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Mancha venenosa: Entre Ríos y el modelo tóxico
Pese a los reclamos de las comunidades fumigadas Entre Ríos sancionó una ley que permite pulverizaciones desde los 10 metros de distancia, incluso con drones. Voces de personas, familias y pueblos que denuncian y marchan contra los agrotóxicos, con un lema entre tantos: “Basta de cáncer”. francisco pandolfi. Fotos de Pablo Piovano (cobertura colaborativa entre MU y Lawen).

Esta historia entrelaza piezas que retratan a la provincia de Entre Ríos.
Podría arrancar con Ariel, un padre que vive denunciando fumigaciones, y Narela, su hija que vive con daño genético.
O con la historia de Ximena: su hijo nació con una malformación escapular. Ella tuvo lupus. Ambos tuvieron problemas pulmonares pero promovió un amparo, se mudó y al alejarse de las fumigaciones ambos se curaron.
O con el caso de Leandro, enfermero que está haciendo un relevamiento casa por casa para prevenir el cáncer, en una zona donde se multiplica.
Podríamos empezar por Graciela, que ni bien ve a Leandro lo abraza, le da un beso y dice que le salvó la vida, en un punto del mapa rodeado de soja.
O con Daniela (en la sesión número 30 de quimioterapia) y su hija Clara (13 años, nació con una malformación, tiene mielomeningocele y nunca pudo caminar).
Podría hablarse sobre Armando, jefe de una comuna donde acaba de cerrarse la única escuela rural, parte del avance de la frontera agropecuaria y de un plan gubernamental de vaciar 300 escuelas similares.
También podría iniciarse este relato con la historia de la coordinadora Basta es Basta (Por una vida sin agrotóxicos) que lleva más de 400 marchas todos los martes frente a la Casa de Gobierno en Paraná, reclamando salud y justicia.
O con el dato sobre el mayor nivel histórico del pesticida glifosato en toda Sudamérica, concentrado en distintos arroyos de la provincia.
O con la historia de Carina Gallegos, secretaria de Agricultura de Entre Ríos que dialoga con MU y defiende la nueva ley provincial, autopercibida como “de las buenas prácticas en materia de fitosanitarios”.
Tal vez convendría empezar con esa legislación que disminuyó distancias para fumigar en todo Entre Ríos. Y que sirvió como experimento al proyecto de ley que acaba de presentarse en el Congreso de la Nación para habilitar en todo el territorio argentino la pulverización a 10 metros en aplicaciones terrestres y por dron, y a 45 metros de forma aérea.

Entre la mochi y el dron
El final en realidad es el principio. En diciembre pasado la Legislatura de Entre Ríos sancionó la Ley Nº 26117 sobre el uso de los que llama fitosanitarios (que otros llaman con más precisión plaguicidas, o pesticidas, o agrotóxicos) impulsada por el oficialismo (PRO) y acompañada por La Libertad Avanza y parte del peronismo que votó dividido. La presentó el diputado socialista Juan Rossi con el guiño del gobernador Rogelio Frigerio (ambos de Juntos por Entre Ríos) y fue reglamentada en agosto. En plantas urbanas (de más de 250 personas), la norma dio luz verde a pulverizaciones manuales o con dron a solo 10 metros, a 100 con equipos terrestres y a 1.000 metros las aéreas. En escuelas rurales, a 15, 150 y 1.500 respectivamente. En cursos de agua y áreas naturales los límites se redujeron a 5, 50 y 100 metros.
Daniela Verzeñassi integra el Foro Ecologista y ahora está parada frente a la Casa de Gobierno de Paraná, donde acaba de suceder la marcha 402 que se hace todos los martes desde el 16 de enero de 2018 contra el uso de pesticidas.
Su descripción: “Hasta su sanción, la distancia de resguardo era de un mínimo de 50 metros. Hoy pueden envenenarnos a 5, 10, 15 metros. Con la nueva ley al servicio de los sectores concentrados dejaron el territorio liberado a los venenos más de lo que ya estábamos. Es un despropósito que igualen la fumigación con mochila al dron, un vehículo volador que lleva 60 litros de agrotóxicos”.
La reducción de las distancias choca con el principio de “no regresión en materia ambiental” que explicitan la Ley General de Ambiente y tratados internacionales como el Acuerdo de Escazú.
En términos simples: no se puede ir para atrás. Y choca con las pruebas científicas sobre los plaguicidas. Desde los efectos letales del glifosato en embriones anfibios, constatado por el ex titular del Conicet Andrés Carrasco, hasta los estudios de Delia Aiassa en la Universidad de Río Cuarto sobre daño genético, que comprobaron el riesgo de contraer cáncer. A partir de estas investigaciones hubo fallos judiciales en distintos puntos del país prohibiendo las fumigaciones terrestres a menos de 1.095 metros y las aéreas a menos de 3.000.
Todo indica que esa información no llegó a las autoridades. O no la quieren ver.


LAs “buenas prácticas”
La autoridad de aplicación de la ley que (supuestamente) regula el uso de pesticidas es el Ministerio de Desarrollo Económico provincial, a través de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca. La secretaria de Agricultura es la ingeniera agrónoma Carina Gallegos. Fue presidenta del Colegio de Profesionales de la Agronomía de Entre Ríos (Copaer) y consultora de ConsAgro SRL, empresa que presta servicios de monitoreo de cultivos y pulverizaciones, que recibió a MU.
¿Cuál es tu opinión sobre la Ley de las buenas prácticas de fitosanitarios?
Es una norma que tiene un consenso de todos…, de gran parte de los actores de la sociedad como las universidades, los colegios de profesionales y eso es lo positivo. El objeto de la ley es garantizar la salud, la inocuidad de los alimentos, velar por un ambiente sano y saludable y preservar la producción, todo eso está garantizado por la ley.
¿En qué se basaron para disminuir las distancias en las aplicaciones?
No es una ley que tenga una disminución en todas las distancias. Sí segmenta distintas áreas sensibles en cuanto a la planta urbana, escuela rural, zonas con o sin asentamiento de personas, cursos de agua. Y diferencia los métodos de aplicación: es distinto si es aérea, como un avión o un dron, con un equipo terrestre o manual. No es que las distancias sean menores, las establece de otra manera.
No es así: la nueva ley reduce la mayoría de las distancias en la zona de exclusión: a 5, 10, 15 metros.
Son distancias mínimas obligatorias, digamos, que debe respetar cualquier aplicador. Pero si alguno pretende dejar más metros para su tranquilidad o por su expertise, lo puede hacer. No hay un obstáculo a que en vez de utilizar 5 metros de zona de exclusión utilice 10. Con un debido control tecnológico para las aplicaciones y la presencia de los profesionales de la agronomía, las distancias son seguras.
Hay estudios científicos que alertan sobre la necesidad de disponer distancias mucho mayores para minimizar el impacto. El ingeniero químico Marcos Tomassoni en su estudio Tres Derivas plantea un mínimo de 1.000 metros para fumigaciones terrestres y 2.000 para aéreas. ¿Esto lo tuvieron en cuenta?
La distancia se utiliza como una muletilla para intentar garantizar cosas que en realidad la distancia no garantiza. Una aplicación hecha con condiciones meteorológicas inadecuadas la podés hacer a 100 metros y habrá perjuicio igual. Nosotros somos muy incisivos sobre las condiciones meteorológicas, la velocidad y la dirección del viento, y con la capacitación de los operarios. No es lo mismo el que utiliza equipos terrestres al que opera drones o aviones.
Existen fallos judiciales que establecen un mínimo de 1.095 metros para fumigar, basados en estudios científicos de la doctora Delia Aiassa, de la Universidad Nacional de Río Cuarto sobre el daño genético producido por el uso de agrotóxicos. ¿No lo tuvieron en cuenta?
