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Renata Schussheim: al rojo vivo
Artista visual, diseñadora y más, adelanta sobre un nuevo libro con los “figurines” de sus vestuarios y repasa detalles de su biografía. De lo familiar a lo político, retazos de una vida dedicada a crear nuevas formas y colores. Por Carlos Ulanovsky.

Hay que ser muy artista tiempo completo para andar por la vida con semejante color de cabello. ¿Qué clase de rojo?, se le pregunta. Ella responde, con una sonrisa que delata que es consulta frecuente: “Rojo Schussheim”. Artista visual, dibujante, diseñadora de vestuario, ilustradora, figurinista, sus acciones creativas se destacaron en teatro, ópera, ballet, recitales, video clips, producciones fotográficas y periodísticas, performances y cada vez que ejerció la curaduría en exposiciones, empezando por las propias. Al momento de esta entrevista con MU (principios de septiembre) Renata Schussheim terminaba de exponer en ArteBA, compartía una muestra con Juan Stoppani y Edgardo Giménez en Galería Calcaterra, y en el Museo de Arte Moderno decía desde sus obras “Esto es Teatro”, un viaje entre escenarios icónicos como el Instituto Di Tella y el Parakultural, que también frecuentó.
Es la ex compañera de Víctor Laplace, madre de Damián, dedicado a la música; es la suegra de Úrsula y la abuela de Aurora (8 años) y Camelia (2) que la llaman abuela y la tienen cautivada. Cocina siempre y cuando no tenga que encender el horno, y entre sus platos preferidos figura la pasta con hongos, brócoli o espárragos. Renata vive sola, aunque no tanto. Convive con dos perras terrier escocés llamadas Chanel y Titania, a quienes alimenta a puchero y calabazas porque para ella el alimento balanceado es “veneno”. A fines de septiembre pasó un momento de agitación: afrontó con éxito una cirugía de corazón de la que se está reponiendo muy bien.
Uno revisa detalles de su biografía y, primero que nada, se encuentra con una joven y muy decidida adolescente de mitad de los gloriosos años 60, una estudiante de Bellas Artes que se acercaba a gente que admiraba y a los que percibía como posibles maestros. “Sí – confirma-; era tremendamente atrevida. Lo que quería era aprender más. Llegué hasta Carlos Alonso, pero aunque no tomaba alumnos tuve la oportunidad de tener con él grandes conversaciones. Igual con el maestro Batlle Planas. Estuve muy próxima a él viéndolo cómo trabajaba sus pinturas aguadas o cómo con un papel higiénico obtenía texturas increíbles. También me interesaba la gente de teatro. Una vez en el subte lo paré a (Juan Carlos) Gené; conocí a Fernando Vegal, y cuando José María Gutiérrez protagonizaba a Willy Loman en La muerte de un viajante me permitía entrar al camarín para ver cómo se envejecía con el maquillaje”. Otra vez fue a conocer a Leopoldo Torre Nilsson, cuando él ya había dirigido Boquitas pintadas, porque ella soñaba con filmar una película de animación en blanco y negro. “Era una niña – evoca -; y él me dijo, ‘te va a salir muy caro, mejor dedicate a otra cosa’”.
Conocer mundos
Su costumbre de acercarse a personas que le despiertan admiración artística e interés humano persiste. Últimamente encomió los trabajos de jóvenes artistas visuales como el diseñador Martín Gorricho y los pintores Ornella Pocetti y Marcelo Canevari. Sin embargo, la atracción no es la misma con los escritores. Mira para un lado y apunta, con tono misterioso: “Mejor leerlos que conocerlos. Con tener sus libros es suficiente”. Uno de sus lemas es que el deseo es capaz de mover cualquier cosa. “¿Quién no hubiera querido conocer a Woody Allen? Yo, sí”. En otra ocasión le dedicó un dibujo a Federico Fellini. Era el retrato de un sombrero que semejaba una Torre de Babel llena de hombrecitos que intentaban treparla. El mensaje le llegó al director de la mano de una amiga común que residía en Roma y la respuesta la llenó de gozo: “Federico adoró tu dibujo”. Tras el recuerdo, agrega que le hubiera gustado mucho integrar el equipo de trabajo del director de La dolce vita, Amarcord y treinta películas más. “La ilusión estuvo – reconoce – pero es gente que durante años trabaja con el mismo grupo”. Chica segura de sí misma, en otra ocasión se prosternó ante el diseñador italiano Piero Tozzi, admiró en París a “una grande del glamour” como Mina Vergez quien le habilitó el salvoconducto para acercarse a Paco Rabanne. Y en el país guarda eterno reconocimiento por Alfredo Bologna, director de la sastrería del Teatro General San Martín porque “todo lo hace fácil y lo resuelve bien”.
