Mu175
Señas de lenguas
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
El sol se había convertido en un símbolo tan simpático como inútil.
Día luminoso y un frío para cortar bulones con un ligero movimiento de regiones corporales controvertidas y ambivalentes para el imaginario popular.
Salí de Coronel Suárez rumbo a una localidad que prometía desde su nombre: Indio Rico.
Salvo Patoruzú, un oxímoron.
Transité algunos kilómetros de ruta pavimentada y solitaria hasta que me crucé con un desvío. Un camino de tierra que me sedujo más que la sonrisa de Dolores Fonzi: el cartelito vacilante decía “Indio Rico”.
Otra vía de acceso.
Me mandé. Se veía un afirmado amplio y sin mayores obstáculos.
Hice varios km entre campos, agroquímicos y silo bolsas para alegría de la patria y su progreso final hasta que llegué a un nuevo cruce, esta vez sin señalizaciones. El GPS sacó su mano haciendo montoncito: no tenía la menor idea donde estábamos.
Giré hacia la izquierda respondiendo más a convicciones políticas que a orientaciones geográficas.
Así me va.
Unos 10 km y una polvareda de frente me indicó que un vehículo se acercaba. GPS humano. Me detuve e inicié juego de luces.
El auto que venía alguna vez había sido un Fiat Duna, aunque ahora el mestizaje lo había llevado a constituirse en un congreso de la ONU. Venía rápido arrastrando un pequeño carromato cargado con leña hasta el límite de lo posible.
Me vio, pero logró frenar pasando unos 70 metros la línea de mi auto. Puse marcha atrás y me acerqué a mi intrépido guía con problemas de frenado. La ventanilla del conductor era una cubierta de nylon por lo que para conversar debió abrir la puerta y bajarse.
Dentro del ex Duna pude ver una señora con un bebé, 4 (cuatro) chicos más en asiento trasero y 2 (dos) perros, uno de ellos de un porte tipo Gran Danés, negrísimo, con evidencia de heterodoxia en su línea de ascendencia.
El cuatro patas me miraba con mucha curiosidad mientras una enorme lengua que colgaba al costado de su boca daba cuenta de un gesto de dudosa envergadura intelectual.
El hombre me empezó a dar algunas indicaciones sencillas (había tomado la dirección correcta) mientras el Gran Danés o lo que fuere el mastodonte, descendió del Duna y con aire de suficiencia empezó a intentar masticar el espejo retrovisor de mi auto.
El hombre, con la misma amabilidad con que me indicaba cómo seguir se dirigió al perro y le dijo: “No sea pelotudo”, en un tono coloquial.
El perro desistió al instante, juraría que avergonzado.
Nótese el trato de Ud. que el propietario le había dispensado.
El respeto, ante todo.
Continué rumbo a Indio Rico con mi espejo retrovisor indemne, aunque babeado hasta el vómito.
La vida de aventuras rurales es así.
No tengo límites. Me gusta lo extremo.
Llegué al pueblito, pequeño, urbanizado, prolijo, desolado. Era la hora de la siesta y era un domingo.
Un combo letal para el contacto humano.
Un frío.
Un frío.
El inútil del sol, avergonzado de su impericia, se había escondido detrás de las nubes.
Un pollerudo, diría mi mamá.
La ruta pasa por un costado del pueblo y en la banquina observé un número llamativo de vehículos (unos 15) más o menos juntitos.
Me acerqué y había una pequeña feria al aire libre en un predio que alguna vez perteneció al ferrocarril. Mesitas con maestras cagadas de frío, visitantes cagados de frío y niños cagados de frío.
Se vendían artesanías, pastelitos, tortas, perfumes, sahumerios. No eran más de 6/8 mesas. De pronto alguien tomó un micrófono, agradeció las presencias, historió un poquito la feria y anunció que los alumnos de sexto grado interpretarían el himno con lenguaje de señas.
Los chicos y las chicas estaban helados y la directora del coro también. Desconozco el lenguaje de señas, pero me pareció que lo hicieron muy bien e inclusive sobrevivieron al frío: no hubo que lamentar pérdidas humanas.
Luego fuimos invitados a recitar la oración a la bandera sin que me quedara claro por qué, pero no es cuestión de andar sembrando discordia en la Argentina profunda.
Me compré un par de pastelitos en una mesa y un hermoso matecito en otra.
La artesana feliz porque no había un aluvión de ventas precisamente.
Aproveché su felicidad para preguntarle por el nombre del pueblo.
Ni la más puta idea.
Una veterana (evidentemente maestra) que estaba al lado intervino y me dijo que el nombre se debía a que allí había vivido un indio rico.
Y le pareció necesario aclararme que no era poseedor de dinero.
Era un indio que tenía mucho ganado y que por eso era rico.
Y cerró la fuente informativa con tono triunfal.
Ajá.
El conocimiento fluye de fuentes insospechadas y la epistemología de la pampa es como ella misma: infinita.
Me subí al coche y retomé el regreso por la ruta pavimentada.
En algún punto desolado me detuve a tomar unos mates con mi flamante matecito sin bajarme del auto.
El cielo era definitivamente negro, algunas gotas comenzaron a anunciar lo que vendría después.
Una lluvia tan grande como bella.
Se me apareció la imagen del perro pavote y su dueño en un coche derruido lleno de pibes en la inmensidad pampeana.
Pensé en los chicos del himno en lenguaje de señas.
La maestra didacta.
El indio rico.
El mundo.
Los mundos.
A veces no hay remate.
#NiUnaMás
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