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Salir a flote

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Los trabajadores del astillero soportaron a la intemperie la tormenta menemista, pero decidieron dar batalla y recuperaron una empresa que se dedica a la modificación y reparación de barcos de carga, buques, barcazas y remolcadores. Derriban los prejuicios de los empresarios del sector con la eficacia y solidez de su trabajo. Y ahora preparan un espacio de formación para que los jóvenes de la Isla Maciel puedan aprender ese oficio.

Salir a flote

El artista plástico Benito Quinquela Martín interpretó y se adueñó de la realidad de la zona de La Boca de principios del siglo pasado. Moldeó la Vuelta de Rocha, el movimiento, el ritmo de trabajo, su dureza, el agua turbia, las grúas y los astilleros. Lejos de ser una postal turística, Quinquela atrapó en su obra la dignidad del trabajo. Eso es lo que persiste, casi cien años después, en los obreros del ex astillero privado Sanim: descruzaron los brazos, se plantearon retomar sus puestos de trabajo, gestionar y funcionar sin patrones. Pero esta historia merece ser plasmada en todos sus colores, con sus luces y sombras.

El naufragio
El proceso de desindustrialización que comenzó a aplicarse a partir de mediados de los 70 como eje de la dictadura militar alcanzó su máxima y horrible expresión en la década pasada. El país estaba en ruinas y la actividad naviera devastada; el 90 por ciento del transporte del comercio exterior fue cedido a flotas extranjeras, cerraron 25 astilleros y desaparecieron cientos de firmas navalpartistas. Además la ocupación total de la industria naval cayó casi un 80 por ciento sólo entre 1985 y 1993. Para hacerse una idea: el promedio de trabajadores por establecimiento descendió de 32 a 7.
Luego de treinta años de actividad, los dueños del Astillero Sanim, de apellido Poetti, el 17 de julio de 2001 decidieron cerrar la empresa y dejar a los 120 obreros del lado de afuera. Pagaron indemnizaciones mínimas y mandaron a cada uno derechito a su casa. Beto Aquino, integrante de la Cooperativa Navales Unidos resume todo este proceso de deterioro en una sola frase: “Estábamos trabajando, todo comenzó a decaer, hasta que un día nos avisaron que formábamos parte de la franja de desocupados que no paraba de crecer”. Y como si hiciera falta repetirlo en voz alta, remarca: “Nosotros, todos los socios, somos gente exclusivamente de este trabajo, le dedicamos una vida a esto y de un día para el otro nos encontramos haciendo cualquier changa para sobrevivir. Durante el año y ocho meses que siguió al despido hicimos lo que pudimos: trabajos de pintura, de herrería, de albañilería”. Beto resume: “La situación fue muy dura para los 120 compañeros. Y no encontrábamos una salida”.

Sol entre las nubes
En esto de andar pensando qué hacer, los trabajadores navales se tropezaron con otros y otras que estaban en la misma. Compartieron experiencias, dolores y consejos y luego de analizar la situación, aceptaron el desafío de transitar por el camino de la autogestión. Beto cuenta que se conectaron con el abogado Luis Caro para saber cómo podían organizarse en cooperativa. “Lo primero que hicimos fue hablar con los dueños y ellos nos dijeron que si éramos los propios trabajadores del astillero los que queríamos abrir, nos daban la autorización”. Así fue: acordaron con los empresarios seis meses de gracia y luego, si la iniciativa prosperaba, entregarles un porcentaje de la facturación. El obrero recuerda orgulloso que el 7 de diciembre de 2002 ingresaron a la planta organizados formalmente como “Cooperativa de Trabajo Astillero Navales Unidos”. Sin embargo, un mes más tarde una empresa acreedora pidió la quiebra del astillero e intervino la justicia. Beto revela el alcance de eso que para muchos puede parecer un mero trámite judicial: les llevó casi un año obtener el permiso para usar las maquinarias. “Nosotros queríamos resguardar todo lo que estaba acá adentro porque era nuestro y nos quedamos durante todo ese tiempo cumpliendo turnos las 24 horas, pero muchos compañeros abandonaron en el camino porque no podían aguantar, por la necesidad de sus familias. Les faltaba fuerza para empezar, una vez más, de nuevo”.
Cuando finalmente superaron esa batalla, les faltaba otra: esperar que alguien llame y solicite los servicios de la cooperativa. Estaban ansiosos de ver en el horizonte alguna embarcación acercándose a la costa del astillero y poner en funcionamiento esas enormes maquinarias que trasladan a la nave del agua a la tierra. En este sentido, Beto resalta el apoyo que obtuvieron del Movimiento de Fábricas Recuperadas del que forman parte. “Nosotros estábamos acá, aguantando, y los trabajadores de otras cooperativas que ya estaban funcionando nos traían carne, fideos, plata para que fuéramos a ver a nuestras familias con algo”. Los potenciales clientes no veían con buenos ojos que el astillero estuviera manejado de forma cooperativa. “Los empresarios decían que no había ninguna garantía porque en esta estructura no se sabe quién es el jefe. Luego, entendieron que responsables somos todos. Nos ganamos la confianza trabajando con eficiencia”. Beto señala que la lucha es permanente: “somos trabajadores y no gerentes, y vamos aprendiendo a medida que hacemos. Empezamos con una computadora y ahora administramos este predio de 30 mil metros cuadrados”. En ese predio hay galpones infinitos para fabricar naves, hay cadenas gigantescas con eslabones desmesurados, hay un varadero para las reparaciones al que se arrastran con las cadenas los barcos que sacaron del agua, y hay un paisaje de engañosa mansedumbre y agua pastosa que lame los barcos viejos y las grúas muertas. A lo alto se ven los autos que vuelan por las autopistas y los puentes sobre el Riachuelo. Del otro lado hay una isla llamada Buenos Aires.