Confía en que hace poco empezó a completar el largo listado de la gente que fue conociendo. “En una cola, en el Soho, me presenté con (la actriz francesa) Anouk Aimée. Gracias a Vinicius (de Moraes) lo conocí a Tom Jobim. Y a partir de ellos fui cercana de Chico Buarque, Caetano Veloso y Ney Mattogroso. Una gran suerte la mía de conocer a tantos”. Si solo fuera cholulismo, nada tendría de malo. Pero claramente es otra cosa y ella lo explica así. “Con cada uno aprendí algo. Lo tomo como aventura de conocimiento y de crecimiento”, afirma quien no por nada se llama Renata, del latín Renatus ilustra, un nombre que tiene el bello significado de la renacida, la que ha vuelto a nacer.
Algunas veces, por tentación, por curiosidad o por placer amplió su carnet de conocidos. Lo que hoy en esa libreta ocupa más espacio es la nómina de gente con la que trabajó, ayudando a crear espacios, contenidos, indumentaria. Fueron, y son, sus amigos Oscar Araiz, Jean Francois Casanovas, Alejandro Urdapilleta, María Moreno (“ella me dijo que escribía muy bien”), Charly García, entre muchos. Siguen las firmas y confía en que seguirán sumándose.
Datos de filiación
Renata Schussheim nació el 17 de octubre de uno de esos años en los que los niños argentinos éramos los únicos privilegiados. Ya adulta, se enamoró y se casó con el actor que mejor interpretó a Perón en el cine: Víctor Laplace, también hombre de la causa. En el marco de las fiestas del Bicentenario, en 2010, conoció a la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner y compartió con ella esa curiosidad de calendario que la asocia con el peronismo. Parecerían claves suficientes para un acercamiento a la política, pero en el camino pasaron cosas. “Crecí en una familia re antiperonista. Muchos eran inmigrantes, habían llegado perseguidos de Europa y acá asociaron a Perón con el nazismo. En las fiestas familiares fui testigo de discusiones tremendas, de esas que arruinan cualquier reunión. La política me interesa. Hace poco, ordenando papeles encontró un afiche que pedía la libertad de Ongaro, Tosco y todos los compañeros presos políticos. Me conmovió. A la actualidad política, y como puedo, la sigo, pero aquí y en el mundo por momentos se vuelve nauseabunda”.
Por compromisos laborales conoció muchos países y en varios la tentaron para quedarse a trabajar y vivir. Tiene claro que su lugar en el mundo es Buenos Aires. “Viví un año en México por razones de fuerza mayor y cuando (Oscar)Araiz estuvo a cargo del ballet del Teatro de Ginebra pasé algunos meses acompañándolo. Me encanta irme, pero más me gusta saber que voy a volver. Buenos Aires me parece una ciudad hermosa. Lo único que me molesta es la porquería de tirar abajo lugares históricos, algo que en otros países se cortarían las manos antes de hacerlo”.
Ropas de trabajo
Analógica nativa, manifiesta terror ante cualquier clase de resolución digital. Con angustia, o sin ella, se le anima cuando es inevitable, pero le preocupa desconocer y depender. En tanto, la actividad no para. Hizo el diseño de vestuario de La Traviata, con la que del 18 al 29 de noviembre el Colón cierra su temporada de óperas. Da los retoques finales a su libro de figurines (“Es el dibujo sobre el cual se corta un vestido, un traje u otra clase de vestuario. Una palabra que Manuel Puig hubiera aprobado”, define) que editarán muy próximamente Eudeba y Ampersand. Otro libro, sobre la historia del Colón, está en gateras. Entre su vivienda y un departamento vecino al que llama “bulincito depósito” guarda un fabuloso archivo de fotografías, de producciones periodísticas (en especial las que en la década del 70 hizo para el semanario Siete Días) y muchas carpetas con la memoria del centenar de espectáculos en los que participó. En sus departamentos-museo exhibe colecciones de perritos de plástico, tarjetas de pop up, zapatos en miniatura, figuritas con brillantes. “Museo no –corrige-, mejor kermesse”.
La creadora de tantas cosas se resiste a la docencia. Menciona que tener que hablar ante cualquier clase de auditorio la pone nerviosa: “Me conformo con que una sola persona me cuente que un trabajo mío le hizo elegir la carrera de Indumentaria”.
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Tres pueblos: el triple femicidio de Lara, Brenda y Morena
Florencio Varela, Flores y La Tablada: cartografía de tres narcofemicidios. Por Lucas Pedulla.

Un pueblo: Florencio Varela
La casa donde fueron asesinadas Brenda del Castillo (20), Morena Verdi (20) y Lara Gutiérrez (15), entre la noche del 19 y la madrugada del 20 de septiembre, está ubicada en el cruce de Río Samborombón y Chañar, barrio de Villa Vatteone, en Florencio Varela, un municipio del sur del conurbano bonaerense a 36 kilómetros de las calles de Ciudad Evita donde las chicas fueron vistas por última vez.
Es un barrio residencial, a ocho cuadras de la principal avenida –Eva Perón–, con casitas bajas, muchos árboles, mix de asfalto con calles de tierra, algunas familias construyendo uno o dos pisos sobre sus hogares, y otras que ofrecen sus oficios varios: venta suelta de artículos de limpieza, peluquería canina, peluquería humana ($5.000 el corte a jubilados), asesoramiento jurídico, o conejos a $6.000 (macho o hembra). A pocas cuadras hay un club deportivo, un centro cultural y el Hospital Mi Pueblo.
