría 19 señora– le responden–. Después se va para Nogués.  

–¿Qué es ese lugar? Déjenme abrazar a mi hijo ¡por favor!

Es lunes 20 de julio, seis de la mañana. Karina Soraire abraza a su hijo por última vez, rodeada de policías con armas de guerra. Un día después, el martes 21 de julio, Lucas –sin antecedentes penales o aprehensiones previas– es trasladado por orden de la Justicia al Centro de Detención para menores Pablo Nogués, en Malvinas Argentinas. 

La institución tienea graves denuncias de organismos de derechos humanos: hacinamiento, agresiones físicas por parte de los celadores, reclusiones extensas y sin criterio e incluso el agua contaminada. Allí fue detenido Lucas de manera preventiva por 180 días a la espera de una sentencia firme por su causa, dado que su mamá había apelado su imputación a través de una defensora estatal. Las visitas se habían prohibido por la pandemia. Un mes después –el 28 de agosto– un asistente social de Nogués lo encontró ahorcado con una sábana en el baño de celda. Al mismo tiempo, en otra celda, otro menor intenta quitarse la vida, pero no lo consigue. 

Entre las pocas pertenencias de Lucas –no tenía celular y su ropa cabía en una bolsa–había diez cartas escritas para diferentes integrantes de su familia y que nunca habían sido entregadas. 

Cartas desde el infierno

Carta a mamá

“Mamá, me dieron 180 días. Te pido perdón, pero yo no hice nada. Los voy a extrañar mucho a todos. Estoy mal y tengo miedo. Escribo esto entre lágrimas. Ahora estoy solo en mi celda, pero cuando terminen los 14 días de aislamiento por el coronavirus me suben a los módulos con el resto de los pibes. Hay algunos que ya son mayores. También estoy triste por mi novia. Tengo miedo de que se canse de esperarme y me deje. Ojalá todo esto pase rápido y pueda volver a casa. Es muy feo estar alejado de vos, mis hermanos y sobrinos, pero tengo que ser fuerte. No puedo demostrar mi dolor acá adentro. Te amo, mamá”.

La familia Soraire no volvió a ser la misma tras el violento allanamiento de la Bonaerense. César, de 12 años, hermano de Lucas, se despierta agitado por las noches al soñar con el policía que le apuntó directo a la frente. Karina sufre ataques de pánico cuando escucha el portón cerrarse de un portazo. Marcos, de 31 años –el mayor de los nueve hermanos– quiebra en llanto sin motivo y en cualquier lugar. Sin embargo, en una tarde cualquiera de noviembre, la mayor preocupación de la familia es encontrar vasos.

–Mamá, hacen vasos para vender y no hay ninguno en la casa. ¿Cómo puede ser?

Dice Marcos. Es robusto, la frente ancha y los ojos verdes. Karina lo mira y se ríe. Ella se dedica a la fabricación y comercio de vasos artesanales. Con el flaco ingreso que recibe mantiene a buena parte de su familia. En ese contexto –con más carencias que lujos– nació y se crió Lucas. 

–Él siempre iba al comedor del barrio y traía la comida para todos cuando no teníamos nada. Era muy amoroso. Cuidaba todo el tiempo a sus hermanos, a sus sobrinos y a su novia. Todavía no entiendo cómo pasó todo lo que vinos después –dice Karina.

En la mesa marrón de la cocina hay un vaso de vidrio con la etiqueta de Coca Cola –que alguna vez fue una botella–, migas de pan, una pava desgastada y un paquete abierto de galletas. También, retratos: Lucas en un primer plano con un cigarrillo en la mano derecha mostrando su tatuaje de la rosa; Lucas sin remera, al lado de su madre y con la mano en el mentón mostrando la rosa; Lucas con un hermano, un sobrino y, de nuevo, la rosa.

–Le encantaban las flores –cuenta Marcos–. Cuando se hizo el tatuaje a mí no me quería decir por miedo a que lo retara. Yo siempre fui como el hermano protector, pero también el que lo cagaba a pedos. Él sabía que no se podía mandar cagadas porque ahí nomás lo agarraba. Por eso siento culpa. Me cansé de decirle que no siguiera juntándose con esos pibes. Porque ese día los culpables fueron otros, y ahora ellos están libres y mi hermano, en un cajón.