La verdad que no tengo claro el estudio que mencionás, no me puedo expresar. Hay que ver si realmente tiene una asociación directa con lo que se quiere saber, porque muchas veces o son indirectos o no reflejan el quid de la cuestión y aluden más a una cuestión de prensa que al resultado real del estudio.
Otro estudio, del doctor en Ciencias Naturales Rafael Lajmanovich, determinó en junio pasado el récord histórico de glifosato en cuatro arroyos de Entre Ríos, que desembocan en el Paraná. ¿Tomaron alguna medida?
Los resultados se explican por la pérdida de suelo. Hay que conocer el contexto de los estudios y no solamente el resultado que salió a la prensa. Estos ensayos no demuestran nada que no sepamos: hay pérdida del suelo en Entre Ríos producto de que el relieve que tiene es bastante ondulado, digamos. Obviamente el glifosato, como otras tantas moléculas, quedan dentro de la estructura del suelo y al perderse suelo se pierden fertilizantes, nutrición del suelo y terminan en los cursos de agua luego de lluvias intensas.
¿No les preocupa esa concentración de glifosato?
Sí, claramente, por eso se vela por la adopción de buenas prácticas agropecuarias, el fomento a la conservación del suelo; por eso se sancionó esta nueva legislación sumamente reglamentaria, en la que se impuso un controlador tecnológico de las pulverizaciones y se creó un cuerpo de fiscalización de la ley de fitosanitarios.
Si existe esa preocupación, ¿no es contradictorio que legalicen fumigar a 5 metros de los cursos de agua?
Volvemos a lo mismo: la distancia no es garantía de nada. Si tenés una distancia de 100 metros, pero no velás por las buenas prácticas de aplicación, no te garantiza resguardar el curso de agua.
La ley crea un cuerpo de inspectores para fiscalizar su cumplimiento. ¿Cuántos hay para cubrir toda la provincia?
Siete.
Se acaba de presentar el proyecto de ley en la Cámara de Diputados nacional para reducir a 10 y a 45 metros las fumigaciones terrestres y aéreas respectivamente en todo el país. ¿Entre Ríos funcionó como experimento para esa ley?
Disculpame, esta va a ser la última respuesta porque justo me están esperando. Este proyecto de ley es parte de un consenso alcanzado a nivel nacional sobre lo que hoy la tecnología permite para las pulverizaciones.
La última: en Entre Ríos hay muchos casos de personas que enfermaron e incluso murieron por la exposición a los venenos. Recorrimos diferentes localidades y las comunidades registran casos de cáncer y otras enfermedades. ¿Se las consultó o se las tuvo en cuenta para la nueva ley?
Hay casos de cáncer constatados por distintos orígenes, ninguna estadística del Ministerio de Salud de la provincia hace pensar que existe algún factor exclusivo de Entre Ríos. No hay valores que reflejen que haya algún elemento de la ley de fitosanitarios que incida directamente en la salud de las personas y del medio ambiente.
No aclaró la funcionaria que el Ministerio de Salud no efectuó, justamente, estadística alguna. El pedido de entrevista al gobernador de Entre Ríos, Rogelio Frigerio, no fue aceptado.


UNA LÓGICA SIN LÓGICA
Daniel Verzeñassi (el papá de Daniela) es bioquímico y un histórico referente ambiental. “Venimos denunciando la inexistencia de estudios de la salud pública con enfoque epidemiológico sobre lo que ocurre en los territorios mientras siguen sucediendo el incremento de las alteraciones congénitas y hormonales, de enfermedades degenerativas, de abortos espontáneos. Que no haya información permite el beneficio de determinados sectores”.
A una veintena de kilómetros al sur de la capital de Entre Ríos se instalaron un puñado de aldeas fundadas a fines del siglo XIX por inmigrantes alemanes provenientes del río Volga, en Rusia. Una lleva el nombre de Aldea Brasilera, porque sus integrantes previo a radicarse en territorio entrerriano estuvieron en Brasil. A este lugar en el mundo donde según el último censo lo habitan 1.267 personas no solo lo caracterizan sus tradiciones y cultura germana, sino el enfermero que trabaja en el centro de salud. Leandro Alva tiene 47 años y es licenciado en Enfermería con especialización en Salud Social y Comunitaria.
Resume la transformación de la agricultura en una frase: “Nuestros antepasados alemanes vinieron con las semillas desde Europa, hoy se las compramos a las empresas. Somos sus esclavos”. Leandro abrió los ojos y ya no quiso cerrarlos. “Me recibí en 1998 y empecé a ver que un vecino se moría de cáncer, que otra también y otro y otra, pero de ese proceso no quedaba ninguna estadística. Hoy sé cada persona que murió de cáncer acá”.
Su trabajo es interdisciplinario. Desde 2011 hace una labor preventiva, puerta por puerta, para detectar el cáncer de colon (de los más extendidos). Recolecta datos y arma el árbol genealógico/sanitario del pueblo, al que define como “una familia ampliada”. Cuenta: “En las últimas cuatro décadas murieron 130 personas de cáncer en el pueblo. En una población donde hasta 2010 vivían 710 habitantes –con el boom del Procrear escaló a la cifra actual–, son un montón de muertes. Este modelo no llegó como paracaidista, hay responsables políticos que lo generaron. Nosotros no luchamos contra los chacareros, pero sí contra quienes imponen este sistema de agrotóxicos y transgénicos. No es divertido discutir con tu vecino o tu familiar, no es lindo para nadie, pero más triste es morir”.
Leandro es verborrágico y cada reflexión la remata con algún chiste o ironía para amenizar la problemática: “Acá hay que hablar, o callar para siempre”. Y entonces, habla: “El lema de la provincia es ‘primero los gurises’, pero esa mentira se demuestra con los muchísimos niños con cáncer que van al hospital Garrahan. No hay registro del impacto y las enfermedades de la gente, porque el sistema de salud no apunta a esto y por lo tanto es cómplice de que sigamos tragando venenos desde hace 30 años. En mi núcleo familiar muchos murieron de cáncer por tirar venenos. Es una lógica que no tiene lógica”.
Cuando ve llegar a Leandro, Graciela Tomassi lo abraza, le da un beso y le da las gracias, como cada uno de sus días: “Estoy viva por él. Estaba regando las plantas cuando en 2023 vino a casa por la campaña de prevención para el cáncer de colon. Yo me sentía bien, pero por dentro las cosas estaban mal”, dice Graciela, 62 años, que luego dirá: “Todo el mundo se queja de las enfermedades”, y lo dirá no como una queja del que se queja, sino como una descripción. Enumerará: “Mi papá murió de cáncer, era empleado rural, sembraba; el papá de mi esposo, lo mismo. Igual que sus tíos José y Catalina”. Y entonces aparecerá Guido (79 años, su marido desde hace 44) que estaba preparando el almuerzo. Agregará: “Y mi hermano Pedro, cáncer de páncreas e hígado; y mi amigo Abelardo, cáncer de esófago; y mi sobrino Ángel, cáncer de colon; y mi amigo Hugo. Todos trabajaban en el campo. Otros dos sobrinos, Rubén y Agustín, también tuvieron cáncer, de colon y de estómago, pero están vivos”. ¿Se asocia esto a los plaguicidas? Dirá Guido, antes de volver a la cocina: “Arriba de esta casa hasta llegó a pasar la avioneta que fumigaba, pero acá le echan más la culpa a la vacuna del Covid que a los agrotóxicos”.
El sillón caliente
A un par de cuadras del centro médico donde atiende Leandro, vive Daniela Bernhardt en medio de un “desmadre ambiental”, como grafica al entorno en el que se crio. “Había días que no podías salir de tu casa, el olor te descomponía”.
Daniela tiene 37 años, nació y sigue viviendo en Aldea Brasilera, donde se fumigaba frente a su casa, como mucho a cien metros, recuerda. Hace dos años, en enero de 2023, le diagnosticaron cáncer de colon. Hace 13, cuando estaba en el séptimo mes de embarazo, le dijeron que su hija nacería con la espina bífida. Clara nació parapléjica, con mielomeningocele.