El tránsito es incesante: es mediodía, pero las líneas 506 (barrio Senzabello) y 509 (barrio San Luis) de la empresa San Juan Bautista pasan repletas. También los micros escolares con niños y niñas de guardapolvo, apretados contra la ventana para ver esa casa de barrio que tiene una cinta de peligro que la cruza de punta a punta y un patrullero de la policía comunal que la custodia. De esa camioneta se baja un policía, se presenta como sargento y pide datos del medio con una sonrisa de ocasión: “No pasa nada, es para saber: allá está Crónica”, señala. Por el costado pasan caminando niños y niñas de la mano con sus madres porque a cinco cuadras hay una primaria, una secundaria y otro instituto. Miran de reojo la casa.
La cinta de peligro es precaria pero al menos delimita un perímetro: en los primeros días algunas cámaras de televisión entraron porque la escena no tenía custodia. La reja que da a la calle tiene un ramo de flores –ya marchitas– que alguien dejó. La luz blanca de la entrada sigue encendida. Y la puerta de madera de ingreso, custodiada por otra reja, está abierta, rota. Al estar ubicada exactamente en la esquina, tiene dos casas linderas, una sobre Samborombón y otra sobre Chañar. En Samborombón hay un garaje abierto. Están construyendo. “No hablo con la prensa”, dice un hombre, robusto. En la insistencia, repite elevando el tono: “No hablo con la prensa, te dije. Yo digo guau y ustedes publican miau”. Mataron a tres chicas, era para saber si había escuchado algo esa noche. El hombre mira: “¿Ves que sos un pelotudo? Esa es la pregunta que no tenés que hacer. Pelotudo”.
En la casa de Chañar no atiende nadie, pero al lado se asoma una señora. Es jubilada de la mínima. “Por suerte tengo a mi hija”, dice. Esa noche, según cuenta, no escuchó nada: “A la chica que vivía ahí la veía a veces, pero nada raro. Fue una sorpresa para todo el barrio”.
La palabra “sorpresa” aparece en boca de varios vecinos. Suena desubicada, no por irrespetuosa, sino fuera de eje, pero también es cierto que ese es uno de los objetivos de esta violencia: dejar sin palabras, atónitos, con nulas posibilidades de enunciar el horror.
También aparece en algunos kiosqueros. “Este es un barrio de laburantes: acá tenés albañiles, docentes, enfermeros del hospitalito –dice uno, que comenta que las ventas nunca estuvieron tan bajas como hoy–. De la casa no te puedo decir nada, solo que paso todos los días por ahí para llevar a mi hija a la escuela”. Otro repite lo que primero le sale: “Fue una sorpresa total”. Y un tercer comerciante fue el que contó a los móviles de televisión que atendió al novio de la mujer que alquila la casa. Notó que tenía sangre en la mano, dijo que dejó una mancha en la reja y que estaba con otro chico que le decía: “Ponete La Gotita para que se pegue”. Al día siguiente se lo cruzó y el joven saludó, como si nada. La pareja del comerciante vuelve a hablar de sorpresa: “Nunca vi nada raro ni de drogas. A él no lo veíamos tanto, pero sí a ella, que venía con su hijo. Todo súper normal”.
La chica que alquilaba la casa es Celeste Magalí González Guerrero, 28 años, una de las detenidas. Al cierre de esta edición había declarado al fiscal Carlos Arribas múltiples detalles que la justicia deberá corroborar: explicó la estructura del clan (con Tony Janzen Valverde Victoriano, el “Pequeño J”, de 20 años, no como el jefe sino una pieza más), nombró a otros implicados y dijo que cuando llegó a la casa de madrugada vio a su pareja, Miguel Ángel Villanueva Silva (25, detenido), con uno de sus dedos sangrando y le contó cómo había matado a una de las chicas cuando intentó escaparse. Villanueva Silva es el que fue a comprar al kiosco con la mano ensangrentada.
Guerrero también declaró que Pequeño J había llamado a su pareja dos días antes para pedirle la casa para una fiesta. Ese día, según dijo, ella les abrió el portón para entrar la Chevrolet Tracker de la que bajaron tres hombres: Pequeño J, Víctor Sotacuro Lázaro (41, detenido; indicó que le dio en mano mil dólares) y otro hombre de “tez blanca”, con “canas” y una “Glock”. También bajaron Brenda, Lara y Morena, y dijo que se las veía “alegres” y “contentas”: “Pensaban que venían a una fiesta”. La chica también dijo que al irse vio a tres hombres con guantes de látex. Y que todo fue transmitido por una aplicación para que lo viera uno de los jefes que, según su declaración, estaba en José C. Paz, noroeste del Gran Buenos Aires.
