Mu184
El maestro ignorante
Crónicas del más acá, por Carlos Melone.
La Universidad Nacional de Lomas de Zamora, cuya panoplia la señala como la primera del Conurbano, se encuentra en una especie de reiteración catastral: el Cruce Lomas, a la vera de la ruta provincial 4, más conocida como Camino de Cintura.
El Camino de Cintura es digno de una crónica por sí mismo, un sendero del Inca suburbano, repleto de pintoresquismos, vehículos de trazas inimaginables y cantidades elefantiásicas, tragedias sociales, testimonios históricos y un agite de aquellos. Atraviesa unos cuantos partidos de nuestro africano Conurbano y las tribus que lo transitamos practicamos civilización y barbarie en dosis tan exactas que solo nosotros lo entendemos.
Pero no presumiré. Somos gente modesta.
A la UNLZ entré como estudiante en 1977, en los innombrables tiempos de la Dictadura, y no me fui jamás. Antes de recibirme me inicié en una ayudantía de cátedra y en el presente, ya mirando de reojo la puerta de salida, soy titular de esa misma cátedra en la que empecé.
Si esta trayectoria es una buena o mala noticia, al día de hoy no lo sé.
Es.
Era una mañana fría y fuimos a tomar examen con mi equipo docente. En rigor no es “mío” pero me asedian las tradiciones normalistas y paternalistas.
La locación de la Universidad es en una zona abierta, parcialmente descampada por lo que el frío castiga un poco más. Y siempre se suma algo de niebla.
Un escenario tenebroso para quien debe dar un final.
Observé la lista de estudiantes y allí estaba Nina. La conocía tras un par de cursadas y por lo menos tres intentos fallidos de atravesar el Mar Rojo del examen final.
La llamé. La iba a evaluar Yo solo mientras el equipo les tomaba examen a otros estudiantes.
“Arregladita como para ir de fiesta” diría el Nano Serrat, así estaba Nina. Y visiblemente nerviosa.
Nina debe andar por los 45 años y las cosas académicas le cuestan. Le cuestan mucho.
No me imaginaba en ese momento cuánto.
Ir por el tercer intento de examen no es sencillo en una situación que nunca es sencilla y que, aun poniendo todos los recursos para tranquilizar a la interpelada, uno es Caronte y para ella cruzar la Laguna Estigia significaba que Yo debía aceptar las monedas de su conocimiento.
Le ofrecí que empezara con alguna temática para entrar en calor y arrancó como una locomotora tirando tres mil conceptos por segundo, enmarañada, sin tomar aire, apurada, ansiosa por mostrar todo lo que había leído.
A poco andar había dos cosas evidentes: había leído muchísimo y le costaba articular y analizar.
La llevé a algunos territorios llanos, sin estribaciones, con preguntas que buscaban propiciarle una serenidad que no tenía.
Se defendía como gato panza arriba, aunque nadie atacaba.
Le costaba una enormidad, pero no decía disparates ni cometía errores en sentido estricto.
Nadaba despatarrada, sin estilo, al borde del ahogo.
Pero nadaba.
Mirando sus rasgos y escuchando un suave acento particular, la sospeché del norte criollo. Aluciné una educación previa con matrices rígidas, repetitivas, conservadoras en su peor versión. Tal vez una vida donde el mundo ilustrado solo había habitado los confines escolares y nada fuera de ellos.
No descarté una visión prejuiciosa de mi parte, a qué negarlo. A veces las hipótesis están tan cargadas de lo que sea (no soy un científico) y en otros casos uno camina tan en puntas de pie que las fronteras se vuelven borrosas entre el prejuicio y los análisis.
Y suelo equivocarme mucho más de lo que estoy dispuesto a tolerar de mí mismo.
Corté la alborotada exposición (ya había decidido aprobarla) para tratar de hacerle comprender cuál era el obstáculo a vencer en el futuro.