“Nadie puede asegurar que mi hija quedó así por la contaminación, lo mismo que mi enfermedad. Pero tampoco se puede asegurar lo contrario. ¿Cómo probarlo? Cuando voy a hacer quimioterapia veo un montón de mujeres jóvenes en la misma que yo, que vienen del campo. ‘Lo que pasa es que me fumigan cerca’, me decía una de las chicas. Es impresionante que el sillón para hacer la quimio siempre está caliente, entra una y sale otra”.
Daniela es parte del grupo de madres “Mamielis” integrado por mamás de chicas y chicos de todo el país con mielomeningocele, la forma más grave de la espina bífida.
¿Cuáles son los mayores causantes de esa malformación? “Un motivo es la falta de ácido fólico de las gestantes durante el embarazo y el otro es la contaminación por agrotóxicos. A la mielo se la considera una malformación porque no se cierra el tubo neural durante el embarazo, queda la columna abierta del bebé y ni bien nace lo operan”.
Clara está en silla de ruedas. Dice que le va muy bien en el colegio, que su materia favorita es artes visuales y la que le gusta menos es educación física. Se ríe cuando lo dice, tímida, con dulzura. Su mamá también se ríe. Clara cuenta entonces que escucha y baila folclore. Y que le encanta leer. Que este año se devoró Romeo y Julieta, el Martín Fierro y Mi planta de naranja lima, y que en breve empezará El Principito.
Daniela, su mamá, vuelve a sonreír al escucharla. Al siguiente día Daniela tendrá su sesión de quimioterapia número 29. Luego, irá a cursar: está a cuatro materias de recibirse de profesora de Lengua y Literatura. Es de las que no se rinden.
“LEGALIZARON LO CRIMINAL”
Cuatro kilómetros al norte de Aldea Brasilera está la localidad de Colonia Ensayo, donde está vigente desde mayo un fallo judicial que prohíbe fumigar a menos de 1.100 metros. Ximena Rosso presentó en noviembre de 2023 un recurso de amparo ambiental “con el objeto de que se ordene el cese de una actividad contaminante en razón de las fumigaciones terrestres con agrotóxicos”. Otro extracto de ese fallo: “Luego de haber efectuado varias denuncias vemos a diario como aun aplicadas las sanciones correspondientes en la órbita administrativa, las pulverizaciones continúan de manera incontrolable y contraria a la legislación vigente”.
Ximena (39) está junto a su hijo (7), que sólo quiere jugar a la pelota en esa pradera verde que se ve a los cuatro costados y donde en pocos meses se cosechará trigo transgénico. Mientras se sumaban las faltas de respuestas, su hijo se enfermó de broncoespasmos y asma; a ella, empezaron a salirle ronchas “terribles”. “Me broté entera y no era alergia, sino lupus. Vivía con corticoides y me pasó algo que nunca había experimentado: sentí en mi cuerpo el estar fumigada”. Fue lo que colmó la paciencia y estimuló el amparo. Y el amparo derivó en la violencia: “Cuando hice la denuncia, entraron a mi casa y me rompieron todo”. Meses después, Ximena decidió mudarse. “Y sin fumigaciones alrededor, nos curamos”.
Al haberse criado en la zona, la relación con los venenos no es de ahora. Su hijo nació con una malformación en la escápula, el mal de prengel. “No puedo asegurarlo, pero nadie me saca de la cabeza que lo de mi hijo fue por los agrotóxicos”. Ximena acompañó como prueba a la causa judicial el monitoreo del agua de red de la zona, que determinó la presencia de glifosato (0.6 mg/litro, el doble de lo permitido en agua potable), herbicida genotóxico y probable cancerígeno para humanos y cancerígeno para animales, según la Agencia Internacional para la Investigación sobre el Cáncer (IARC) de la Organización Mundial de la Salud. “Mientras nos pasa esto, en Entre Ríos aprueban una ley que es una porquería. Ya nos están fumigando con dron y a diez metros. Legalizaron lo criminal”.
DAÑO GENÉTICO
Para conocer Aldea Salto –otro territorio con origen germano– hay que viajar 28 kilómetros al sur de Paraná. Pero no alcanza solo con ir. También hay que hablar con Ariel Gareis y su hija Narela. Y ver al dron que los fumiga y ver a la distancia que lo hace (cuatro, cinco metros del piso). Y ver, también, cómo los teros que vuelan (más bajo que el dron) se escapan. Se espantan. Y que horas después llegue la noche y que Ariel avise desesperado porque lo están fumigando de nuevo, a él y a toda su familia, incluida Narela, que tiene 9 años y que en junio le diagnosticaron –luego de otra fumigación– daño genético. Y que llegue la mañana y Ariel vaya a denunciar (ya perdió la cuenta de la cantidad desde la primera en 2012) que otra vez volvieron a fumigar al lado de su casa (literal, al lado, y ahora amparados por la ley), pero lo que cambió es un pequeño detalle (ni pequeño, ni detalle) y es que su hija ahora tiene daño en su material genético a causa de los agrotóxicos.
MU se comunicó con el productor del campo (Lautaro Hasenahuer) para pactar una entrevista pero repentinamente dejó de contestar. Quien sí necesita hablar es Ariel, un punto gris (el color de su remera) rodeado de verde (miles de hectáreas donde se rota maíz, trigo y soja): “En 2012 arrancaron los problemas y en 2019 se profundizaron. Mi hija empezó con vómitos, había mucho olor, un aroma a hoja de eucaliptus quemada que hacía doler mucho la cabeza”. Ariel es apicultor y tiene pinta de actor alemán de los años 40. En su terrenito hay una docena de chanchos (más un puñado de recién nacidos que se hacen un festín entre el barro y las ubres de su mamá cerda) y seis perros, que son la mayor alegría de Narela. “Hace 30 años esto era un paraíso, pero ya no es la misma tranquilidad”, dice y le brota la bronca porque “cada dos por tres lo que llueve son venenos”.
Entre Ríos es la única provincia argentina que incluyó al dron como tecnología de aplicación.
Denuncia: “El tipo que fumiga dice que no pasa nada. Los ingenieros agrónomos dicen que no pasa nada, pero quien tiene una hija enferma soy yo. En junio, luego de una aplicación a 30 metros de casa, la llevamos al laboratorio de la Universidad de Río Cuarto para hacerle el estudio de sangre (costó 200 mil pesos y se hizo una colecta entre vecinos) y descubrimos el daño genético. O sea, mientras las secuelas están a la vista ellos fumigan más cerca todavía; acá atrás tenemos un brazo del arroyo Salto y tiran veneno en el borde, hasta con viento en contra; es una locura lo que hacen, no les importa nada”.
LOS ARROYOS Y LAS ESCUELAS
En junio de 2023 científicos de Conicet, la Universidad Nacional del Litoral y la Universidad Nacional de San Martín demostraron la presencia de 26 tipos de plaguicidas en la cuenca del arroyo Salto, en agua y sedimentos. Determinaron “una mortalidad significativa” y que “la población de anfibios que habita la zona puede verse afectada negativamente”. En junio de 2025, el científico Rafael Lajmanovich y su grupo de la UNL revelaron la presencia del mayor nivel histórico del glifosato en toda Sudamérica (5.002 microgramos por kilo de sedimento), concentrado en otros cuatro arroyos de Entre Ríos que desembocan en el río Paraná (Las Conchas, Las Tunas, Espinillo y Crespo). Cuenta Rafael: “Las muestras puras determinaron una mortalidad del 100%. Poníamos un organismo ahí y directamente moría, como si el agua en vez de agua fuera un veneno”. Además se encontraron los pesticidas atrazina, metolacloro, leoxilifop y cipermetrina. En Argentina se utilizan entre 500 y 600 millones de litros de agrotóxicos por año. En 2024, solo de glifosato se vendieron 145 millones de litros.