Contó que vendía droga a 17 cuadras de la casa y dijo que Matías Ozorio (28) era quien le traía cocaína en 100 o 120 envoltorios a un valor de 10 mil pesos cada uno. Ozorio vivía en el barrio Zavaleta, al sur de la Ciudad de Buenos Aires: estudió enfermería, tenía un trabajo en relación de dependencia en el Hospital Italiano –obra social, aportes, vacaciones, aguinaldo–, lugar del que se hizo echar, según sus familiares, para cobrar una indemnización que invirtió en el mundo cripto. Entre sus apuestas estuvo $Libra, bendecida por el presidente Javier Milei, cuyo desplome hizo a Ozorio perder todo y pedir un préstamo a un transa. Según Guerrero, fue una de las tres personas que cavaron los pozos en la casa de Varela con música a todo volumen. Como Pequeño J, Ozorio fue detenido en Perú.
En el barrio los colectivos siguen repletos, el patrullero sigue en su lugar, los chicos siguen yendo a la escuela. Todo sigue. “Es un barrio tranquilo”, dice otro hombre, que se mete rápido a su hogar, justo enfrente. Otros miran las flores sobre la calle. Las fotos. Algunos sonríen con calidez, como entendiendo. Ya no hay nada más que hacer. Nos vamos.
Al ir hacia el auto, sentado en el cordón enfrente de su casa, está el hombre robusto. Hace una seña con la mano de vení. “Perdón, pá”, dice, ya con otra voz. “Te traté mal. Disculpá”.
Nos sentamos al lado. No pasa nada, es entendible.
“En serio, disculpá”, insiste. “¿Sabés lo que es que todos los días vengan periodistas a preguntar? Cada vez que me preguntan si escuché algo, porque siempre arrancan por ahí, se me revuelve todo. Tengo una hija de 20 años”.
El hombre hace silencio.
Mira la casa.
“Todas las noches me duermo preguntándome cómo no escuché algo”, dice, moviendo la cabeza.
“Era solo música, fuerte. Esa noche encima llovió, hubo tormenta. Y yo pienso: soy albañil, ¿sabés las veces que me lastimé y grité?, pero esa noche nada. Es obvio que si escuchaba algo iba a llamar a la policía. Tengo una hija. Pero qué te imaginás que al lado están matando tres chicas. Es un barrio de trabajadores: el de allá es pintor, el otro hace muebles de diseño, ella es abogada, el papá de él es cocinero. Y a la chica que alquilaba la conocíamos de barrio. No sabemos qué hacía. Pero a su hijo lo vimos crecer. Jugaba a la pelota acá, en el portón de casa”.
El hombre tiene los ojos llenos de lágrimas.


A la izquierda, la marcha multitudinaria en Flores que corrió a la policía el día de la aparición de los cuerpos. A la derecha, Georgina Orellano, secretaria general de AMMAR.
Dos pueblos: Flores
El barrio porteño de Flores es uno de los epicentros de la organización de las trabajadoras sexuales que comenzó a tejerse en los calabozos de la comisaría 50 –hoy la 7C– con la intención de estar unidas frente a la violencia policial. La memoria larga de algunas les permite comparar este momento con aquellos noventa: el mismo ensañamiento. ¿La diferencia? Antes se imponía la coima, que se distribuía en partes iguales para los agentes de Moralidad, del patrullero y del jefe de calle. Ahora no hay forma de frenar que las esposen, tiren al suelo y las arreen a los golpes a la comisaría. También existía otro vínculo con los vecinos, pero hoy les sacan fotos y las comparten en los grupos de whatsapp del barrio. Algunas hablan de “hipocresía moral” porque muchos de esos varones que enarbolan los insultos en la virtualidad, en la calle son sus prostituyentes.
Hace una década el censo de la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR) había contabilizado 400 mujeres y trans distribuidas en tres turnos. En los últimos tiempos se sumó algo nuevo: un batallón de chicas muy jóvenes, con jeans achupinados, pestañas tuneadas, uñas esculpidas y labios rellenos con ácido, que recorren las calles del barrio en pequeños grupos, como si hubieran salido de bailar. Tienen 20, 23, 21, y algunas refieren estar “haciendo la calle” desde mucho más jóvenes. Hablan de hijos, hablan de sus barrios del conurbano y hablan de que no trabajan más allá de las once de la noche porque tienen miedo. Desde el triple narcofemicidio hay un policía por cuadra, lo que las obliga a caminar sin parar.
Unas y otras son jefas de hogar que trabajan para mantener a sus hijos. Unas y otras, en los últimos meses, se reunían en asamblea todos los miércoles: eran unas 40. Entre ellas estaban Brenda y Morena, quienes formaron parte del grupo que firmó un amparo para frenar la violencia policial. La denuncia quedó en la nada. Brenda no quiso firmar porque tenía un hijo y sabía que la única respuesta estatal a esas acciones era un recrudecimiento de esa violencia: le preocupaba que le quedaran antecedentes si iba presa. Las chicas que la conocieron cuentan cuál era el sueño de Brenda: quería trabajar mucho ahora que su hijo era chico, para cubrirle lo indispensable y luego retirarse. El de Morena: pintar su casa y revocarla.
