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Mujeres sin veneno: encuentro de pueblos fumigados en San Miguel del Monte

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Tres mujeres de distintos pueblos azotados por las fumigaciones fueron las protagonistas de un encuentro que permitió tender puentes en común entre las distintas experiencias de organización y lucha vecinal contra los agrotóxicos, el agronegocio y la complicidad estatal. Un combo que, en contraposición, suele estar liderado por hombres. La Matanza, Pergamino y Lobos, parte del modelo tóxico bonaerense resistido por ellas que estudiaron derecho, reúnen evidencia y discuten los falsos eslóganes para defender lo elemental: la vida. Por Florencia Paz Landeira.

Mujeres sin veneno: encuentro de pueblos fumigados en San Miguel del Monte
Erika Gebel (Virrey del Pino, La Matanza), Florencia Polimeni (Lobos) y Sabrina Ortiz (Pergamino), tres de las mujeres que encarnan la denuncia contra el modelo tóxico en la provincia de Buenos Aires. Fotos: Sebastian Smok

Se miran, se abrazan, se sostienen en el sentido más literal de la palabra. Es la primera vez que se ven en persona, pero se reconocen en sus experiencias, en sus dolores y, sobre todo, en su lucha. Erika Gebel (Virrey del Pino, La Matanza), Florencia Polimeni (Lobos) y Sabrina Ortiz (Pergamino) son tres de las mujeres que hoy encarnan la batalla contra los agrotóxicos en la provincia de Buenos Aires. Hoy las reúne una mesa sobre ecofeminismo en el marco de un encuentro regional de pueblo fumigados, organizado en San Miguel del Monte; pero desde hace años sus vidas están, en varios sentidos, entrelazadas.

    Sus cuerpos, los de sus familias y barrios narran una historia común, de desigualdad socioambiental y violencia institucional, de padecimientos corporales y de territorios “invivibles” que son, sin embargo, densamente poblados. “Es real que la mayoría de las que luchamos somos mujeres y que del otro lado -del agronegocio, del envenenamiento de seres y paisajes- son hombres. Que nos dicen que estamos locas y que nos callemos”, señala Erika. Pero ellas no se callan.

La marabunta

“Los agrotóxicos están dañando nuestro cuerpo, están dañando nuestra salud. Yo tuve dos ACV y un aborto por intoxicación y mis dos hijos tienen daño genético. Entonces, como otras mujeres madres, no puedo no hacer nada. Desde ahí me asocio al ecofeminismo. Porque para mí el ambiente se extiende hasta cada célula de nuestro cuerpo; no es algo externo. Un ambiente tóxico nos arruina el ADN. Si no hacemos algo estaremos implicando al resto de las generaciones”. Sabrina es parte de Paren de Fumigar Pergamino, un colectivo que se planta frente al entramado político, científico y empresarial del agronegocio en el núcleo sojero de la provincia, donde Monsanto juega de local.

Para entender la causa de los intolerables malestares físicos que ella y su familia sufren desde hace más de diez años no solo tuvo que enfrentarse a una corporación médica cómplice y amordazada y a supuestos abogados “ambientalistas” que defienden los intereses empresariales, sino también a sus propios vecinos y vecinas que, hasta el día de hoy, son reticentes a sus reclamos:

“Son más de 70 empresas vinculadas al agronegocio. El que no tiene un familiar metido, trabaja en relación al agro. Es complicado porque venimos de una cultura que dice que el campo es lo mejor, que es el motor de la economía de la ciudad. El que dice algo en contra está en contra del progreso y en contra del propio trabajador. En los medios locales, cuando se empieza a hablar de las restricciones a las fumigaciones, se habla de cómo afecta a los productores. No de cómo afecta a la vida. Y a mí en particular me ningunean. A pesar de haber estudiado derecho y hoy llevar adelante varias causas, siempre me citan como ‘la vecina’ para desautorizar mi palabra, y a los abogados de las empresas les ponen todos los títulos y les sacan fotos con los brazos cruzados y en posición de poder. Eso es un mensaje claro, que tiene que ver con cuidar intereses, pero también con que soy una mujer”.