Joven de la Isla Maciel
Otra de las consecuencias de la debacle de la industria fue la desaparición de la carrera de ingeniería naval en las universidades, como así también de las escuelas de aprendices y de formación técnica. Los especialistas del área diagnostican que se perdieron dos generaciones completas de oficiales maestros. En la década del 70, en la Universidad Tecnológica Nacional se recibían 30 ingenieros navales por año. Inexorablemente el promedio se fue reduciendo hasta llegar a dos ingenieros por año en los 90.
Para la cooperativa la falta de mano de obra calificada en el mercado también es un problema, pero pudieron transformarlo con dos proyectos positivos. ”Nosotros propiciamos que cada trabajador tenga otro oficio más, que pueda aprender otra tarea. Por ejemplo, acá los pintores navales, ahora también son soldadores especializados en el área”. Además, a mediados de agosto firmaron un convenio con el Municipio de Avellaneda para instalar dentro del terreno de “los navales unidos” un aula de formación profesional. Es en el marco del Plan Envión, que busca sacar a los chicos de la calle de la Isla Maciel y de Villa Tranquila y darles escolaridad primaria, secundaria y, a aquellos que quieran tener un oficio, la posibilidad de aprender soldadura y calderería. Beto asegura que cuando los adolescentes vean cómo es el trabajo en el astillero, muchos se van a entusiasmar y apasionar tanto como él y sus compañeros.

Amarrando
Los 26 integrantes de la cooperativa realizan una asamblea cada semana para definir el futuro de los Navales Unidos. Cuentan con el permiso de uso de tierras y maquinarias de parte del gobierno de la provincia de Buenos Aires. Y cobran sueldos que rondan los 2 mil pesos. Esta cifra no sólo depende de los trabajos realizados, sino de la inversión que puedan destinar para que el astillero siga funcionando. Aquino, secretario de la cooperativa, explica que cuando ellos se hicieron cargo de la empresa no había ni luz ni gas y, con esfuerzo, los volvieron a instalar. Detalla, además, cuánto han avanzado en relación a esos días: “Hoy tenemos todos los puentes de grúa funcionando y mantenemos en buen estado todas las maquinarias.” Cree que éste es un punto importante para que el astillero sostenga cierto nivel de competitividad y demanda. “En este momento solo hacemos reparaciones y reformas de embarcaciones”. Aquino agrega: “Sin embargo, el astillero está preparado para la construcción de barcazas en serie.” En el país existe en forma creciente esta demanda, pero la cooperativa no recibe estos proyectos porque los trabajadores no pueden subsidiar una construcción de ese tipo. Para Aquino se trata de, otra vez, derribar un prejuicio del mercado, pero está convencido de que un día se va a dar, y podrán utilizar toda la capacidad operativa del astillero que alguna vez dio trabajo a 850 obreros. “Éramos 40, ahora somos 60, y podemos llegar a ser 400. Todos viviendo y ganando más o menos bien”, sintetiza Aquino. Me muestra unas chapas, y dice. “¿Ve? Con estas cosas, cuando nos quedamos sin nada, inventamos soluciones nuevas”. Y se despide por una razón que los lectores –a esta altura– sabrán valorar en todo su significado: debe irse a trabajar.

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