La imagen de Lara por las calles de Flores irrumpió en un móvil de televisión dos meses antes de su cruel asesinato. Se la ve con anteojos de sol, campera, respondiendo con otra chica las denuncias de los vecinos. Dijo que se llamaba “Luna” y tenía “20 años”. El testimonio es revelador porque la denuncia de los vecinos en tándem con la violencia policial y la inacción judicial no hace que la oferta desaparezca, sino que se desplace a lugares cada vez más precarios. “Es la precarización de la precarización”, define una trabajadora con años de calle en Flores. “Eso empuja todo a mayor clandestinidad”.
Esa precariedad en contexto de crisis económica representa un combo complejo: los prostituyentes disminuyeron porque no tienen para pagar tarifas que arrancan en 10 mil por sexo oral o 20 mil la media hora más el turno en uno de los tres hoteles alojamiento que hay en esas cuadras donde la cocaína es más barata que las adolescentes. Así el mercado impulsa a los varones a cambiar sus consumos: sexo por droga. Y así, en la vulnerabilidad que camina las calles de Flores ingresa el narcomenudeo y con él el cambio del gobierno de esas calles: la policía ya no es la máxima autoridad, pero sí quien castiga con más ferocidad a quienes solo venden sus cuerpos. En las calles de Flores se está librando esa batalla a cielo abierto: la transición entre el pecado y el infierno. Lo que parece inevitable, entonces, es la consecuencia: “En vez de estar caminando ocho horas en el corredor, a la que vende cinco bolsitas le alcanza para pagarse la pieza y darle de comer a su hijo. Y las vende rápido. Entonces, sigue con 20 bolsitas y ya le alcanza para comprar también un par de zapatillas. Cuando llega a 30 va presa”. En AMMAR tienen registradas más de 80 chicas presas y muchas otras con pulseras y controles por causas de venta de drogas.
Era lógico entonces que la primera marcha en repudio al triple narcofemicidio tuviera como escenario la Plaza Flores. “Acá empezó todo”, sintetizó aquel día Georgina Orellano, la presidenta de AMMAR. Lo que había comenzado era la expulsión hacia rincones oscurecidos por la impunidad. La movilización fue rebelde, como es este movimiento, y corrió a los efectivos policiales –literal– que huyeron al trote.
Luego, esas calles se llenaron de policías y de cámaras de televisión. Las más jóvenes caminan al trote ocultándose la cara con la tapa de los diarios. La pregunta inútil es si tienen miedo. Responden: “No, porque nunca vamos a meter la mano en la lata de un cliente”.
El mensaje llegó.


Las velas, las antorchas, las palabas: imágenes de la marcha del silencio que las familias de Brenda, Lara y Morena hicieron en la rotonda de La Tablada a dos semanas de los asesinatos.
Tres pueblos: la Tablada
Las imágenes de una cámara de seguridad ubican a Brenda, Lara y Morena subiendo a la Chevrolet Tracker blanca a las 21.29 del viernes 19 de septiembre en la esquina de La Quila y El Tiburón. Al barrio se lo conoce como “los monoblocks de Tablada” o “los complejos de Ciudad Evita”, por los límites que comparten estas dos localidades de La Matanza –el municipio más habitado del país: más de 1.800.000 almas–: la Ruta Provincial 4 (referenciada como Camino de Cintura, avenida Diego Maradona o Monseñor Bufano), la Ruta 21, La Quila y la avenida Crovara (que quieren rebautizar “Papa Francisco”). Son aproximadamente 12 cuadras por 5. Algunos calculan que allí viven veinte mil personas, aunque suponen que son más por la multiplicación de construcciones o porque viven tres o cuatro familias por departamento. El barrio está dividido en los complejos 4, 5 y 6, y 17, 18 y 19.
Uno de sus ingresos está en la Rotonda de La Tablada, una geografía de permanente tránsito de colectivos, autos y camiones que las familias de las chicas transformaron en el principal escenario para exigir justicia. De un lado de la rotonda hay una YPF, del otro una estación de servicio PUMA, que tiene enfrente el predio del regimiento de La Tablada ocupado en 1989, hoy transformado en un hiper Chango Más con canchitas de fútbol. El ingreso al barrio es saludado por cuatro murales: la Virgen de Caacupé, el Papa Francisco, Maradona con su gol con la mano a los ingleses, y Narcóticos Anónimos. Brenda y Morena vivían allí. Lara también durante un tiempo, pero se mudó con la mamá a González Catán, otra localidad matancera. En los monoblocks sigue viviendo su abuela.
Hay comedores en el barrio que entregan 800 viandas por día, una escala que algunos referentes comparan con la pandemia. En los últimos dos años recrudecieron el hambre, las enfermedades –llaman la atención casos de sífilis y sarampión– y la falta de trabajo. En algunas escuelas certifican asignaciones familiares apenas para 10 ó 20 alumnos, lo que significa un 90 por ciento de padres y madres sin trabajo formal. En La Tablada cerraron algunas fábricas de calzado por la apertura de importaciones: muchas de las personas despedidas son vecinos y vecinas de los monoblocks. También cerraron otras dos fábricas de plásticos. El estómago saca cuentas rápidas: seis vecinos de algunas de estas pymes son seis familias en la calle, pero como las viviendas son compuestas el destino de esas seis afecta a 12 ó 24 personas de su círculo familiar. Salen algunas changas de construcción, pero ya ni siquiera el supermercado está tomando cajeros ni repositores, y los jóvenes con alguna posibilidad en el Mercado Central (los chicos, para bajar cajones) o en La Salada (las chicas, para atender y vender ropa) vuelven molidos de trabajar toda la noche por 20.000 pesos que –sienten, con razón– no justifica el tiempo ni sus cuerpos. Sobre todo si llegan a las cinco de la mañana y a las siete ya tienen que entrar al colegio. No hay demanda porque no hay oferta, y nada se mueve porque no hay plata.