Tenía claro que en el corto plazo iba a ser muy difícil.
Pero antes de ponerme a pontificar y emitir edictos, tan caros al jetoneo que tenemos algunos docentes, necesitaba información.
Le pregunté de dónde era y que me contara algo de su vida estudiantil.
A partir de ese momento Nina me abrió la puerta a una historia devastadora de abandonos, primero paterno y luego materno, siendo muy pequeña, de carencia absoluta que implicaba comer basura, dormir en la calle y ser recogida por una maestra que la cuidó y albergó en su casa (“por eso quise ser docente, profesor”).
Una historia de emigración/expulsión desde su Bolivia natal a la Argentina, sola con 16 años y de cómo armó su vida, se casó, se separó, tuvo dos nenas y estudió “de grande”.
Me contó que una de sus hijas, ya mayor de edad, le relató una larga situación de abuso cuando era pequeña por parte de un familiar.
Me dijo que su niña (así la llamó) se lo había contado una semana antes del examen.
Y que contar no le había traído alivio, que la desolación estaba allí.
Que ella también se sentía desolada.
Usó exactamente esa palabra: desolada.
Afuera de la Universidad, en el descampado, la bruma empezaba a levantarse y el frío no cedía
Nina miraba alternativamente por la ventana y hacia el piso.
Finalmente se encontró con mis ojos. Los de ella, todo cristal.
Me cuenta que a raíz de reiterados dolores de cabeza se había hecho estudios y le habían detectado un tumor en el cerebro.
Que, aunque ama estudiar, quiere terminar la carrera y dejar de estudiar porque teme que “pensar tanto” alimente su tumor.
Los médicos no le han dicho nada al respecto, pero ella cree que puede ser así.
Nina llora de manera contenida, silenciosa, con pudor.
El examen, la mayéutica en busca del conocimiento se ha retirado definitivamente y el oleaje de los desheredados del mundo ocupa el escenario.
¿Cuántas Ninas hay dando vueltas en el Cruce Lomas, contorno de la primera Universidad del Conurbano, una mañana cualquiera?
Le tomo suavemente la mano y me la aprieta con fuerza.
Me dice que cada fin de año (es profesora de Geografía en una comunidad muy fragilizada) va a la clase con bolsas de chizitos y papitas para que sus estudiantes disfruten y celebren y tengan algo de lo que a ella le faltó.
En ese momento se rompe un poco más.
Aprieta mi mano más fuerte, agarrándose para no caer al abismo que la acecha.
Aumenta su congoja.
Nina no se queja en ningún momento.
No convoca a ese Dios negligente y perverso.
Nunca.
Narra.
Cuenta.
Nina es Primo Levi.
Una cronista de sí misma, sin adjetivaciones, sin lamentaciones ni letanías.
Llora porque el dolor tiene esquinas infinitas.
Escucho.
No habrá bulas papales ni recomendaciones pedagógicas ni rutas a indicar.
Escucho.
Digo algo de lo que tengo que decir, más bien poco. Cuido cada palabra como una pieza única de una orfebrería imaginaria.
Aliento lo que debo alentar, sin arengas ni proclamas.
Y me callo lo que debo callar.
Nina ni siquiera me pregunta cómo le fue. Parece aliviada, aunque nunca se sabe.
Se pone de pie y me pregunta si puede darme un abrazo.
Lo hace estremecida y agradece que la haya escuchado.
Es un agradecimiento profundo, entero.
Me quedé quieto sin pensar en nada.
Me quedé quieto en un aula fría de una Universidad del Conurbano, ajena a las angustias que se enlazan todo el tiempo.
No tomé más exámenes esa mañana.
Este oficio…
No siempre podemos.
No siempre sabemos.
No siempre queremos.
Hablar menos.
Escuchar más.
Y después rebuscarnos qué hacer con lo que escuchamos.
Todos.
Eso.
Qué sé yo…
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