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Un mundo sin Carla, por Selva Almada

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Selva Almada relata la historia de Carla Soggiu. La escritora narra para MU sus reflexiones y conversaciones con la familia de una víctima de femicidio: Carla Soggiu. La vida de sus padres y de sus hijos, hoy. La cadena de violencias que termina en el desastre. La responsabilidad del Estado, y la memoria como magia. Por Selva Almada.

Un mundo sin Carla, por Selva Almada
El mural dedicado a Carla en Pompeya. Foto: Lina Etchesuri

La familia Soggiu sigue viviendo en la calle Domingo Cabred, en el barrio de Pompeya, donde crecieron sus hijas. Enfrente vivía Carla con su pareja y sus dos hijos. Y en la esquina su hermana menor, Giuliana. El 19 de enero de 2019 Carla llevaba cuatro días desaparecida. Rosana y Alfredo, sus padres, estaban en lo de Giuliana, que estaba embarazada y había comenzado con los dolores de parto. Desde el primer piso de la casa se puede ver la calle, y desde esa ventana Alfredo vio cómo se juntaban vecinos y aparecía un patrullero. Bajó sin decirle nada a su otra hija y caminó hasta el pequeño tumulto, hacia la peor noticia de su vida. Habían encontrado a una muchacha muerta en el Riachuelo y podía ser Carla. La reconocieron por fotos: un tatuaje, un piercing… fragmentos chiquitos del cuerpo de su hija que ya no estaba en ese cuerpo.

Giuliana se fue a parir sin saber nada y cuando llegó al sanatorio, en el plasma de su habitación vio la noticia. Su hija llegó al mundo sin su tía. El cuerpo de su hermana empezaría a ser solo eso, deshabitado de ella, “el cuerpo hallado sin vida” de los titulares de diarios y noticieros; el cuerpo en la morgue; el cuerpo objeto de una autopsia.

Tres años después, Giuliana también se fue del barrio: dejó un buen trabajo, se fue a vivir al sur. No soportaba seguir pasando por todos los lugares donde pasó miles de veces con su hermana.

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La puerta de la casa de los Soggiu.

De la puerta de la casa cuelga un pañuelo blanco estampado con la cara de Carla (el cabello corto, anteojos, una sonrisa luminosa) y las palabras “verdad y justicia”. Amaneció lloviendo y todavía chispea. Los fresnos de la calle tienen las hojas amarillas. Un día típico de comienzos del otoño. Golpeamos y Alfredo entreabre la puerta, conteniendo a tres perritos blancos que ladran y quieren salir a la vereda. Nos pide que esperemos un momento, se lleva a los perros, vuelve, nos hace pasar. Es la casa de su cuñado, antes fue la del padre de Rosana. Ellos viven atrás, pero justo Alfredo, de vacaciones, está pintando la cocina.

Pregunta si queremos café, lo tiene ya preparado; si queremos agua: saca de la heladera un par de botellitas de agua mineral… dice que tuvo que aprender que hay que tener agua y café para recibir a los periodistas y sonríe, una sonrisa rápida. También en estos años aprendió a ir a los juzgados, a reclamar, a golpear puertas, a hablar con funcionarios, a pedir audiencias, a hacer trámites, a juntarse con otras familias a las que también les mataron una hija.

“La primera vez que abracé a Marta (la mamá de Lucía Perez) no tuvimos que decir nada. Cientos de personas me dijeron: lo siento, te acompaño, pero Marta sabe”.

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En la agrupación Familiares Sobrevivientes de Femicidio, los padres de Carla encontraron acompañamiento, información, fuerza para seguir peleando por justicia. Alfredo dice que esto no es solo por sus hijas, sino por las hijas de todos, “por las que vendrán”, dice. La estadística confirma esa certeza amarga: el año en que murió Carla hubo 252 femicidios (253 porque su muerte no fue considerada un femicidio por la justicia); 310 en 2020; y 325 en 2021. Desde la agrupación le escribieron ya veinte cartas al presidente Alberto Fernández: le piden una audiencia, que los reciba, que los escuche. Sin embargo ninguna de estas cartas tuvo respuesta.

“La última que le mandamos lo felicité por el nacimiento de su hijo. Porque una cosa no quita la otra. Y porque pensé que así tal vez lo conmovía”.

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Rosana entra a la casa, a la conversación, con el pelo largo, suelto, mojado y con el barbijo puesto. Durante un rato solamente veré sus ojos, sin saber cómo es el resto de su cara. Acepta sentarse con nosotros solo un momento porque tiene que ir a buscar a su nieta a la escuela. 

