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Tierra de alguien

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Música y arte, revistas y murgas, recitales y murales. Una usina productiva que nació de las raíces que dejó en el barrio Ludueña de Rosario, Claudio Pocho Lepratti, asesinado por la policía en diciembre de 2001. Estas son sus hormigas.

Tierra de alguienDrogas, narcos, paco, faso, choreo, tiros, muerte, mala vida: barrio Ludueña, ciudad de Rosario, provincia de Santa Fe. Tierra de nadie. Lugar sin códigos. Cuidate de pasar por ahí y cuidate de los pibes que vienen de ahí. Futuros perdidos. Juventud sin recuperación. Más cana ahí, por favor. No hay otra para Ludueña.
Pero, ¿quién dice?
Allá por el año 91 un seminarista salesiano comenzó a andar por las calles de Ludueña. Un joven rubio, de rulos y pocas palabras. Se llamaba Claudio Lepratti. Quería hacer cosas con los pibes de ahí. Así empezaron los campamentos, encuentros y grupos de jóvenes. Ya para el año 94 se había instalado a vivir de forma definitiva en el barrio. Previamente había pedido permiso en el seminario: no lo dejaron. Renunció. “Hay cosas que no pueden esperar”, decía él.
Lo llamaban Pocho. Los terribles, Los pelos duros, Los gatos, Los piqueteros de Lourdes, Los Suipacha, La vagancia, Los ropes y Los de Ludueña en la vía: todos los grupos de pibes que se fueron gestando con el espíritu de su compañía y al ritmo imparable de los pedales de su bicicleta con la que recorría los distintos barrios. Son aquellos que recordarán para siempre que él era como su mochila: gomines y parches, mate, yerba y tortas fritas, agenda, revistas, convocatorias para actividades, afiches, boletines, papas y cebollas, “pa’ improvisar un guiso donde sea”.
Así, en declarada lucha contra esa máquina dispuesta a tragarse los destinos de los jóvenes de las grandes barriadas, mientras hablaba de la búsqueda de un mundo donde quepan muchos mundos más, Pocho, al calor de los guisos y guitarreadas que compartía con los pibes en su casa cuando volvía de trabajar, comenzó a diagramar talleres, organizar salidas para distintas actividades sociales, pensar en espacios de arte y propuestas para cada uno de ellos.
La idea era estar en movimiento. Por eso arrancaba de madrugada y cuando pasaba a buscar a los chicos para ir a algún encuentro o alguna actividad, los sacaba literalmente de la cama.
En su agenda, además de anotar su diario de cada día, apuntaba los sueños que tenía para cada uno de sus nuevos compañeros. Cada uno de ellos era alguien. Tenían oportunidades y derecho a vivirlas. Tenían nombre y apellido.
Pasaron años de trabajo continuado en lo más crudo del invierno neoliberal, cuando llegaron los trágicos días de diciembre de 2001. Lo encontraron, como siempre, poniendo el cuerpo por los demás.
Aquel 19 de diciembre, a las 18 horas, cuando la policía avanzaba a los tiros por el barrio Las Flores, Pocho se encontraba en el comedor de la escuela 756, donde trabajaba. Decidió hacer algo. Subió al techo, y desde allí gritó lo obvio: “Hijos de puta, no tiren, que abajo hay pibes comiendo”.
Fueron sus últimas palabras. Un balazo de la policía le atravesó la tráquea, para imponerle silencio.
Hoy, a ocho años de su asesinato, en Ludueña dicen que Pocho Vive. Lo recuerdan como una hormiga, “exploradora y a la vez obrera”, como un trabajador incansable que creía en las construcciones que se gestan así, de abajo y de a poquito, con la capacidad y con la fuerza que tiene un hormiguero si está organizado. Otros hablan de él como el Ángel de la bicicleta, gracias a la canción que le compuso León Gieco. Algunos lo nombran como un amigo, un compañero o como “el cheff guisero de la solidaridad y la cebolla”. Sin embargo, la historia se sigue escribiendo y, como dice Milton, uno de los referentes del Bodegón Cultural Casa de Pocho, lo importante es ver “cómo es la cuenta para pasar de la división a la multiplicación”.
 