La nueva ley de fitosanitarios de Entre Ríos establece una zona de restricción en relación a los cursos de agua de 5 metros si es una aplicación manual o por dron y 50 metros si es terrestre. Algo similar sufren las escuelas rurales (15 y 50 metros). El avance de la frontera agropecuaria, el campo cada vez en menos manos y más grandes, y sumado a las fumigaciones cercanas a viviendas rurales y plantas urbanas generaron el despoblamiento de la ruralidad. Como consecuencia, hoy en Entre Ríos hay alrededor de 300 escuelas rurales en proceso de cierre por la baja matrícula. Varias cerraron el año pasado. Otras tantas en 2025. Una de ellas era la única en la Aldea Grapschental, casi 30 kilómetros al sur de Paraná. “No solo la cerraron, la desmantelaron, se llevaron las PC, sacaron el internet, limpiaron todo por decisión del Ministerio de Educación provincial”, cuenta Armando Stricker, 71 años, presidente de la Junta de Gobierno de la comuna.
¿Al lado derecho de la escuela? Campo. ¿Del lado izquierdo? Campo. ¿Enfrente? Campo. ¿Detrás? Campo. Señala el camino y dice: “Ahí había una hilera de árboles, fumigaron y los derribaron todos. Me cansé de plantar, acá lo van fumigando todo”. La escuela se inauguró en 1966: “Tengo una tristeza, yo fui de la primera camada que terminamos 7° grado. Éramos como 40 chicos, ahora cambió todo”. ¿Qué cambió? “Muchas cosas. Hasta que asumió el actual gobierno provincial la política siempre fue: aunque haya un alumno, la escuela sigue en pie. Ya no. En 2023 había 4, este año uno pero igual decidieron cerrarla”.
En su jurisdicción hay alrededor de 6 mil hectáreas. “Cada vez quedan menos productores chicos, los grandes se los van comiendo. Cuando volvió la democracia teníamos 100 productores, ahora solo 30. Antes teníamos variedad de cultivos, ahora es pura soja y un poco de trigo. Se necesitan estos lugares para que viva la gente, pero no hay forma de que lo entiendan”, dice, mientras una plaga de loros arman una sinfónica. “Antes fumigaban a 500 metros de una escuela rural, después pasaron a 100 y ahora a 15, que es lo mismo que nada”.
EL copy-paste nacional
Esta crónica que viajó por distintas localidades de la provincia de Entre Ríos, por enfermedades y enfermeros; por manifestantes y autoridades; por escuelas y arroyos, termina el martes 14 de octubre de 2025, horas antes de que esta revista entre a imprenta.
No es un martes más. Y menos para esta historia entrelazada por tantas otras. A la mañana, en la Cámara de Diputados del Congreso de la Nación se presenta el “proyecto de ley nacional de presupuestos mínimos de protección ambiental para la aplicación de productos fitosanitarios”, en una primera reunión informativa. La iniciativa fue encabezada por los diputados Atilio Benedetti (UCR-Entre Ríos), presidente de la Comisión de Agricultura en la Cámara de Diputados; y Maximiliano Ferraro (Coalición Cívica), y ya cuenta con el acompañamiento de 30 legisladores (LLA, PRO, Unión por la Patria, UCR). El proyecto legislativo establece distancias mínimas para fumigar desde los 10 metros para aplicaciones terrestres y con drones y 45 metros para aplicaciones aéreas.
Benedetti dice que “en el 90% de los 38 millones de hectáreas cultivadas en el país se utilizan fitosanitarios y por eso es necesario esta regulación”. En la reunión hay entidades gubernamentales, de productores, de empresas de tecnología agropecuaria y ONG a favor de la ley. No hay invitaciones a voces disidentes. Lucas Magnano, entonces, nada como pez en el agua, o como soja en el campo. Es el presidente de Coninagro, la Confederación Intercooperativa Agropecuaria, y dice que está contento porque “si sale la ley le dará previsibilidad a los productores, que es lo que se necesita porque cuidar eso es cuidar la diversidad”. Y agrega: “Hay que llevarles tranquilidad a los habitantes del territorio, nadie quiere hacerle daño a nadie, sino seguir manteniendo nuestra producción agropecuaria. Simplemente necesitamos convivir”.
Marcos Filardi, abogado especialista en temas ambientales y de derechos humanos no ha sido invitado hasta ahora por los legisladores, del mismo modo que no se consultó a ningún investigador o científico con mirada crítica, ni a las propias comunidades afectadas. Plantea Filardi: “El proyecto es una copia de la ley aprobada e implementada ya en Entre Ríos que es abiertamente regresiva, inconstitucional y hasta criminal. Una de las grandes deudas de nuestra democracia es que no tenemos una ley de presupuestos mínimos de protección ambiental. Hace unos años hubo un proyecto del diputado Leonardo Grosso, que establecía 1.500 metros para las fumigaciones terrestres. No se pudo tratar. En este caso, hay una una articulación de actores vinculados a las empresas vendedoras de los venenos nucleadas en esta Red de Buenas Prácticas Agrícolas, que busca reducir las distancias a 10 metros de fumigación terrestre y a 45 metros de fumigación aérea, lo cual es inaceptable”.
“Es un proyecto regresivo porque la distancia de 1.095 metros que defienden los pueblos y comunidades no es arbitraria, sino que tiene fundamento de investigaciones científicas y ha sido refrendada por fallos de la Corte Suprema. Tenemos a buena parte de la población expuesta sistemáticamente a la aplicación de más de 7.000 pesticidas, muchos de ellos prohibidos, que suman de 500 a 700 millones de litros de agrotóxicos al año”. Las investigaciones del doctor Damián Marino, por ejemplo, detectaron pesticidas en frutas y verduras de consumo urbano, en suelos, en lagos y ríos, en el agua de lluvia y hasta en el algodón utilizado comercialmente para productos como pañales y tampones.
Retoma Filardi: “Tenemos el triste privilegio de ser el país que más agrotóxicos por persona y por año usa en el mundo y los resultados están en los cuerpos, en los territorios: incremento de los trastornos neurodegenerativos, de los abortos espontáneos, de las enfermedades de la piel y oculares, de las malformaciones, de los cánceres hasta tres veces la media nacional como revelan los estudios del Instituto de Salud Socioambiental de Rosario por la exposición ambiental aguda y crónica a los agrotóxicos. Estos pesticidas están presentes en prácticamente todos los alimentos que comemos, en mayor o menor medida, y por lo tanto en nuestros cuerpos, tanto en el campo como en la ciudad, enfermándonos y sometiéndonos a estas enfermedades crónicas de las que hablábamos antes. El modelo productivo, además, destruye la fertilidad de los suelos, la flora, la fauna, la biodiversidad. Estamos ante un proyecto que es abiertamente inconstitucional, por violar directamente el pleno gozo y ejercicio de todos nuestros derechos humanos reconocidos en la Constitución, el derecho a un ambiente sano, el derecho al agua, a la integridad personal, el derecho a la alimentación adecuada, entre otros”.
En Paraná, la coordinadora Basta es Basta realiza la marcha 405 frente a la Casa de Gobierno. Tampoco fue invitada a debatir al Congreso de la Nación, pero plantean lo suyo en la calle: “La ley nacional que quieren implementar es un ‘copy-paste’ de la que tenemos acá. Ellos se amparan en las buenas prácticas agrícolas sin basarse en ninguna evidencia científica, a diferencia de todos los trabajos publicados en Argentina y en el mundo donde se demuestra el impacto que tiene el uso de los venenos sobre la salud y los ecosistemas, más allá de la dosis y la distancia. Lo que genera el daño es la presencia del veneno y si hay evidencia científica ya está, no hay más que hablar”.
Pero hablan, porque es necesario: “Vamos a seguir caminando, como cada martes, insistiendo contra todo el lobby que está sucediendo. La insistencia en la lucha, la unidad en la diversidad, tiene que seguir empujando. Estos sectores nos quieren como si fuésemos monocultivo, pero nosotros somos más como monte nativo que resiste, que persiste. Y es en esa diversidad donde vamos a poder dar vuelta la tortilla de esta historia”.