Ese día fue el 27 de mayo a las siete de la tarde. Según cuenta su hermano, Lucas estaba con cuatro amigos comiendo unos panchos a unas pocas cuadras de su casa. El lugar era un ATR, un popular kiosco matancero abierto las 24 horas. Desde ahí, el grupo ve venir en bicicleta a Elías Damián Goglio por la Ruta 3, la avenida principal que une a González Catán con Capital Federal. Tres de sus amigos –los que Marcos quería alejar de la vida de su hermano– deciden ir a robarle. Lucas y el amigo restante se niegan. El trío, entonces, se aparta y apura el encuentro con el ciclista. Damián Goglio adivina rápidamente sus intenciones. Intenta esquivarlos a como dé lugar, pero la maniobra lo deja en la mano contraria al tránsito y con un colectivo viniendo de frente. El choque le produce una muerte instantánea. Los tres jóvenes levantan su billetera, la bicicleta y huyen de la escena del crimen. Lucas y el otro los siguen por detrás. En la orden de captura de la Policía él figura –junto con Abel Vega y un tal “Peuyin”– como uno de los autores del robo y homicidio. Los otros tres, ese día, se dieron a la fuga y nunca fueron detenidos. Lucas, ese día, volvió a su casa.

–Él me decía: mamá yo no fui– sigue Karina, apretando contra su pecho una foto de su hijo–. Si me vienen a buscar, acá voy a estar, pero yo no fui mamá, decía. No era un asesino. Tuvo malas amistades, como las tiene cualquier chico, pero no era un asesino. 

Un silencio en la cocina apacigua el ambiente. Los ojos de Marcos y Karina se empañan. La luz pálida de la tarde inunda los espacios vacíos y amplios de la casa. Desde el patio se oyen murmullos de palomas.

–Ese hombre (Damián Goglio) tenía hijos, sobrinos, madre, padre. Yo quiero justicia por él, pero con los culpables libres no la va a conseguir. La policía por darle tranquilidad a una familia destruyó a otra –dice Marcos–. Porque a mi hermano lo mandaron al peor lugar de todos.

Cartas desde el infierno

Un “descuido” mortal

En 2019, tras finalizar la gestión de Cambiemos en la Provincia de Buenos Aires, las autoridades de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM) –un  ente autárquico estatal integrado por referentes de los derechos humanos– habían realizado 107 inspecciones en diferentes centros de detención para jóvenes, ante las denuncias por violencia física, hacinamiento y otras vejaciones. En total, entre 2015 y 2019, se presentaron 36 habeas corpus colectivos denunciando la violencia estatal ejercida durante el encierro. Durante esos cuatro años, además, la CPM registró 1.103 hechos de tortura y malos tratos –un promedio de 275 por año– en 19 de los 21 centros. También hubo muertes: tres menores alojados en los institutos de Araoz Alfaro, Virrey del Pino y Pablo Nogues. Dos de ellos se suicidaron –uno en Nogués– y a otro lo asesinaron en una pelea entre internos. En ningún caso se determinó la responsabilidad del Estado.

Nogués es escenario de muchas de esas denuncias.

–Mirá, yo te puedo asegurar que muchos chicos prefieren estar en Nogués antes que en otro lado por el trato que reciben. Siempre digo lo mismo: no somos ni peores, ni mejores. Somos distintos.

Juan Miranda, ex director de Pablo Nogués entre 2017 y 2020, habla en presente cuando se refiere a su gestión. Dejó su cargo pocos meses después del suicidio de Lucas en agosto, dado que su puesto se concursa por periodos.

–Mi paso por Nogués fue bueno, la verdad. Mi antecesor había dejado un instituto bien acomodado. Lo que hice fue continuar eso, pero con una impronta mía– detalla. 

Durante su gestión hubo dos suicidios, varios intentos, motines y denuncias por violaciones a los derechos humanos. Al referirse a lo sucedido con Lucas, Miranda resume su muerte en una frase. 