Las luchas, se sabe, siempre son también simbólicas. Y en este caso, el agronegocio insiste con falsas dicotomías y en presentarse como la única alternativa posible para un supuesto progreso, que se defiende hablando de “usos inadecuados” y “buenas prácticas agrícolas”. Mientras el gobierno nacional aprueba el Trigo HB4 (cuyo paquete tecnológico incluye el herbicida glufosinato de amonio y promete extender aun más la frontera agrícola) en nombre de la industria nacional y la lucha contra el hambre, las historias de estas mujeres plantean preguntas urgentes. ¿De qué desarrollo hablamos cuando el costo es la vida humana y la diversidad de los suelos? ¿Qué riqueza se busca acrecentar cuando está demostrado que el del agronegocio es un modelo de devastación ambiental pero también de marginación social? Una alternativa infernal, como la llama la historiadora Cecilia Gárgano, retomando el libro La brujería capitalista, de Isabelle Stengers y Philippe Pignare.

Un modelo que se presenta como único posible y que no le teme al cinismo más cruel. En marzo, hubo en Pergamino una media maratón para recaudar fondos contra el cáncer. Entre las empresas auspiciantes estuvieron las multinacionales Rizobacter (de inoculantes, terápicos de semillas, coadyuvantes y fertilizantes) y Barenbrug (que desarrolla y provee semillas forrajeras, inoculantes y herbicidas). “Y la gente corrió con esos logos en la remera”, dice Sabrina, incrédula, aunque acostumbrada a estas estrategias de lavado de cara.

Aun con todas estas resistencias, la lucha de Sabrina y otras Madres de Barrios Fumigados da frutos. Han logrado, mediante una medida cautelar, prohibir la fumigación en todo Pergamino y fijar un límite restrictivo y de exclusión de 1.095 metros para las aplicaciones terrestres y de 3.000 metros para las aéreas. En el marco del que se conoce como “Caso Cortese”, se acaba de elevar a juicio oral a dos funcionarios municipales acusados de ser responsables de la contaminación del agua subterránea y del suelo a causa del uso indiscriminado de plaguicidas. No solo Sabrina tuvo que formarse como abogada para representar esta causa, sino que mucha de la evidencia clave en el juicio tuvieron que aportarla las propias personas afectadas. Pruebas de agua, relevamientos de tumores, mediciones de agrotóxicos en sangre y orina… la evidencia está en sus cuerpos. “Somos los propios afectados los que tenemos que hacer todo el trabajo de hormiga para demostrar que estamos enfermando por causa de los agrotóxicos”.

Cargar con el peso de probar la presencia y el daño de los plaguicidas en cuerpos y territorios es una de las constantes de la lucha de estas mujeres. Florencia pertenece a una comunidad de familias que desde hace varios años está haciendo la transición de la ciudad a la ruralidad, con la intención de ensayar otras formas de relacionarse con la naturaleza y de producir alimentos. Lejos de ese imaginario que la motivó a mudarse, hoy integra un grupo de amparistas organizados por el agua contaminada en Lobos. “Mientras criábamos a nuestras gallinas pastoriles y cultivábamos tomates agroecológicos, nos dimos cuenta de que nos estaban fumigando al lado, que teníamos que cerrar las ventanas porque se nos cerraban las vías respiratorias. Nos conectamos así con otros vecinos y vecinas que venían sospechando que el agua en Lobos estaba bastante jodida. Tuvimos que juntar plata entre casi 400 vecinos para hacer los análisis. Le enviamos trece muestras a Virginia Aparicio en INTA-Balcarce y los resultados fueron escalofriantes. Decenas de agrotóxicos combinados con dosis de arsénico altísimas. 45 veces por arriba de lo aceptable en la normativa internacional, porque lamentablemente no tenemos una regulación nacional. Todos -y hablo en masculino porque fueron todos hombres tanto los políticos municipales como los empresarios y profesionales del agronegocio- se hicieron los boludos”.

Con el asesoramiento de Sabrina y su experiencia en Pergamino, les vecines de Lobos lograron que el Juzgado en lo Civil y Comercial N° 6 de La Plata hiciera lugar al amparo y obligara al municipio a proveer bidones de agua potable a escuelas, clubes de barrio y centros de salud. El intendente de Lobos y expresidente de la Sociedad Rural de ese partido, Jorge Etcheverry, por supuesto, apeló. Florencia sintetiza lo que vino después: “Si leés la medida cautelar es tremendo porque habla del derecho humano al agua y de lo grave y urgente que es el asunto y que en el plazo de tres días de manera no negociable nos tenían que dar los bidones. Un año después aquí estamos, envueltos en un laberinto legal en el que nos tienen entrampados y no nos escuchan. Es muy difícil no enojarse. Muy difícil no frustrarse y no largarse a llorar. Igual yo abrazo el llanto, creo que es uno de los grandes aportes del feminismo a la política porque hay veces que la única que queda es llorar y gritar, porque es personal y es con todo el cuerpo”.