El circuito que sí se mueve es lo narco, que gana cada vez más terreno. Los vendedores ambulantes que antes caminaban por las casas ofreciendo huevos o morrones hoy tienen que pagar peaje para transitar. Esa economía empieza a dar un rédito inmediato que la escuela demanda seis años de estudio, la posibilidad de ir a la universidad, pero sin garantía de un trabajo, como lo ven en aquellas empresas que cierran. Algunos jóvenes quieren estudiar e irse del país, como cuentan con dolor sus madres. Otros, irse del barrio. Y todos saben que con una tarde de campana pueden conseguir unas zapatillas Jordan y soñar con algún iphone o alguna moto. Las edades en que esos deseos se juegan el todo por el todo arrancan cada vez más temprano, de los 12 a los 20 años, una franja donde todo se ve y todo se entiende. Saben quiénes venden, por qué los vecinos se tirotean, y descreen de la policía que siempre se equivoca el lugar de acción: cómo puede ser que le hagan un allanamiento a X si todos saben que el que vende es Z.


Laura, referente de AMMAR en Flores, en la esquina en la que se paraban Brenda y Morena. A la derecha, la casa del horror de Villa Vatteone, en Florencio Varela, donde aparecieron los cuerpos de las tres chicas. El contexto: la pobreza y lo narco.
La elección de la propia aventura toma decisiones cada vez más aceleradas y con menos margen de duda: campanear, ser soldadito, robarse un par de chanchos a pedido de otros, o el consumo de tussi, una droga de la que muchos empezaron a escuchar cada vez con más intensidad de un año a hoy. En las chicas se ven las famosas “UBI”, fiestas en casas con música, sexo y drogas, cuya ubicación se comparte por mensaje privado a último momento para integrantes exclusivos. Hay vecinos que descubrieron que ese era el término para describir lo que funciona al lado de sus casas. Son vecinos que también tienen miedo de perderlas: ya vieron que muchos fueron echados de sus hogares que luego son utilizados para vender droga o como casas de los hijos de. El consumo, a su vez, rompe todo: a los profes de fútbol les cuesta cada vez más completar los equipos para el partido del domingo y los ojos de quienes habitan estos espacios comunes están alertas para que no vendan en la canchita.
En medio de la destrucción cotidiana la economía narco resuelve algunas cosas concretas: abre un comedor, arma una cooperativa, limpia las calles, pone luces, coloca cámaras. “¿Cómo hacés?”, se pregunta un vecino, con los brazos abiertos. El lugar que nadie ocupa es terreno fértil, y la mano de obra son esas edades que antes con la escuela podían conocer el mar y hoy cursan una realidad donde un micro cuesta una fortuna.
Lo poco que hay –que, a su vez, es un montón, con héroes y heroínas que de forma anónima le ponen el cuerpo todos los días– está estallado, pero ubica posibilidades y formas concretas de acción con la comunidad. Un tejido al que el retiro estatal le facilita la intoxicación con esta necroeconomía, un vórtice cuyo principal obstáculo es, precisamente, la organización social.
Esa que sigue, cuando todos se van, en estos barrios.
La que sigue también en la rotonda, marchando como las Madres en ronda, exigiendo justicia.
La que nos interpela para pensar no uno, ni dos, ni tres pueblos, sino todos los necesarios y todos los que faltan, para que todo lo que nos revelan Brenda, Lara y Morena no sea, sola y tristemente, un caso.
Uno más.
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La odisea: lo que ve Penélope, sobreviviente de un barrio narco
Sobrevivió a una balacera entre bandas de soldaditos narco en 2010. Salió del barrio Villegas, en Ciudad Evita, con su hijo buscando otros destinos. Cuenta lo que vio en este tiempo, a través de sus padres adictos y sus amigas; las expectativas de vida (o de muerte), y las opciones: drogas, prostitución, violencia. ¿Cómo salir de un destino marcado? Los niños, la red, la voluntad y la esperanza. Filosofía, trabajo social y tejido: los estudios que elige como una fórmula y una forma de hacer y ver vida. ¿Se puede? Por Claudia Acuña.