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Tres pueblos: el triple femicidio de Lara, Brenda y Morena
Florencio Varela, Flores y La Tablada: cartografía de tres narcofemicidios. Por Lucas Pedulla.

Un pueblo: Florencio Varela
La casa donde fueron asesinadas Brenda del Castillo (20), Morena Verdi (20) y Lara Gutiérrez (15), entre la noche del 19 y la madrugada del 20 de septiembre, está ubicada en el cruce de Río Samborombón y Chañar, barrio de Villa Vatteone, en Florencio Varela, un municipio del sur del conurbano bonaerense a 36 kilómetros de las calles de Ciudad Evita donde las chicas fueron vistas por última vez.
Es un barrio residencial, a ocho cuadras de la principal avenida –Eva Perón–, con casitas bajas, muchos árboles, mix de asfalto con calles de tierra, algunas familias construyendo uno o dos pisos sobre sus hogares, y otras que ofrecen sus oficios varios: venta suelta de artículos de limpieza, peluquería canina, peluquería humana ($5.000 el corte a jubilados), asesoramiento jurídico, o conejos a $6.000 (macho o hembra). A pocas cuadras hay un club deportivo, un centro cultural y el Hospital Mi Pueblo.
El tránsito es incesante: es mediodía, pero las líneas 506 (barrio Senzabello) y 509 (barrio San Luis) de la empresa San Juan Bautista pasan repletas. También los micros escolares con niños y niñas de guardapolvo, apretados contra la ventana para ver esa casa de barrio que tiene una cinta de peligro que la cruza de punta a punta y un patrullero de la policía comunal que la custodia. De esa camioneta se baja un policía, se presenta como sargento y pide datos del medio con una sonrisa de ocasión: “No pasa nada, es para saber: allá está Crónica”, señala. Por el costado pasan caminando niños y niñas de la mano con sus madres porque a cinco cuadras hay una primaria, una secundaria y otro instituto. Miran de reojo la casa.
La cinta de peligro es precaria pero al menos delimita un perímetro: en los primeros días algunas cámaras de televisión entraron porque la escena no tenía custodia. La reja que da a la calle tiene un ramo de flores –ya marchitas– que alguien dejó. La luz blanca de la entrada sigue encendida. Y la puerta de madera de ingreso, custodiada por otra reja, está abierta, rota. Al estar ubicada exactamente en la esquina, tiene dos casas linderas, una sobre Samborombón y otra sobre Chañar. En Samborombón hay un garaje abierto. Están construyendo. “No hablo con la prensa”, dice un hombre, robusto. En la insistencia, repite elevando el tono: “No hablo con la prensa, te dije. Yo digo guau y ustedes publican miau”. Mataron a tres chicas, era para saber si había escuchado algo esa noche. El hombre mira: “¿Ves que sos un pelotudo? Esa es la pregunta que no tenés que hacer. Pelotudo”.
En la casa de Chañar no atiende nadie, pero al lado se asoma una señora. Es jubilada de la mínima. “Por suerte tengo a mi hija”, dice. Esa noche, según cuenta, no escuchó nada: “A la chica que vivía ahí la veía a veces, pero nada raro. Fue una sorpresa para todo el barrio”.
La palabra “sorpresa” aparece en boca de varios vecinos. Suena desubicada, no por irrespetuosa, sino fuera de eje, pero también es cierto que ese es uno de los objetivos de esta violencia: dejar sin palabras, atónitos, con nulas posibilidades de enunciar el horror.
También aparece en algunos kiosqueros. “Este es un barrio de laburantes: acá tenés albañiles, docentes, enfermeros del hospitalito –dice uno, que comenta que las ventas nunca estuvieron tan bajas como hoy–. De la casa no te puedo decir nada, solo que paso todos los días por ahí para llevar a mi hija a la escuela”. Otro repite lo que primero le sale: “Fue una sorpresa total”. Y un tercer comerciante fue el que contó a los móviles de televisión que atendió al novio de la mujer que alquila la casa. Notó que tenía sangre en la mano, dijo que dejó una mancha en la reja y que estaba con otro chico que le decía: “Ponete La Gotita para que se pegue”. Al día siguiente se lo cruzó y el joven saludó, como si nada. La pareja del comerciante vuelve a hablar de sorpresa: “Nunca vi nada raro ni de drogas. A él no lo veíamos tanto, pero sí a ella, que venía con su hijo. Todo súper normal”.
La chica que alquilaba la casa es Celeste Magalí González Guerrero, 28 años, una de las detenidas. Al cierre de esta edición había declarado al fiscal Carlos Arribas múltiples detalles que la justicia deberá corroborar: explicó la estructura del clan (con Tony Janzen Valverde Victoriano, el “Pequeño J”, de 20 años, no como el jefe sino una pieza más), nombró a otros implicados y dijo que cuando llegó a la casa de madrugada vio a su pareja, Miguel Ángel Villanueva Silva (25, detenido), con uno de sus dedos sangrando y le contó cómo había matado a una de las chicas cuando intentó escaparse. Villanueva Silva es el que fue a comprar al kiosco con la mano ensangrentada.
Guerrero también declaró que Pequeño J había llamado a su pareja dos días antes para pedirle la casa para una fiesta. Ese día, según dijo, ella les abrió el portón para entrar la Chevrolet Tracker de la que bajaron tres hombres: Pequeño J, Víctor Sotacuro Lázaro (41, detenido; indicó que le dio en mano mil dólares) y otro hombre de “tez blanca”, con “canas” y una “Glock”. También bajaron Brenda, Lara y Morena, y dijo que se las veía “alegres” y “contentas”: “Pensaban que venían a una fiesta”. La chica también dijo que al irse vio a tres hombres con guantes de látex. Y que todo fue transmitido por una aplicación para que lo viera uno de los jefes que, según su declaración, estaba en José C. Paz, noroeste del Gran Buenos Aires.
Contó que vendía droga a 17 cuadras de la casa y dijo que Matías Ozorio (28) era quien le traía cocaína en 100 o 120 envoltorios a un valor de 10 mil pesos cada uno. Ozorio vivía en el barrio Zavaleta, al sur de la Ciudad de Buenos Aires: estudió enfermería, tenía un trabajo en relación de dependencia en el Hospital Italiano –obra social, aportes, vacaciones, aguinaldo–, lugar del que se hizo echar, según sus familiares, para cobrar una indemnización que invirtió en el mundo cripto. Entre sus apuestas estuvo $Libra, bendecida por el presidente Javier Milei, cuyo desplome hizo a Ozorio perder todo y pedir un préstamo a un transa. Según Guerrero, fue una de las tres personas que cavaron los pozos en la casa de Varela con música a todo volumen. Como Pequeño J, Ozorio fue detenido en Perú.
En el barrio los colectivos siguen repletos, el patrullero sigue en su lugar, los chicos siguen yendo a la escuela. Todo sigue. “Es un barrio tranquilo”, dice otro hombre, que se mete rápido a su hogar, justo enfrente. Otros miran las flores sobre la calle. Las fotos. Algunos sonríen con calidez, como entendiendo. Ya no hay nada más que hacer. Nos vamos.
Al ir hacia el auto, sentado en el cordón enfrente de su casa, está el hombre robusto. Hace una seña con la mano de vení. “Perdón, pá”, dice, ya con otra voz. “Te traté mal. Disculpá”.
Nos sentamos al lado. No pasa nada, es entendible.
“En serio, disculpá”, insiste. “¿Sabés lo que es que todos los días vengan periodistas a preguntar? Cada vez que me preguntan si escuché algo, porque siempre arrancan por ahí, se me revuelve todo. Tengo una hija de 20 años”.
El hombre hace silencio.
Mira la casa.
