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Chin-chin: Miryam Gorban y el vino Pintom Sur

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Un vino producido biodinámicamente le rinde homenaje a la pionera de la soberanía alimentaria, secuestrada por la dictadura, sembradora de ideas para ganarles al monocultivo, los venenos y la industria de la mala vida. Reflexiones sobre salud, ambiente y comida, junto a Gabriel Dvoskin, de una bodega que exporta orgullos argentinos: vino y lucha. Por Sergio Ciancaglini.

Chin-chin: Miryam Gorban y el vino Pintom Sur
Miryam Gorban, Gabriel Dvoskin y el vino Pintom Sur. Fotos: Lina Etchesuri

Mira la botella del selecto pinot noir, entrecierra los ojos recorriendo la etiqueta,  hasta que empieza a reírse: “¡Soy yo!” 

Miryam Gorban –o Kita, para admiradores, parientes y amigos– le toma la mano como agradecimiento al productor Gabriel Dvoskin, que llegó desde su finca Canopus de Mendoza hasta Lomas de Zamora para presentarse y mostrarle la novedad. 

La botella corresponde a una nueva edición del vino marca Pintom Sur. No lleva etiqueta de papel sino que la imagen está impresa en cada botella: contra un fondo azul, se ve un caballo sobre sus dos patas, estilo prócer y/o El Zorro. Pero la que cabalga es Kita, esgrimiendo en su mano derecha una herramienta de alto poder constructivo: un tenedor. 

El tributo se completa en la contraetiqueta en la que se describe al vino y aparece la frase “Alimentarse sano es soberano” con la mención sobre la señora prócer: “Miryam Gorban, investigadora, Dra. Honoris Causa Medicina UBA, referente de Soberanía Alimentaria”. 

Ella se sorprende ante el relato. “La primera edición de este vino fue un homenaje a Banski, el grafitero inglés, y una de sus obras”, cuenta Gabriel en referencia a la imagen de una inmigrante islámica montada sobre el brioso corcel de Napoleón Bonaparte: una muestra del talento disruptivo del ya célebre y anónimo Banski, con el racismo europeo en la mira. El motivo del corcel se mantuvo en las ediciones posteriores del Pintom, pero con identidad argentina: José de San Martín, luego Juana Azurduy y ahora Miryam Gorban. 

Kita cumplió ya 92 diciembres: “A mí me sorprenden estas cosas. Yo te agradezco tanto. Para mí el vino, como el mate, como el pan, son la posibilidad de compartir y de conversar. La Soberanía Alimentaria entre muchas cosas es eso también: recuperar la comensalidad, la capacidad de estar juntos alrededor de una mesa”.

La reunión en la casa de Kita –con MU, por cierto rol de puente en esta historia– nació por el deseo de Gabriel de mostrar un símbolo y ayudar a generar, en la medida de lo posible, un debate en los segmentos de alto poder adquisitivo. La producción de Pintom Sur es de apenas mil botellas, con un precio que supera por poco los 100 dólares cada una. Una parte se exporta a España y Japón. La intención: que el mundo de la “alta gama” también sepa que existe la soberanía alimentaria. ¿Por qué el valor de este vino? Gabriel: “Siempre es subjetivo, pero para nosotros fue poner en valor una parcela complicadísima, que son pocas botellas, y lo tercero, lo que más me importa, es algo que tiene que ver con el sabor, con la energía, con la combinación de cosas tangibles y no tanto, que hacen que un vino pueda tener un precio así de elevado”. 

Miryam, por si acaso, aclara: “A esta casa donde nos mudamos de jovencitos con mi marido Luis (ya fallecido) venían muchos amigos a vernos siempre. Y tomábamos bastante vino: Mercedes Sosa, Álvaro Yunque, Horacio Guaraní, Juan Carlos Castagnino, Ramón Ayala, Cesar Isella, Y también Armando Tejada Gómez, el poeta (letrista de Canción con todos, entre miles de obras, y del libro Canto popular de las comidas). Armando decía que el mejor vino del mundo para él era el Toro. Así que imagínate. Un día fue muy divertido, porque llegó con una gran noticia: el médico le había prohibido la soda”. Ríe Kita y agrega: “Y era en serio. Tenía un problema intestinal, y le dijeron que no tomara más soda. Así que le dábamos al Toro nomás, y nos pusimos todos a celebrar”. 

Chin-chin: Miryam Gorban y el vino Pintom Sur
A Miryam se la conoce más como Kita, y tiene cuatro doctorados honoris causa por sus contribuciones a la salud pública.

Yendo de la guerra al vino

La finca Canopus tiene 10 hectáreas en Pampa El Cepillo de Mendoza, una de las zonas más frías del Valle de Uco. Forma parte del universo de las producciones agroecológicas y más específicamente biodinámicas. “Es un lugar frío, difícil, y este vino se hizo en una parcela de 0,3 hectáreas que nos llevó diez años hasta poder hacerla producir. Pero el vino que te encontrás después creo que vale todo el esfuerzo” explica Gabriel. (Como son tan pocas botellas, quien quiera agenciarse una puede escribir a [email protected].)  