Ámbar tenía 2 años cuando murió Carla, todavía no había dejado los pañales ni sabía hablar. El día que su padre ató a su madre, la golpeó ferozmente en la cabeza y la violó, la nena estaba en la casa con ellos. Ese día justo después de Navidad, el 26 de diciembre y cuando faltaban apenas cinco días del plazo que se habían dado Carla y Sergio Fuentes para separarse definitivamente, tal vez porque faltaba tan poco para dejar de tenerla al alcance de su mano, Fuentes puso en escena la última demostración de su violencia machista. Cuando Carla logró liberarse, tomó a su hijita en brazos y no fue a la casa de sus padres, que quedaba cruzando la calle, sino que encaró decidida hacia la comisaría a denunciarlo.

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Selva Almada (centro) con Alfredo y Rosana, que crían a sus nietos mientras siguen reclamando justicia.

Ángel, su otro hijo, tenía 5 años y pasaba mucho tiempo en lo de los abuelos. Alfredo dice que el nene hablaba hasta por los codos y que Fuentes lo sacaba de la casa para que no viera ni contara lo que le hacía a Carla. En un par de semanas Ángel va a cumplir 9 años, fue elegido el mejor compañero en el colegio y en la escuelita de fútbol. Festejar el cumpleaños después de la muerte de su mamá y tras dos años de pandemia es todo un evento para él y también para Rosana. Ella cuenta, como quien cuenta una travesura, que ya prepararon todo, las sorpresitas, las invitaciones, todo.

Son dos ansiosos, dice Alfredo: cuando llegue el día las golosinas en las bolsitas van a estar húmedas. 

A Fuentes lo detuvieron enseguida. Sin embargo, los días posteriores en la vida de Carla fueron de mucho ajetreo: los trámites; trabajar volanteando y limpiando casas; soportar el acoso de la familia de su ex marido que la interceptaba en la calle pidiéndole explicaciones, amenazándola, diciéndole que cómo había sido capaz de hacerle eso a Sergio. En ese torbellino de cosas dejó para después, cuando estuviera más tranquila, la visita al médico. Porque luego de la golpiza, sobre todo golpes en la cabeza, ahí donde Fuentes sabía que tenía la válvula, Carla de a ratos se sentía mareada, confusa. Rosana le insistía para que fueran a consultar al médico y ella que sí, que pronto, cuando escampara un poco.

A los 15 años le habían detectado una hidrocefalia avanzada. 

Le hicieron una tomografía y ahí vieron que tenía un monstruo, dicen sus padres. Los especialistas no se explicaban cómo no estaba parapléjica. Había que operarla con urgencia y la familia movió cielo y tierra para hacerlo. Les pregunto si ella tenía miedo y me dicen que no, al contrario, ella les daba ánimos a ellos. La cirugía fue un éxito.

El especialista que la atendió les había dicho que después de la operación Carla sería otra, una nueva, diferente. Y en cierto modo fue así. Alfredo no sabe si por la cirugía en sí o porque justo coincidió con la adolescencia, los cambios en el cuerpo, los primeros chicos.

Tiempo después conoció a Fuentes, un muchacho rollizo, hijo de un policía, que trabajaba medio tiempo en un supermercado. Aunque no les caía bien ni entendían por qué Carla se había enamorado de él, sus padres no se opusieron. Habían criado a sus dos hijas con libertad, les habían enseñado que eran dueñas de sus destinos, que ellas decidían.

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Rosana sale y vuelve al ratito con Ámbar. La nena se pone tímida cuando nos ve y recién saluda a Alfredo cuando él le reclama dulcemente: ¿no vas a saludar al abuelo? Cuando ella se acerca para abrazarlo, él le dice “mirá, trajiste una hoja pegada en la suela”, y saca la hoja de fresno, un pedacito de otoño en los pies de su nieta. Ángel va a una escuela de jornada completa, todavía faltan unas horas para la salida. Rosana reparte su tiempo entre las escuelas de los chicos, llevarlos, traerlos, y las actividades de cada uno: patín, fútbol. Antes tuvo la misma dinámica con Carla y Giuliana: estudiaban dibujo, idiomas. Pero además de la escolaridad de los chicos, también se ocupa de tramitar una y otra vez, cada dos, cada seis meses, la Asignación Universal, la única ayuda económica que los hijos de Carla reciben del Estado. Como su muerte no se caratuló como femicidio, los nenes no pueden acceder a la pensión de la Ley Brisa.

En 2018 a Rosana le diagnosticaron cáncer y estuvo buena parte del año con un tratamiento. Alfredo reunió a sus hijas y les pidió ayuda. Ahora los dos piensan que estuvieron tan pendientes de la salud de Rosana que no pudieron ver que a pocos metros su hija vivía la última parte de su infierno doméstico.

No me hubiese contado para no preocuparme, dice Rosana. “Siempre entraba dando un portazo. Hola, bruji, me gritaba desde la puerta”. Ese año pasaron mucho tiempo juntas porque Carla la ayudaba con las tareas de la casa.