Tienen el nombre de aquello que teje la paciencia y eso la define. Nació, creció, murió y resucitó en el barrio de Villegas, uno de los cinco afluentes que conforman la cuenca de la tempestuosa Rotonda de La Tablada. Su padre murió en un tiroteo con la policía; su madre, torturada por el sida. Ambos eran adictos y tuvieron dos hijas que antes de los 15 años ya eran madres y huérfanas. Lo importante, dirá, es todo lo que significó eso para ellas y antes: la vida en esos territorios se juega en la frontera entre la niñez y la adolescencia. “La mirada del barrio te marca a fuego en el momento en el que ni siquiera sabés quién sos. Yo, por ejemplo, como era hija de adictos ya era para todos y sin duda puta y drogadicta cuando todavía era virgen. Estos días miraba las fotos de las chicas masacradas y me veía a mí y a mis amigas en aquellos años”. Nenas jugando un peligroso juego de grandes.
A esa edad, recordará: “Ya no tenés ninguna expectativa de salir del barrio y del destino que te tiene asegurado. Es una condena que transformás, para poder soportarla, en un trabajo, que es lo único que no hay ni habrá en el barrio: esa es la certeza. Y una cosa lleva a la otra: para poder hacerlo, consumís y para poder consumir –comida, droga- te prostituís. En esa situación quedás embarazada y no parás, al contrario: te obligás a hacer más. Y para hacer más, consumís más. He visto a chicas darles la teta a sus hijos de 8 o 9 años porque esa es la dosis que necesitan chicos gestados y amamantados por madres adictas. Y todo antes de los 20 años. Encima en la adolescencia temprana hay una competencia feroz que te obliga a demostrar quién sos cuando todavía no sos nada”. Algo –y no necesariamente alguien-que te grita “ey, vení a pararte acá en la esquina con nosotros, fúmate un porro o qué”.
¿O qué?
Esa es la cuestión.
“Es eso o la debilidad. No hay opción. Y para pertenecer y para tener, incluso para zafar tenés que violentarte, porque ser diferente te pone en riesgo”.
Vivir para contarla
El día en que la balearon -junio de 2010- Penélope tenía 28 años recién cumplidos. Era un poco más de las once y media de la noche y recién había llegado de trabajar en Mu cuando fue al kiosco para comprar dos alfajores para su hijo Agustín, de entonces 11 años. La calle 500 estaba como siempre. Vio a algunas personas en la esquina, pero no les prestó atención. Ni siquiera se quedó en el kiosco charlando un rato para poder volver rápido a casa: uno de dulce de leche, otro de chocolate. En ese momento escuchó los estampidos detrás de ella. Algo empezó a quemarla a la altura de los riñones. Quiso correr, pero sus piernas no. Se desplomó de rodillas. Y dijo: “Agustín”.
Después de los disparos el barrio se congeló en su propio silencio. Gritó. Jorge, hermano de una amiga, descifró esa voz y corrió a abrir la puerta. Sus padres le alertaron que era peligroso. Jorge sólo informó: “Es Peny” y salió.
Penélope estaba desangrándose en el piso. Jorge golpeó puertas que no abrían: era como estar encerrado al aire libre, sin salida. Algunos vecinos se asomaron. Corrió unos metros a lo de un remisero que se negó al traslado. Las amigas de Penélope suponen que eso se debió –en proporciones difíciles de estimar– al miedo y a que la sangre mancha el tapizado.
El tiempo también iba desangrándose. La policía y la ambulancia no llegaban y jamás llegaron: Villegas es un barrio ajeno a tales artefactos. Penélope se estaba muriendo. Jorge se paró delante de un automóvil que pasaba. Era una pareja joven, en un Fiat Uno. Subió a Penélope al asiento trasero. Bety, la madre de Jorge, se apretó adelante. El joven conductor atravesó un terreno para evitar toda una vuelta hasta llegar a la avenida Crovara: la vida se mide también en segundos y no le importaron los amortiguadores. En el camino Penélope tuvo una especie de sueño: estaba yendo a parir. La alucinación la mantenía alerta. “Hay que llegar” escuchaba. No sabe si lo decían otros o si era su propia voz.
Llegaron. Hospital Paroissien, de Isidro Casanova. Los médicos se abalanzaron sobre ella presionándola con ¿gasas? ¿trapos? Le tapaban las perforaciones de las balas que habían estallado dentro de su cuerpo. La presión era un dique para la inundación de sangre. Todavía no podía saber que perdería buena parte del hígado, un riñón, que tenía bombardeados el estómago, los intestinos, los pulmones… Solo sintió que las compresas aliviaban el flujo de sangre. Tuvo una certeza: “Zafé”, aunque días después estaría al borde del abismo media docena de veces.
Perforada, desangrada, ya estaba por caer bajo el efecto de los calmantes en el quirófano, cuando alcanzó a decirles a los médicos: “Qué linda es la vida”. Y se le cerraron los ojos.
Los que dispararon por la espalda acertaron tres veces. Las balas partidas estallaron dentro del cuerpo. Hirieron casi todo. Para saber si Penélope seguiría tejiendo su historia faltaba conocer una respuesta: la de su corazón, que es donde late todo su poder, que es enorme.