–Nos descuidamos cinco minutos.

Ese día, cuenta el exdirector a MU, Lucas había exigido hablar con su psicóloga luego de una discusión con otro interno. Para cuando la fueron a buscar, él ya estaba colgado. Si bien los enfermeros lo bajaron para tratar de revivirlo, no hubo nada que hacer. 

–Por lo general Nogués tiene una metodología de trabajo que no permite que le pase nada a ningún joven. Supongamos que vos y yo nos peleamos. No hay sanción disciplinaria para ninguno. Solucionamos los problemas a través del diálogo y eso no lo hacen todos.

El 19 de agosto, dieciséis jóvenes del instituto realizaron un motín en un sector en reclamo de, entre otras cosas, medidas de higiene y más comunicación telefónica con sus familiares tras la suspensión de las visitas por la pandemia. Aquel episodio culminó con una toma de rehenes y la presencia de un juez en el lugar.

–Nosotros nunca recibimos ningún tipo de denuncia, ni nada, por maltratos. De hecho, tenemos una buena relación con los organismos de derechos humanos y los jueces. Nuestras puertas estuvieron siempre abiertas.

Por esas mismas puertas, el 27 de febrero, un equipo de la CPM entró a Nogués. Los especialistas mantuvieron entrevistas confidenciales con la totalidad de los internos de los módulos 1 y 3. A este último llegaría Lucas cuatro meses después. El informe del organismo arrojó detalles escalofriantes: los chicos pasaban entre 20 y 21 horas encerrados en pequeñas celdas con olores pestilentes; había jóvenes en calidad de “detenidos”, como si fuera una comisaría; existían graves situaciones de violencia por parte de los celadores; la comida era insuficiente y el agua no era recomendable para “consumo humano”. 

La pandemia agravó estas situaciones, entre otras cosas, porque provocó que los menores pasaran más tiempo recluidos. Los talleres de recreación se suspendieron y solo podían hablar con sus familiares a través de un celular de la institución o, quien tuviera, del suyo. Apenas una semana después, en otro instituto de la provincia, un joven de 17 años también se quitó la vida.

En la causa judicial por la muerte de Soraire, los testimonios de un directivo y una trabajadora social revelan que, un día antes de ahorcarse, Lucas les confesó a ambos que estaba triste y que extrañaba a su familia.

–Mirá, yo hace 20 años que trabajo con menores. Mi experiencia dice que cuando el pibe va a hacer algo, no te lo dice. Pasamos momentos muy duros acá adentro también. Por lo general, cuando se llega a una situación tan extrema, ellos no te lo dicen. 

–Pero Lucas les avisó a dos personas que estaba triste un día antes de matarse.

–Sí, pero son más de 50 pibes que están tristes. Están encerrados, no reciben visitas. No sé qué podría pasar por esa cabecita. 

Las cartas de Lucas hablan por sí mismas.

Cartas desde el infierno

Carta a mis hermanos

“Hermanitos, los extraño mucho. Tengo fe de que en unos meses vamos a estar juntos de nuevo cuando se sepa que yo no hice nada. Este lugar es muy feo. Arón vos tenes que cuidar a César ahora. Yo sé que algunos de ustedes están enojados conmigo, pero yo los amo. Les pido perdón si piensan que hice algo malo. Les prometo que cuando salga no me voy a alejar más de ustedes. Tengo mucho dolor ahora y dejé de reír desde que nos los veo. Sé que voy a ser feliz y mi corazón va a sanar cuando vuelva a casa. Cuando sea libre, hermanos”.

El sonido hueco de aleteos enjaulados es constante en el techo de la casa de los Soraire. Hay unas 20 palomas guardadas en pajareras separadas. Marcos inicia la apertura de las pequeñas celdas. Una por una las aves despliegan las alas, toman impulso y de un salto se pierden en el cielo de González Catán hasta volverse manchitas contra el fondo celeste. Marcos es colombófilo desde los 14 años, es decir, se dedica al adiestramiento de palomas para diferentes competiciones. Las que acaba de soltar, volverán a sus jaulas en apenas minutos.