“Todas las noches me duermo preguntándome cómo no escuché algo”, dice, moviendo la cabeza.
“Era solo música, fuerte. Esa noche encima llovió, hubo tormenta. Y yo pienso: soy albañil, ¿sabés las veces que me lastimé y grité?, pero esa noche nada. Es obvio que si escuchaba algo iba a llamar a la policía. Tengo una hija. Pero qué te imaginás que al lado están matando tres chicas. Es un barrio de trabajadores: el de allá es pintor, el otro hace muebles de diseño, ella es abogada, el papá de él es cocinero. Y a la chica que alquilaba la conocíamos de barrio. No sabemos qué hacía. Pero a su hijo lo vimos crecer. Jugaba a la pelota acá, en el portón de casa”.
El hombre tiene los ojos llenos de lágrimas.


A la izquierda, la marcha multitudinaria en Flores que corrió a la policía el día de la aparición de los cuerpos. A la derecha, Georgina Orellano, secretaria general de AMMAR.
Dos pueblos: Flores
El barrio porteño de Flores es uno de los epicentros de la organización de las trabajadoras sexuales que comenzó a tejerse en los calabozos de la comisaría 50 –hoy la 7C– con la intención de estar unidas frente a la violencia policial. La memoria larga de algunas les permite comparar este momento con aquellos noventa: el mismo ensañamiento. ¿La diferencia? Antes se imponía la coima, que se distribuía en partes iguales para los agentes de Moralidad, del patrullero y del jefe de calle. Ahora no hay forma de frenar que las esposen, tiren al suelo y las arreen a los golpes a la comisaría. También existía otro vínculo con los vecinos, pero hoy les sacan fotos y las comparten en los grupos de whatsapp del barrio. Algunas hablan de “hipocresía moral” porque muchos de esos varones que enarbolan los insultos en la virtualidad, en la calle son sus prostituyentes.
Hace una década el censo de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR) había contabilizado 400 mujeres y trans distribuidas en tres turnos. En los últimos tiempos se sumó algo nuevo: un batallón de chicas muy jóvenes, con jeans achupinados, pestañas tuneadas, uñas esculpidas y labios rellenos con ácido, que recorren las calles del barrio en pequeños grupos, como si hubieran salido de bailar. Tienen 20, 23, 21, y algunas refieren estar “haciendo la calle” desde mucho más jóvenes. Hablan de hijos, hablan de sus barrios del conurbano y hablan de que no trabajan más allá de las once de la noche porque tienen miedo. Desde el triple narcofemicidio hay un policía por cuadra, lo que las obliga a caminar sin parar.
Unas y otras son jefas de hogar que trabajan para mantener a sus hijos. Unas y otras, en los últimos meses, se reunían en asamblea todos los miércoles: eran unas 40. Entre ellas estaban Brenda y Morena, quienes formaron parte del grupo que firmó un amparo para frenar la violencia policial. La denuncia quedó en la nada. Brenda no quiso firmar porque tenía un hijo y sabía que la única respuesta estatal a esas acciones era un recrudecimiento de esa violencia: le preocupaba que le quedaran antecedentes si iba presa. Las chicas que la conocieron cuentan cuál era el sueño de Brenda: quería trabajar mucho ahora que su hijo era chico, para cubrirle lo indispensable y luego retirarse. El de Morena: pintar su casa y revocarla.
La imagen de Lara por las calles de Flores irrumpió en un móvil de televisión dos meses antes de su cruel asesinato. Se la ve con anteojos de sol, campera, respondiendo con otra chica las denuncias de los vecinos. Dijo que se llamaba “Luna” y tenía “20 años”. El testimonio es revelador porque la denuncia de los vecinos en tándem con la violencia policial y la inacción judicial no hace que la oferta desaparezca, sino que se desplace a lugares cada vez más precarios. “Es la precarización de la precarización”, define una trabajadora con años de calle en Flores. “Eso empuja todo a mayor clandestinidad”.
Esa precariedad en contexto de crisis económica representa un combo complejo: los prostituyentes disminuyeron porque no tienen para pagar tarifas que arrancan en 10 mil por sexo oral o 20 mil la media hora más el turno en uno de los tres hoteles alojamiento que hay en esas cuadras donde la cocaína es más barata que las adolescentes. Así el mercado impulsa a los varones a cambiar sus consumos: sexo por droga. Y así, en la vulnerabilidad que camina las calles de Flores ingresa el narcomenudeo y con él el cambio del gobierno de esas calles: la policía ya no es la máxima autoridad, pero sí quien castiga con más ferocidad a quienes solo venden sus cuerpos. En las calles de Flores se está librando esa batalla a cielo abierto: la transición entre el pecado y el infierno. Lo que parece inevitable, entonces, es la consecuencia: “En vez de estar caminando ocho horas en el corredor, a la que vende cinco bolsitas le alcanza para pagarse la pieza y darle de comer a su hijo. Y las vende rápido. Entonces, sigue con 20 bolsitas y ya le alcanza para comprar también un par de zapatillas. Cuando llega a 30 va presa”. En AMMAR tienen registradas más de 80 chicas presas y muchas otras con pulseras y controles por causas de venta de drogas.
Era lógico entonces que la primera marcha en repudio al triple narcofemicidio tuviera como escenario la Plaza Flores. “Acá empezó todo”, sintetizó aquel día Georgina Orellano, la presidenta de AMMAR. Lo que había comenzado era la expulsión hacia rincones oscurecidos por la impunidad. La movilización fue rebelde, como es este movimiento, y corrió a los efectivos policiales –literal– que huyeron al trote.
Luego, esas calles se llenaron de policías y de cámaras de televisión. Las más jóvenes caminan al trote ocultándose la cara con la tapa de los diarios. La pregunta inútil es si tienen miedo. Responden: “No, porque nunca vamos a meter la mano en la lata de un cliente”.
El mensaje llegó.


Las velas, las antorchas, las palabas: imágenes de la marcha del silencio que las familias de Brenda, Lara y Morena hicieron en la rotonda de La Tablada a dos semanas de los asesinatos.
Tres pueblos: la Tablada
Las imágenes de una cámara de seguridad ubican a Brenda, Lara y Morena subiendo a la Chevrolet Tracker blanca a las 21.29 del viernes 19 de septiembre en la esquina de La Quila y El Tiburón. Al barrio se lo conoce como “los monoblocks de Tablada” o “los complejos de Ciudad Evita”, por los límites que comparten estas dos localidades de La Matanza –el municipio más habitado del país: más de 1.800.000 almas–: la Ruta Provincial 4 (referenciada como Camino de Cintura, avenida Diego Maradona o Monseñor Bufano), la Ruta 21, La Quila y la avenida Crovara (que quieren rebautizar “Papa Francisco”). Son aproximadamente 12 cuadras por 5. Algunos calculan que allí viven veinte mil personas, aunque suponen que son más por la multiplicación de construcciones o porque viven tres o cuatro familias por departamento. El barrio está dividido en los complejos 4, 5 y 6, y 17, 18 y 19.
Uno de sus ingresos está en la Rotonda de La Tablada, una geografía de permanente tránsito de colectivos, autos y camiones que las familias de las chicas transformaron en el principal escenario para exigir justicia. De un lado de la rotonda hay una YPF, del otro una estación de servicio PUMA, que tiene enfrente el predio del regimiento de La Tablada ocupado en 1989, hoy transformado en un hiper Chango Más con canchitas de fútbol. El ingreso al barrio es saludado por cuatro murales: la Virgen de Caacupé, el Papa Francisco, Maradona con su gol con la mano a los ingleses, y Narcóticos Anónimos. Brenda y Morena vivían allí. Lara también durante un tiempo, pero se mudó con la mamá a González Catán, otra localidad matancera. En los monoblocks sigue viviendo su abuela.