Yo no iba casi nunca a su casa, dice Alfredo. Solo en ocasiones obligadas como un cumpleaños o una navidad. No soportaba verlo a él jugando a la play todo el día, sentir la suela de los zapatos pegándose en los pisos. La degradación lenta de la violencia de género: expulsar a la familia, cortar lazos, aislar a la víctima.

Alfredo reflexiona que al fin y al cabo la lógica del Estado se parece bastante: a quien se la aísla en un refugio, la que tiene que esconderse y cambiar sus rutinas y las de sus hijos, es la mujer violentada mientras los abusadores siguen en la calle.

Rosana sospechaba que pasaban otras cosas: dos por tres su hija tenía moretones visibles y cuando le preguntaba Carla le restaba importancia: se había golpeado contra un mueble. Cuando la llamó desde la comisaría ese 26 de diciembre de 2018 para decirle que Fuentes la había golpeado y violado y que estaba allí para denunciarlo, las sospechas se volvieron certezas. La conmovió tanto lo que Carla le estaba contando como su valentía: le había pasado, pero iba a denunciarlo, lo iba a meter preso.

La posibilidad de una vida nueva, empezar de nuevo, salir fortalecida. Fuentes detenido y ella con un botón antipánico, el amuleto que le dio el Estado para protegerse. Este pequeño dispositivo que permite auxiliar a una mujer en problemas empezó a utilizarse en la ciudad de Buenos Aires cuando Mauricio Macri era Jefe de Gobierno. Carla lo recibió unos años después, cuando Macri era presidente y Horacio Rodríguez Larreta llevaba su primer período al frente de la ciudad.

El día que Carla no pudo volver a su casa, activó cinco veces el botón antipánico que aparte de geolocalizar a quien lo acciona tiene la capacidad de registrar conversaciones o sonidos del ambiente que luego pueden utilizarse como prueba en un juicio, por ejemplo. Carla logró comunicarse con el operador: estaba perdida, sabía dónde vivía pero no cómo llegar, estaba en una villa, había barro, estaba sentada en el barro, no sabía cómo salir de ese sitio. Cada vez que ella accionó el botón, el GPS (que no funcionaba porque el contrato con la compañía que se encargaba de que funcionara se había terminado unos días antes y el Gobierno de la Ciudad no lo había renovado ni había contratado a una compañía nueva) condujo al patrullero una y otra vez a la puerta de la casa de Carla, justo allí adonde ella no sabía cómo llegar.

Lo último que registró el aparato fue el sonido del agua. El Riachuelo, donde cuatro días más tarde un empleado municipal encontró su cuerpo.

Aunque la sucesión de hechos es tan clara para cualquiera, para la justicia una cosa no tiene que ver con la otra: Sergio Fuentes fue condenado a seis años de prisión por violar a su ex pareja pero no se tuvo en cuenta el agravante del vínculo. Tampoco se tuvo en cuenta que la paliza que le dio antes o durante la violación dañó la válvula que Carla tenía en la cabeza y que le permitía llevar una vida normal. Ni que, dañada la válvula, ella tuvo el episodio que la llevó a morir ahogada en el Riachuelo. Ni que también falló el botón antipánico, el aparatito al que Carla se aferró hasta el último minuto.

Rodríguez Larreta y Santilli son culpables, sostiene Alfredo. El Jefe de gobierno de la ciudad y su entonces vicejefe son el Estado que debió proteger a Carla y a las tres mil mujeres que en ese momento tenían un botón antipánico.

Mientras charlamos dejó de llover y salió el sol. Caminamos con Rosana, Alfredo y Ámbar unas cuadras hasta el mural que le hicieron a Carla en el barrio: ella sonríe entre flores y colores alegres. Ámbar sabe que esa chica del dibujo es su madre. ¿Qué recordará de ella? ¿Se acordará de ese día, de su padre golpeando y violando a su mamá? Ella estuvo ahí con Carla. El Estado, además de desestimar su muerte como femicidio, además de ser responsable de que el GPS del botón antipánico no funcionara, además de no ayudar económicamente a Ámbar y a su hermano Ángel, tampoco les dio contención ni asistencia psicológica. Entonces nadie sabe qué recuerda Ámbar ni qué impacto tendrán esos recuerdos a lo largo de su vida. Ojalá, a pesar de todo, los recuerdos luminosos logren imponerse sobre los otros, ojalá sea como escribió Ángel hace unos días, en una tarea de la escuela por el Día de la Memoria: “Los recuerdos pueden ser mágicos. Como me pasó a mí cuando recuerdo a mi mamá que ya no está con nosotros, todavía la puedo ver en mi corazón”.

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