–Lucas era un apasionado de las palomas. De chiquito me seguía a mí y le fui enseñando. Sabía criar cualquier tipo y adiestrar. Esta era una de él, mirá– dice y señala un ave blanca agazapada sobre la reja de su jaula. En una de sus patas lleva un anillo con las iniciales de su dueño: L.S.

–En la esquina de casa voy a pintar un mural de mi hermano. Va a tener su cara con un fondo de rosas y palomas –cuenta–. Así lo puedo ver cada vez que salga de casa: a Lucas lo quiero ver sonriendo.

Mu153

Un lugar en el mundo. Alpa Corral, Córdoba, después de los incendios

Publicada

el

En un pueblo serrano, reserva de bosque nativo, conviven las lógicas, estrategias y responsabilidades que grafican qué enciende y quién apaga los fuegos. Las particularidades y las sospechas. La organización y el rebrote. Lo que se pierde y lo que se revela cuando las llamas rodean.

(más…)
Seguir leyendo

Mu153

Chubut contra la megaminería: la rebelión del NO

Publicada

el

La situación de Chubut empeora minuto a minuto con la decisión del gobierno provincial y la presión nacional por aprobar la minería a cielo abierto pese al rechaza y la falta de licencia social. Es uno de los conflictos sociales más impactantes de la época. Ante una nueva avanzada de la minería en una provincia rica pero fundida por la clase política, las comunidades se movilizan planteando que no hay licencia social para las falsas soluciones que promueven las corporaciones, el gobierno provincial y el nacional. Todos los ”Sí” de Chubut: democracia genuina, agua, trabajo digno, naturaleza, bienes comunes, salud, defensa de la vida y de otros modos de producción.

(más…)
Seguir leyendo

Mu153

Tulliworld: abusos y percepciones

Publicada

el

Por Nancy Aruzza

“El discapacitado se abusa” es una afirmación que suelo hacer. A partir del momento en que empecé a formar parte ostensiblemente de la legión tullida, empecé a observar con detenimiento el comportamiento de otres tullides. Antes, sospecho que les ignoraba como buena bípeda normal que era.

La persona tullida suele estar convencida de que nadie ha sufrido tanto como ella; entonces, con esa convicción, se maneja con cierta impunidad en algunas situaciones. Claramente, el entorno  familiar, primero, y el social después aceptan con indulgencia el abuso pensando, en muchas ocasiones, “qué le voy a decir si mirá cómo está…”

Ejemplo clásico: si estoy en una fila aguardando a ser atendida habrá siempre alguien que intentará obligarme a pasar primero. Ante mi negativa, generalmente se dirá con vehemencia: “¡Pero es tu derecho!”. Y yo responderé: “Es mi derecho pero no es mi obligación”, con una sonrisa forzada.

Por supuesto ha habido quienes me han querido ceder el lugar con sincera amabilidad y han aceptado tranquilamente mi agradecimiento y mi negativa.

Pero siempre está el representante del ejército de la buena conciencia (en mi experiencia, siempre varones cis de más de 40 años) que no conciben la posibilidad de que me rehúse.

El factor sorpresa también actúa, claro. Quizá la mayor parte de les tullides aceptan con gusto suprimir la espera aunque tengan la misma posibilidad que el resto de aguardar pacientemente. Y ahí es cuando se activa eso de “estoy tullide y sólo por eso merezco pleistesía” por un lado y el ya mentado “qué le voy a decir si mirá cómo está…”, por el otro.

Ambas actitudes me colman de hartazgo. Ciertas estrategias de manipulación no son sólo propias de les tullides, claro, pero cada quien haga su lista como tarea.

Atravesar situaciones complejas, incluso dolorosas y traumáticas, no necesariamente nos convierten en humanes maravilloses, mejores que aquelles que no han atravesado lo mismo.

Intentar sacar ventaja jugando con la lastimosa percepción que puede existir sobre nosotres sólo logrará que esa percepción se perpetúe.

Seguir leyendo

LA NUEVA MU. La vanguardia

La nueva Mu
Publicidad
Publicidad
Publicidad

Lo más leido