En la entrada de la finca en la que se producen esos “vinos del frío”, hay un cartel: “Acá nadie se rinde”. Gabriel Dvoskin pasó el medio siglo de edad, fue periodista en la agencia Noticias Argentinas y la Reuters Foundation le ofreció viajar a Francia para ser corresponsal de la revista Europe. Cubrió temas para National Geographic y la BBC, entre otros. Fue corresponsal de guerra en Kosovo y estuvo en Timor Oriental en el año 2000 con la ONU para trabajar en desarrollo humanitario. Luego pasó varios años en Afganistán tras la caída del régimen talibán en 2001: con dos colegas franceses creó Sayara, un grupo articulado con facultades de periodismo afganas dedicado a la formación de comunicadores y medios sociales y comunitarios.  

“Fueron experiencias de una intensidad tremenda y al mismo tiempo, cuando volví a Europa, conocí y trabajé en producciones biodinámicas en Italia y Francia. Sentí que tenía que hacer un cambio visceral de vida. En 2011 me volví a Argentina a iniciar este proyecto. Fue jugármela toda por cambiar de vida”. El resultado puede mencionarse a través de vinos como el malbec felliniano Y la nave va, los pinot noir, y otro Pintom al que llamó rosado Subversivo, “porque fue una uva que sufrió una granizada, parecía destinada a morir, pero finalmente vivió y creció”. Produce 25.000 botellas anuales, casi la mitad se exporta. 

Pero no todo es el producto, sino cómo lograrlo: “En estos proyectos el camino es tan importante como el destino. No labramos la tierra, no apostamos al monocultivo, tenemos frutales (duraznos, membrillos, almendros, nogales, manzanos, peras). Tenemos animales como todo proyecto biodinámico, pero también damos gran importancia a las personas que estamos ahí, 4 o 5 permanentes además de jornaleros y cantidad de gente que trabaja cerca nuestro. Cuanto mejor esté la gente, más bienestar para todos”. 

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Toma lo suyo como producción, y también activismo: “Trabajamos dando charlas sobre composts y administración de residuos en las escuelas. Y también sobre alimentación: se acabó la fábula de que en el campo se comía mejor. Se come realmente mal, la industria alimenticia es exitosa en vender comida refinada, azúcares, cosas empaquetadas, y la gente compra y consume casi como un triunfo social. Nadie les dice: eso no te alimenta” dice en sintonía con muchos de los planteos de Kita. Aclaración: “No estamos haciendo caridad, filantropía, ni dando palmaditas para ayudar. Queremos que la gente se enganche y se asocie para generar otra educación, otros enfoques”. Canopus tiene también un proyecto con viñateros de El Cepillo. “Las grandes bodegas compran uva a precio muy bajo. Obliga al productor a poner todo el chimichurri (pesticidas) para ver si puede sacar tres plantas en vez de una. Lo convierten en un servidor de las bodegas. Yo les digo: dejá de echarles químicos y te pago lo que corresponde por la uva. Si funciona producimos vino con tu marca y con tu historia en la contraetiqueta”. 

Cree Gabriel: “No se le puede hablar de ambientalismo ni futuro del planeta a una persona que tiene mal a su familia porque no le pagan o le pagan mal. En cambio así hacemos las cosas no por principismo ambientalista, sino porque se recupera el orgullo de ser agricultores”. 

¿Qué es lo biodinámico? “Un pensamiento moderno con una lógica milenaria. Un método global donde generás vitalidad a partir de una granja que funcione como un organismo, un cuerpo. Por eso no puede ser un monocultivo, sino diversidad, incluso con animales y personas”. Podría ser un corresponsal de la batalla de los alimentos: “Les ponen conservantes y cosas que matan la vitalidad para generar resiliencia química. Es la nada: no te alimenta y no dura. Creo que lo mejor para la tierra y las personas es trabajar de otro modo”. Por todo eso es que quiso homenajear a Miryam, y a la noción de la soberanía alimentaria. 

Chin-chin: Miryam Gorban y el vino Pintom Sur
El vino Pintom Sur, de Gabriel Dvoskin, con etiqueta impresa en cada botella inspirada en el grafitero Bansky, pero con homenaje a la soberanía alimentaria.

Ollas y sartenazos

Miryam leyó la nota Entre el suelo y el cielo, de la MU 181 sobre agroecología en Mendoza, que incluyó a Canopus. Mira a Gabriel y dice: “Estamos en un tiempo que atacan a la agroecología, a la biodinámica, a la producción sana. Estamos yéndonos al precipicio. Vos hablás de la situación de la gente que trabaja en el campo, y eso es fundamental: casi nadie lo plantea”. 