Hay comedores en el barrio que entregan 800 viandas por día, una escala que algunos referentes comparan con la pandemia. En los últimos dos años recrudecieron el hambre, las enfermedades –llaman la atención casos de sífilis y sarampión– y la falta de trabajo. En algunas escuelas certifican asignaciones familiares apenas para 10 ó 20 alumnos, lo que significa un 90 por ciento de padres y madres sin trabajo formal. En La Tablada cerraron algunas fábricas de calzado por la apertura de importaciones: muchas de las personas despedidas son vecinos y vecinas de los monoblocks. También cerraron otras dos fábricas de plásticos. El estómago saca cuentas rápidas: seis vecinos de algunas de estas pymes son seis familias en la calle, pero como las viviendas son compuestas el destino de esas seis afecta a 12 ó 24 personas de su círculo familiar. Salen algunas changas de construcción, pero ya ni siquiera el supermercado está tomando cajeros ni repositores, y los jóvenes con alguna posibilidad en el Mercado Central (los chicos, para bajar cajones) o en La Salada (las chicas, para atender y vender ropa) vuelven molidos de trabajar toda la noche por 20.000 pesos que –sienten, con razón– no justifica el tiempo ni sus cuerpos. Sobre todo si llegan a las cinco de la mañana y a las siete ya tienen que entrar al colegio. No hay demanda porque no hay oferta, y nada se mueve porque no hay plata.
El circuito que sí se mueve es lo narco, que gana cada vez más terreno. Los vendedores ambulantes que antes caminaban por las casas ofreciendo huevos o morrones hoy tienen que pagar peaje para transitar. Esa economía empieza a dar un rédito inmediato que la escuela demanda seis años de estudio, la posibilidad de ir a la universidad, pero sin garantía de un trabajo, como lo ven en aquellas empresas que cierran. Algunos jóvenes quieren estudiar e irse del país, como cuentan con dolor sus madres. Otros, irse del barrio. Y todos saben que con una tarde de campana pueden conseguir unas zapatillas Jordan y soñar con algún iphone o alguna moto. Las edades en que esos deseos se juegan el todo por el todo arrancan cada vez más temprano, de los 12 a los 20 años, una franja donde todo se ve y todo se entiende. Saben quiénes venden, por qué los vecinos se tirotean, y descreen de la policía que siempre se equivoca el lugar de acción: cómo puede ser que le hagan un allanamiento a X si todos saben que el que vende es Z.


Laura, referente de AMMAR en Flores, en la esquina en la que se paraban Brenda y Morena. A la derecha, la casa del horror de Villa Vatteone, en Florencio Varela, donde aparecieron los cuerpos de las tres chicas. El contexto: la pobreza y lo narco.
La elección de la propia aventura toma decisiones cada vez más aceleradas y con menos margen de duda: campanear, ser soldadito, robarse un par de chanchos a pedido de otros, o el consumo de tussi, una droga de la que muchos empezaron a escuchar cada vez con más intensidad de un año a hoy. En las chicas se ven las famosas “UBI”, fiestas en casas con música, sexo y drogas, cuya ubicación se comparte por mensaje privado a último momento para integrantes exclusivos. Hay vecinos que descubrieron que ese era el término para describir lo que funciona al lado de sus casas. Son vecinos que también tienen miedo de perderlas: ya vieron que muchos fueron echados de sus hogares que luego son utilizados para vender droga o como casas de los hijos de. El consumo, a su vez, rompe todo: a los profes de fútbol les cuesta cada vez más completar los equipos para el partido del domingo y los ojos de quienes habitan estos espacios comunes están alertas para que no vendan en la canchita.
En medio de la destrucción cotidiana la economía narco resuelve algunas cosas concretas: abre un comedor, arma una cooperativa, limpia las calles, pone luces, coloca cámaras. “¿Cómo hacés?”, se pregunta un vecino, con los brazos abiertos. El lugar que nadie ocupa es terreno fértil, y la mano de obra son esas edades que antes con la escuela podían conocer el mar y hoy cursan una realidad donde un micro cuesta una fortuna.
Lo poco que hay –que, a su vez, es un montón, con héroes y heroínas que de forma anónima le ponen el cuerpo todos los días– está estallado, pero ubica posibilidades y formas concretas de acción con la comunidad. Un tejido al que el retiro estatal le facilita la intoxicación con esta necroeconomía, un vórtice cuyo principal obstáculo es, precisamente, la organización social.
Esa que sigue, cuando todos se van, en estos barrios.
La que sigue también en la rotonda, marchando como las Madres en ronda, exigiendo justicia.
La que nos interpela para pensar no uno, ni dos, ni tres pueblos, sino todos los necesarios y todos los que faltan, para que todo lo que nos revelan Brenda, Lara y Morena no sea, sola y tristemente, un caso.
Uno más.
Mu208
La odisea: lo que ve Penélope, sobreviviente de un barrio narco
Sobrevivió a una balacera entre bandas de soldaditos narco en 2010. Salió del barrio Villegas, en Ciudad Evita, con su hijo buscando otros destinos. Cuenta lo que vio en este tiempo, a través de sus padres adictos y sus amigas; las expectativas de vida (o de muerte), y las opciones: drogas, prostitución, violencia. ¿Cómo salir de un destino marcado? Los niños, la red, la voluntad y la esperanza. Filosofía, trabajo social y tejido: los estudios que elige como una fórmula y una forma de hacer y ver vida. ¿Se puede? Por Claudia Acuña.

Tienen el nombre de aquello que teje la paciencia y eso la define. Nació, creció, murió y resucitó en el barrio de Villegas, uno de los cinco afluentes que conforman la cuenca de la tempestuosa Rotonda de La Tablada. Su padre murió en un tiroteo con la policía; su madre, torturada por el sida. Ambos eran adictos y tuvieron dos hijas que antes de los 15 años ya eran madres y huérfanas. Lo importante, dirá, es todo lo que significó eso para ellas y antes: la vida en esos territorios se juega en la frontera entre la niñez y la adolescencia. “La mirada del barrio te marca a fuego en el momento en el que ni siquiera sabés quién sos. Yo, por ejemplo, como era hija de adictos ya era para todos y sin duda puta y drogadicta cuando todavía era virgen. Estos días miraba las fotos de las chicas masacradas y me veía a mí y a mis amigas en aquellos años”. Nenas jugando un peligroso juego de grandes.
A esa edad, recordará: “Ya no tenés ninguna expectativa de salir del barrio y del destino que te tiene asegurado. Es una condena que transformás, para poder soportarla, en un trabajo, que es lo único que no hay ni habrá en el barrio: esa es la certeza. Y una cosa lleva a la otra: para poder hacerlo, consumís y para poder consumir –comida, droga- te prostituís. En esa situación quedás embarazada y no parás, al contrario: te obligás a hacer más. Y para hacer más, consumís más. He visto a chicas darles la teta a sus hijos de 8 o 9 años porque esa es la dosis que necesitan chicos gestados y amamantados por madres adictas. Y todo antes de los 20 años. Encima en la adolescencia temprana hay una competencia feroz que te obliga a demostrar quién sos cuando todavía no sos nada”. Algo –y no necesariamente alguien-que te grita “ey, vení a pararte acá en la esquina con nosotros, fúmate un porro o qué”.
¿O qué?
Esa es la cuestión.
“Es eso o la debilidad. No hay opción. Y para pertenecer y para tener, incluso para zafar tenés que violentarte, porque ser diferente te pone en riesgo”.
Vivir para contarla
El día en que la balearon -junio de 2010- Penélope tenía 28 años recién cumplidos. Era un poco más de las once y media de la noche y recién había llegado de trabajar en Mu cuando fue al kiosco para comprar dos alfajores para su hijo Agustín, de entonces 11 años. La calle 500 estaba como siempre. Vio a algunas personas en la esquina, pero no les prestó atención. Ni siquiera se quedó en el kiosco charlando un rato para poder volver rápido a casa: uno de dulce de leche, otro de chocolate. En ese momento escuchó los estampidos detrás de ella. Algo empezó a quemarla a la altura de los riñones. Quiso correr, pero sus piernas no. Se desplomó de rodillas. Y dijo: “Agustín”.
