Por Susy Shock. Ilustración: Anahí Bazán Jara.

A mi lado iban sentadas dos maricas que no conocía, una teñidísma y otra con todas las raíces crecidas; no sabía sus nombres, pero igual íbamos agarradas de la mano, dándonos aliento y haciendo fuerza para que el tren no pare, para que siga su rumbo hacia la próxima estación, a donde sabíamos que una nueva batalla comenzaría en eso de pelear para que no suban los otros, para que esos otros no usurpen nuestros espacios; seguramente estarían agolpándose entre las vías con tal fin. 

Para eso, las travas más fuertes, armadísimas de herramientas y utensilios varios, entrenadas para la ocasión, ocupaban los roles estratégicos de cuidar puertas y ventanas mientras en el centro de cada vagón las más viejas, sentadas entre las infancias, contaban cuentos de lo más fantasiosos sobre un mundo nuevo en donde se podía ser feliz y en donde nadie era capaz de producir ninguno de los daños horrorosos hasta aquí conocidos. 

Esas travas nodrizas, gigantes y enlunadas –sobre todo en eso de la inventiva– también les servían tazas con abundante mate cocido y unas galletas dulces y enormes cuya fórmula de cocción las hacía eternamente duraderas, ingredientes también travas en eso de que todo tiene que durar, sobre todo tratándose de un cataclismo planetario.

Alguien cantó, despacito, a Gilda, y de repente todas en el tren, como en un rezo pagano, nos sumamos a la canción.

Tú, no podrás faltarme cuando falte todo a mi alrededor

Tú, aire que respiro en aquel paisaje donde vivo yo

Tú, tú me das la fuerza que se necesita para no marchar

Tú me das amor…

Y de repente, ese tren repleto de travas e infancias libres, por ese rato, era los más parecido al amor, ese amor que ninguna había soñado tener cerca jamás.