Con todo el cuerpo

El extractivismo despoja a los pueblos de un ambiente y alimento sano, pero también implica la desposesión del derecho a la salud. Enfermedades y padecimientos corporales son presentados como efectos secundarios de usos inadecuados o como daños colaterales de un modelo indiscutible. Las sustancias tóxicas son incorporadas -en el sentido profundo del término-, en la biología de las personas con el potencial de traspasar generaciones. La toxicidad como legado. Pero también, sufrimientos cotidianos. Explica Erika: “No tenés tiempo para entenderlo. Es una situación que se presenta en tu vida y te posiciona en un lugar que nunca imaginaste. Para mí, la salud es el bienestar y el cuidado del cuerpo físico, mental y espiritual. Entonces, cuando hablo de lo que me pasa, hablo de enfermedad. No estamos en la instancia de la salud, estamos en la instancia de la reparación de la enfermedad, aunque sabemos que ni siquiera existe una solución, en ningún lugar me dijeron ‘esta es la cura’. Primero es shockeante. Decís bueno, listo, mañana me voy a morir. Es enfrentarte a lo desconocido. Después entendés que no, pero que vas a tener un montón de padecimientos. Las escucho a hablar a Florencia y a Sabrina y podría haber repetido casi sus mismas palabras. ¿Qué están haciendo con todos nosotros? A mí me llevó diez años encontrar la causa de lo que les pasaba a mis hijos. No me querían hacer los análisis. Tuve que accionar yo. Somos nosotras las que tenemos que hacer todo”.

Erika vive en Virrey del Pino, a 35 kilómetros de la capital. Como Florencia, se fue de la ciudad en busca de aire puro y mayor contacto con la naturaleza para ella, su compañero y sus tres hijos. Hoy le toca encabezar la Asamblea de vecinos envenenados por glifosato de La Matanza. Alergias respiratorias, sangrado de nariz, pérdida de peso, dolor de cabeza y de cuerpo, vómitos, pérdida de visión, deterioro cognitivo son algunos de los padecimientos que Erika enumera y que sufre a diario en su cuerpo y el de su familia. “Nos fumigan a cuatro metros. En vez de una plaza, nosotros tenemos un campo fumigado”, ironiza Erika.

A principios de abril, a instancias del trabajo de la propia asamblea, se presentó una ordenanza en la mesa de entrada del Consejo Deliberante que propone reglamentar el uso de agrotóxicos en el partido de La Matanza. Establece una distancia mínima de 3.500 metros entre las fumigaciones y las viviendas, y que los camiones o aviones tengan prohibido utilizar cualquier tipo de veneno dañino para el ser humano. Mientras tanto, las fumigaciones las paran con el cuerpo. Cuenta Erika que en noviembre se dio cuenta de que estaban fumigando en frente de su casa y fue a la comisaría, con las historias clínicas de toda su familia bajo el brazo. Persiguió al comisario, hasta que logró convencerlo de que no podía permitir que envenenaran a todo el barrio indiscriminadamente. Así fue que terminó ella en el asiento trasero del patrullero persiguiendo al tractor. “Encima con las ventanillas del patrullero bajas porque estaban rotas. Me costó una semana de diarrea y vómitos. Es muy violento todo. Pero se puede. Porque no van a lograr callarnos. Porque somos mujeres y porque somos madres”, dice Erika.

Infancias tóxicas

Si Argentina se encuentra entre los países que más glifosato usan por hectárea cultivada, no hay duda de que todes estamos expuestos continua y sostenidamente a este y a otros tantos plaguicidas. Sin embargo, la toxicidad se distribuye desigualmente, no solo por cómo se concentra en ciertos territorios y geografías, sino también porque se intersecta con otras jerarquías sociales y formas particulares de exposición.

Desde la aprobación en 1996 del uso de semillas transgénicas y agroquímicos hasta hoy, se ha acumulado suficiente evidencia científica y experiencia vivida que comprueba que niños y niñas son especialmente afectados por el modelo del agronegocio. Hace más de veinte años que las “Madres de Ituzaingó” hicieron las primeras denuncias por patologías asociadas a la exposición a agrotóxicos en Córdoba. Al respecto, en junio de 2021, el Comité de Salud Ambiental de la Sociedad Argentina de Pediatría publicó el informe “Efectos de los agrotóxicos en la salud infantil”.