Después de los disparos el barrio se congeló en su propio silencio. Gritó. Jorge, hermano de una amiga, descifró esa voz y corrió a abrir la puerta. Sus padres le alertaron que era peligroso. Jorge sólo informó: “Es Peny” y salió.
Penélope estaba desangrándose en el piso. Jorge golpeó puertas que no abrían: era como estar encerrado al aire libre, sin salida. Algunos vecinos se asomaron. Corrió unos metros a lo de un remisero que se negó al traslado. Las amigas de Penélope suponen que eso se debió –en proporciones difíciles de estimar– al miedo y a que la sangre mancha el tapizado.
El tiempo también iba desangrándose. La policía y la ambulancia no llegaban y jamás llegaron: Villegas es un barrio ajeno a tales artefactos. Penélope se estaba muriendo. Jorge se paró delante de un automóvil que pasaba. Era una pareja joven, en un Fiat Uno. Subió a Penélope al asiento trasero. Bety, la madre de Jorge, se apretó adelante. El joven conductor atravesó un terreno para evitar toda una vuelta hasta llegar a la avenida Crovara: la vida se mide también en segundos y no le importaron los amortiguadores. En el camino Penélope tuvo una especie de sueño: estaba yendo a parir. La alucinación la mantenía alerta. “Hay que llegar” escuchaba. No sabe si lo decían otros o si era su propia voz.
Llegaron. Hospital Paroissien, de Isidro Casanova. Los médicos se abalanzaron sobre ella presionándola con ¿gasas? ¿trapos? Le tapaban las perforaciones de las balas que habían estallado dentro de su cuerpo. La presión era un dique para la inundación de sangre. Todavía no podía saber que perdería buena parte del hígado, un riñón, que tenía bombardeados el estómago, los intestinos, los pulmones… Solo sintió que las compresas aliviaban el flujo de sangre. Tuvo una certeza: “Zafé”, aunque días después estaría al borde del abismo media docena de veces.
Perforada, desangrada, ya estaba por caer bajo el efecto de los calmantes en el quirófano, cuando alcanzó a decirles a los médicos: “Qué linda es la vida”. Y se le cerraron los ojos.
Los que dispararon por la espalda acertaron tres veces. Las balas partidas estallaron dentro del cuerpo. Hirieron casi todo. Para saber si Penélope seguiría tejiendo su historia faltaba conocer una respuesta: la de su corazón, que es donde late todo su poder, que es enorme.
El tejido del abrazo
Ahora está trabajando sábados, domingos y feriados, de 10 a 20 en el Instituto San Martín, hogar de chicos condenados o procesados en causas judiciales similares a esa de la que fue víctima. La de ella se archivó por falta de pruebas. Solo sabe que sus victimarios tenían la misma edad que los chicos que hoy acompaña: entre 16 y 17 años. ¿Qué ve cuando los mira? “Niños, como mi hijo”. Dirá también que son todos muy pobres, que algunos están en situación de adicción, que no tienen un lugar a donde regresar cuando terminen de cumplir sus condenas, que incluso si lo tienen, son hogares destruidos por los mismos destinos sociales que derivaron en los delitos que están purgando y que todo, así, se retroalimenta, sin fin y sin solución. Lo que falta es lo que importa: la red que te permita tejer otra historia. “El otro día hicimos una asamblea y el tema eran los sueños y proyectos. Todos decían que querían tener dinero para sacar a su familia adelante. Y la verdad es que ya saben que al salir de ahí están marcados: antes de los 18 ya quedaron fuera del sistema y no hay nada que los ayude a encontrar otro camino que no sea el previsible. Sin esa esperanza la voluntad personal no alcanza”.
Se curó las heridas estudiando: terminó el secundario en una escuela nocturna, luego cursó dos años del profesorado en Filosofía en el Joaquín V. González hasta que decidió que su experiencia sería más útil como trabajadora social. Hoy está a punto de alcanzar la tecnicatura en la Universidad Nacional de La Matanza, en mitad de la carrera y ante un nuevo precipicio: la motosierra la dejó sin trabajo. “Pedí una beca y me la dieron: 15 mil pesos. Cada materia insume unos 30 mil, promedio, en apuntes. Tuve que decidir: un kilo de carne o el apunte. Bueno: me tuve que acostumbrar a leer el PDF desde el celular”. Se puso a vender comida, a bordar bolsas y a mandar curriculums, sin parar. Hasta que obtuvo esta oportunidad, por contrato y como monotributista: 200 mil al mes. Los días hábiles cuida a una niña, para completar, pero su obsesión en que nada la aparte de su objetivo: tener un título.
La pregunta es que le permitió crear y sostener su propio horizonte. “La mirada de otras personas que vieron en mi otra cosa. Al barrio llega, en el mejor de los casos, una mirada de conmiseración, de lástima, que despierta una rebeldía: no soy esto, puedo ser otra cosa. Y esa otra cosa es ser algo peor. Deshumanizarte. Lo que se necesita es ver más allá de lo que esa persona es en esas circunstancias tremendas, cada vez peores”. La postal de Villegas hoy es cegadora: cada vez hay más chicos, en cantidad y en edad. Están atados a las bolsitas de droga, como zombies. “Los están adormeciendo para que no se rebelen ni protesten ni sueñen”, define Penélope. Los distintos la pasan peor: Jorge, el vecino que la salvó, se suicidó.
La pregunta, por último, es qué hacer. “Yo organizaría una invasión de abrazos”, dice. El silencio antecede a la explicación, que es tan conmovedora como su propuesta: “¿Sabés cuál es el taller que tiene el cien por cien de participación en el Instituto? El de tejido”.
Penélope nos propone imaginar esa escena: chicos –varones- de 16 y 17 años sentados en ronda con dos agujas en la mano.
Descifrar qué significa esto es la salida que solo ella -Penélope, mi heroína- por su historia, por su sensibilidad y por su sabiduría, ve.
Mu208
A los trolls
Cartas al poder. Por Susy Shock
A vos te hablo, defensor de esta época de pseudos libertarios, vos que tan machito o tan hembrita te escondés detrás de un teclado y acurrucadito ahí, con una coca light en la mano.
Tirás y tirás odios pestilentes, quizá porque con un poco de suerte te llueve un mango por hacerlo.
Y viste que está dura la vida, y no sólo la nuestra, la de las polillas, que tenemos cada vez más cerca cada fin de mes, y una entiende que hay que rebuscársela.
He conocido más de un gil que parece que le pagan para escribir en las redes y atacar artistas.
¡Qué laburo, mi viejo, y que bajón, mi vieja!, sostenerle el papel higiénico al poder de turno.
¡Qué asco esta época de tan poco sueño y tan berreta la audacia!
Y como leíste que cerraron el INADI, suponés que eso ya te exime de todo, y entonces ahora volvés a usar como insultos palabras que hemos aprendido que no lo son, pero el INADI no existe, también lo cerraron.
Y vos, ignorante, suponés que era en una oficina a donde tenías que rendir cuenta, sabelo, paje posmoderno, vos que te creés cadete de una batalla cultural, que cuando la sangre llegue al río y que cuando se dé vuelta la tortilla, todo eso que creés vencido, todo eso que suponés derrotado te estalle en la cara, te explote en los ojos, capaz que ahí todo será tarde.
Y claro que hablo de venganza, ¿o qué te pensás que hacemos? ¿qué te pensás que polillamente estamos haciendo cuando la hija trans de Elon Musk renuncia a su apellido y a la mayor fortuna del mundo?
Esa guerrilla magenta es nuestra venganza mariposa y alada, silenciosa y sobre todo fuera de todas las redes.
¡Besito, piscuí!
*Cartas al poder forma parte de una serie de entregas de Susy Shock que publican mes a mes en MU.

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