Miryam se crió en Añatuya (“mi idioma es el santiagueño básico”), hija de Marcos, un típico gaucho judío que cual Melquíades en Macondo salía a recorrer el norte vendiendo toda clase de productos, incluyendo las máquinas de coser Singer. 

Kita es la gran promotora en el país del concepto de soberanía alimentaria creado por Vía Campesina en 1976, planteado así: “El derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Esto pone a aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias, por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas. Defiende los intereses de, e incluye a, las futuras generaciones. Nos ofrece una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual”. Es lo opuesto a la industria alimentaria que rellena de OCNIS (Objetos Comestibles No Identificados) y de enfermedades a las sociedades actuales.

Gabriel consideró el encuentro “un honor, por todo lo que Kita simboliza”. La historia completa (“La mujer maravilla”, en la MU 150) indica que esta nutricionista que de muy joven colaboró con Ramón Carrillo cuando era ministro, al tomar contacto con Vía Campesina asumió la idea de soberanía alimentaria y la complementó con una mirada desde siempre jugada en lo político y lo gremial. Fue jefa de servicio en el Sanatorio Güemes en los 60 y 70, cuando el doctor René Favaloro empezaba a recuperar corazones y vidas. Cuenta: “Éramos 50 personas que preparábamos el alimento de los enfermos de alta complejidad, y de los 3.000 empleados y profesionales del sanatorio, imaginate”. Integrante desde siempre del Partido Comunista (“de comunión diaria” informa), Kita fue secuestrada por la dictadura en 1978 y sometida al sistema de tormentos en el centro clandestino El Banco, de La Matanza, comandado por Julio Simón (a) “Turco Julián”, policía con la svástica en su llavero. Dos semanas después la presión por la situación de Kita, que incluyó a propio Favaloro, logró que la liberaran.     

Salteando etapas, la nutricionista aprendió mucho sobre la alimentación con las vecinas de las ollas populares en la crisis de 2001 y luego, haciendo una especie de puchero de entusiasmo, inteligencia y corazón, logró sortear la cuasi soledad y/o hipoacusia estatal e intelectual, para crear en 2013 (con el apoyo del Centro de Estudiantes de la carrera de Nutrición) la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria en Medicina de la UBA, que se sumó a la que ya existía en Agronomía. El objetivo: crear un lugar de formación y debate sobre el derecho humano a la alimentación adecuada. 

Le aclara a Gabriel: “Pero yo, nada que ver con una académica. Estoy siempre metida en todos los quilombos” dice esta mujer de empanadas antológicas, que no se priva de dar también sartenazos a las corporaciones y negocios que convierten al alimento en mera mercancía.   

Acaso por eso mismo en cierto momento quisieron echarla de la UBA, pero con los años terminaron dándole no solo la razón a sus planteos, sino el Doctorado Honoris Causa por su contribución relevante a la salud humana sin ser médica, título que también recibió de las universidades de La Plata, Rosario y Mar del Plata. Le cuenta a Gabriel: “Cuando empezamos parecíamos locas pero ahora, ¿sabés cuántas CALISA hay en el país? Sesenta y ocho”. 

Kita le recomienda también a Gabriel que vaya a Medicina de la UBA a conocer no solo la CALISA, sino también el Bar Saludable de los estudiantes de nutrición y la huerta urbana creada en el estacionamiento con el aporte del grupo El reciclador urbano, creado por Carlos Briganti, quien brinda talleres con su hijo Sebastián para demostrar cómo hasta en el cemento se puede hacer agroecología y producir alimentos (MU 190: “Brotes verdes”).  

Gabriel propone un brindis con el malbec De Sed, que trajo especialmente. Dice que si algo lo conmueve de la historia de Kita es la combinación de amor y pasión, “y la forma de plantear conceptos y batallas concretas, que ponen en valor las cosas realmente importantes como la alimentación y los derechos, en un momento en el que hay tanta dispersión sobre cómo plantarse frente a algo tan terrible como lo que está pasando política, social y económicamente”. Cree además que “falta en los debates y las acciones la presencia de la gente de abajo, del campo, de la tierra”. Dice también que estamos en un engranaje que busca que todos hagan, piensen, consuman lo mismo. “Si nos igualan a todos, es más fácil controlarnos”. 

Kita coincide: “Acá no es solo cuestión de resistir, sino de avanzar, pasar a la ofensiva, construir. Pero nos tenemos que unir abajo, más que arriba”. Luego brinda con una clásica sonrisa de oreja a oreja, dice chin-chin como corresponde. Nunca cabalgó briosos corceles para plantear sus batallas, pero nos mira y nos propone una actitud personal y altamente filosófica que jamás dejó de tener impresa en el espíritu: “Pese a todo lo que ya sabemos, tenemos siempre que celebrar la vida”. 

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