El informe tuvo el objetivo de concientizar e informar a la comunidad médica para abordar las enfermedades asociadas a los 520 millones de litros de herbicidas, insecticidas y fungicidas que se utilizan en el país por año, según datos privados. A su vez, se argumenta que los niños y las niñas presentan una vulnerabilidad particular a las exposiciones ambientales a plaguicidas, en relación a su menor superficie corporal, mayor exposición y tasa de absorción por todas las vías, la presencia de succión no nutritiva y por vía de lactancia materna. Se sostiene que el contacto directo con los plaguicidas prenatal puede causar desde abortos espontáneos hasta malformaciones congénitas: tumores sólidos, cáncer cerebral, leucemia y linfoma en la infancia. Mientras que en las ciudades -alejadas de la producción agrícola- la tasa de muerte de niñes por cáncer es del 20%, en las zonas fumigadas asciende al 50%. La tendencia en ascenso de episodios de asma bronquial y broncoespasmos en niñes y adolescentes se relaciona, también, con la constante exposición a sustancias químicas ambientales, como pesticidas.

“Somos mujeres y somos madres”, decía Erika. Y es desde esa posición que ellas tres como tantas otras se involucraron en esta lucha. Ante todo, por la salud de sus hijos e hijas. Agrega: “El problema con las infancias y el estado de alerta es que sabemos que el veneno en un cuerpo chiquito entra más rápido. Sabemos que causa daño genético que puede ser irreparable. Que no solo está dañando a nuestros hijos y a nuestros nietos -si es que no genera primero infertilidad-, sino que el daño que generan hoy va a perdurar por generaciones”.

Ciro y Fiamma, los hijos de Sabrina, tienen 120 y 100 veces más del nivel de agrotóxicos que un cuerpo puede tolerar. “Cuando me pongo en el papel de abogada, es una cosa, pero el papel de mamá es el que me mueve. Mis hijos son todo para mí. A veces me cuesta hablar del tema con ellos, porque la afectación la tienen en el cuerpo. Ellos pasaron por muchos tratamientos médicos. Mi hija, que hoy tiene 21 años, se perdió la secundaria, la terminó en casa con maestra domiciliaria. Se aisló de todo su contexto social. Es un costo muy grande para ellos, no solo a nivel de la salud. Y mi nene (9 años) empezó con problemas desde muy chiquito y al nivel inicial casi no fue”, cuenta Sabrina y en los ojos se asoma un dolor para el que no hay palabras. Un dolor al que se le suman innumerables obstáculos burocráticos. Como en la propia escuela que, ante las inasistencias de su hija por razones médicas, solo le ofrecían la opción de repetir, hasta que por insistencia de Sabrina le ofrecieron que una maestra fuera a la casa, un dispositivo ya previsto en los estatutos docentes. “Por eso te digo: no ha sido sencillo desde ningún ámbito”.

¿Qué futuro?

Erika, Florencia y Sabrina tienen en claro que en el corazón de su lucha hay una disputa por el futuro, por la posibilidad de imaginar otros posibles. “Este modelo nos ofrece un futuro que no queremos, de semillas diseñadas en un laboratorio, de monocultivo, hijos y nietos con malformaciones o no nacidos, abortos espontáneos y comida de mala calidad”, resume Erika en un panorama espeluznante pero lamentablemente para nada descabellado. Frente a eso, ella no duda: “El compromiso tiene que ir más allá de lo individual. Porque con mudarte lejos del campo que fumigan no estás cambiando nada. Es mirar para otro lado. Hay que sacar el veneno de nuestros territorios, de nuestros cuerpos y de nuestros alimentos”. Siente también que es una oportunidad para fortalecer la organización colectiva de mujeres y dejar una enseñanza clave para las generaciones futuras: “Que las mujeres podemos liderar una batalla”.

Sabrina reconoce que, a veces, se pincha y se bajonea. Pero encontrarse con mujeres como Erika y Florencia es una recarga de energía. Desde esa potencia colectiva, no le asusta mirar para adelante: “Yo soy muy optimista, si no, no estaría metida en esto. Siempre digo que a los gigantes hay que limarles las patas. Y lo vamos a hacer, lo estamos haciendo. No soy yo sola. Somos un montón de mujeres”.

Mientras se paran frente a la cámara para una foto, se abrazan y fantasean con estar posando para una revista de moda. “Ojalá nos hubiéramos conocido en otras circunstancias”, expresan casi al unísono. Florencia se suma a las palabras de Erika y Sabrina: “Es muy movilizante escuchar a las compañeras. Reconocernos en la palabra de la otra es tan esperanzador. Me gusta mucho más luchar con mujeres; se trata de sentir a las compañeras en la misma que yo. Esta es una lucha atravesada por lo emocional y por lo colectivo. Y, aunque parezca silencioso y lento, es como la marabunta: como hormigas chiquitas pero que cada vez somos más y estamos más juntas”.

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