El tejido del abrazo
Ahora está trabajando sábados, domingos y feriados, de 10 a 20 en el Instituto San Martín, hogar de chicos condenados o procesados en causas judiciales similares a esa de la que fue víctima. La de ella se archivó por falta de pruebas. Solo sabe que sus victimarios tenían la misma edad que los chicos que hoy acompaña: entre 16 y 17 años. ¿Qué ve cuando los mira? “Niños, como mi hijo”. Dirá también que son todos muy pobres, que algunos están en situación de adicción, que no tienen un lugar a donde regresar cuando terminen de cumplir sus condenas, que incluso si lo tienen, son hogares destruidos por los mismos destinos sociales que derivaron en los delitos que están purgando y que todo, así, se retroalimenta, sin fin y sin solución. Lo que falta es lo que importa: la red que te permita tejer otra historia. “El otro día hicimos una asamblea y el tema eran los sueños y proyectos. Todos decían que querían tener dinero para sacar a su familia adelante. Y la verdad es que ya saben que al salir de ahí están marcados: antes de los 18 ya quedaron fuera del sistema y no hay nada que los ayude a encontrar otro camino que no sea el previsible. Sin esa esperanza la voluntad personal no alcanza”.
Se curó las heridas estudiando: terminó el secundario en una escuela nocturna, luego cursó dos años del profesorado en Filosofía en el Joaquín V. González hasta que decidió que su experiencia sería más útil como trabajadora social. Hoy está a punto de alcanzar la tecnicatura en la Universidad Nacional de La Matanza, en mitad de la carrera y ante un nuevo precipicio: la motosierra la dejó sin trabajo. “Pedí una beca y me la dieron: 15 mil pesos. Cada materia insume unos 30 mil, promedio, en apuntes. Tuve que decidir: un kilo de carne o el apunte. Bueno: me tuve que acostumbrar a leer el PDF desde el celular”. Se puso a vender comida, a bordar bolsas y a mandar curriculums, sin parar. Hasta que obtuvo esta oportunidad, por contrato y como monotributista: 200 mil al mes. Los días hábiles cuida a una niña, para completar, pero su obsesión en que nada la aparte de su objetivo: tener un título.
La pregunta es que le permitió crear y sostener su propio horizonte. “La mirada de otras personas que vieron en mi otra cosa. Al barrio llega, en el mejor de los casos, una mirada de conmiseración, de lástima, que despierta una rebeldía: no soy esto, puedo ser otra cosa. Y esa otra cosa es ser algo peor. Deshumanizarte. Lo que se necesita es ver más allá de lo que esa persona es en esas circunstancias tremendas, cada vez peores”. La postal de Villegas hoy es cegadora: cada vez hay más chicos, en cantidad y en edad. Están atados a las bolsitas de droga, como zombies. “Los están adormeciendo para que no se rebelen ni protesten ni sueñen”, define Penélope. Los distintos la pasan peor: Jorge, el vecino que la salvó, se suicidó.
La pregunta, por último, es qué hacer. “Yo organizaría una invasión de abrazos”, dice. El silencio antecede a la explicación, que es tan conmovedora como su propuesta: “¿Sabés cuál es el taller que tiene el cien por cien de participación en el Instituto? El de tejido”.
Penélope nos propone imaginar esa escena: chicos –varones- de 16 y 17 años sentados en ronda con dos agujas en la mano.
Descifrar qué significa esto es la salida que solo ella -Penélope, mi heroína- por su historia, por su sensibilidad y por su sabiduría, ve.
Mu208
A los trolls
Cartas al poder. Por Susy Shock
A vos te hablo, defensor de esta época de pseudos libertarios, vos que tan machito o tan hembrita te escondés detrás de un teclado y acurrucadito ahí, con una coca light en la mano.
Tirás y tirás odios pestilentes, quizá porque con un poco de suerte te llueve un mango por hacerlo.
Y viste que está dura la vida, y no sólo la nuestra, la de las polillas, que tenemos cada vez más cerca cada fin de mes, y una entiende que hay que rebuscársela.
He conocido más de un gil que parece que le pagan para escribir en las redes y atacar artistas.
¡Qué laburo, mi viejo, y que bajón, mi vieja!, sostenerle el papel higiénico al poder de turno.
¡Qué asco esta época de tan poco sueño y tan berreta la audacia!
Y como leíste que cerraron el INADI, suponés que eso ya te exime de todo, y entonces ahora volvés a usar como insultos palabras que hemos aprendido que no lo son, pero el INADI no existe, también lo cerraron.
Y vos, ignorante, suponés que era en una oficina a donde tenías que rendir cuenta, sabelo, paje posmoderno, vos que te creés cadete de una batalla cultural, que cuando la sangre llegue al río y que cuando se dé vuelta la tortilla, todo eso que creés vencido, todo eso que suponés derrotado te estalle en la cara, te explote en los ojos, capaz que ahí todo será tarde.
Y claro que hablo de venganza, ¿o qué te pensás que hacemos? ¿qué te pensás que polillamente estamos haciendo cuando la hija trans de Elon Musk renuncia a su apellido y a la mayor fortuna del mundo?
Esa guerrilla magenta es nuestra venganza mariposa y alada, silenciosa y sobre todo fuera de todas las redes.
¡Besito, piscuí!
*Cartas al poder forma parte de una serie de entregas de Susy Shock que publican mes a mes en MU.

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