Los pocheadores
“Las cosas se ven golpe, pero no suceden de golpe”, dice Emilio, 27 años, murguero y pocheador. Los imparables murales que pueblan las paredes de todo el barrio; la producción de una revista que pensaron como herramienta para vincularse con otras organizaciones (además de construirla como vía para denunciar los reiterados casos de represión y abuso policial); los músicos del barrio que descuellan sobre los escenarios, editan discos y animan los carnavales que cada año sacuden a Ludueña para festejar, conjuntamente, el cumpleaños del Pocho; la murga que está pronta a cumplir los nueve años de vida; los talleres de cine, de escritos y de inventos; un espacio para el trabajo en la prevención de vih, otro con las mujeres y madres del barrio; la biblioteca que día a día van poniendo a punto; la organización de campamentos y las clases de música entre guisos y milanesas, todo, surgió de la mano de lo que hoy es el Bodegón Cultural Casa de Pocho e invita a pensar si no será que el rubio ese de la bicicleta todavía anda dando vueltas por Rosario.
Pero, como dice Emilio, nada fue por generación espontánea, ni tampoco por arte de magia.
“De golpe estamos todos enredados, pero no es así. Son cosas de años y tiene mucho trabajo atrás”, aclara para los desprevenidos.
Claro: conocer de cerca la propuesta que sembró Lepratti, despertando alternativas distintas para tantos pibes y pibas y poder ver, con el paso del tiempo, cómo aquellos mismos niños, ahora ya maduros, han multiplicado sus hazañas, puede deslumbrar a cualquiera. Pero enseguida ellos se encargan de bajar a la tierra y hacer saber que nada es color de rosas.
Entonces cuentan lo duro que fue continuar luego del trágico diciembre. Que los primeros seis o siete meses estuvieron sin juntarse como grupo, aunque se iban viendo por la calle o en los distintos reclamos de justicia. Y cómo fue que a uno de ellos se le ocurrió que estaría bueno organizar un campamento para encontrarse, conversar y ver cómo hacían para procesar las cosas colectivamente y poder seguir adelante.
Lo siguiente fue hablar con los familiares de Pocho y pedirles permiso para que su casa se convierta en un espacio comunitario para el barrio. Empezaban a descubrir las raíces, pero también a meterse en un gran baile.
“La casa de Pocho se llovía toda. No podíamos dejar ni un libro ahí. Estuvimos dos años arreglándola”, cuentan los pocheadores. El 1° de mayo de 2004 la inauguraron oficialmente como el Bodegón Cultural Casa de Pocho con un soberbio locro.
Luego, el propio funcionamiento y el constante estado de ebullición que hay en su interior le dio el toque orgánico para que este espacio de referencia sea consecuente con su nombre. Es decir, que sea efectivamente una casa: mucha calidez y mucho despelote. Pero no le falta la cocina, el patio para matear y tampoco la generosidad para albergar a quienes quieran quedarse a dormir, aunque sea un poco apretados.
 
La alegría
Para la época en que la inauguraron, mientras cada diciembre hacían actos reclamando justicia en los tribunales, ya habían decidido también que el carnaval debía seguir siendo motivo de alegría y optaron por festejarlo cada 27 de febrero porque ese día cumplía los años Lepratti. Hoy, como dicen ellos, una de las grandes alegrías es la capacidad de vivir tres días de fiesta en la plaza del barrio, con murgas, bandas de música, talleres y el compartir incesante de los vecinos sin que haya ningún problema. “Los primeros carnavales eran un quilombo, había minas peleándose o aparecía uno con un fierro. Se creaba un clima que todos querían salir corriendo para todos lados”, cuenta Varón, contento de haber celebrado en este último febrero el carnaval número ocho sin haber interrumpido ningún año.
 
Pechador de sueños
Varón es uno de los jóvenes que conformaban el grupo La Vagancia. Conoció a Pocho cuando tenía más o menos 11 años. Hoy tiene 30 y es uno de los referentes del trabajo social que se teje en su barrio. Pero antes que nada es un artista, un músico. Acaba de editar su segundo disco, “De ahí soy, de ahí vengo”. Y mientras se gana la vida de albañil, dedica todos sus esfuerzos para que lo que él genera con su arte vuelva de una u otra forma al trabajo concreto que se mueve día a día en la Casa de Pocho.
“Lo que yo hago o produzco en un escenario tengo que volcarlo sí o sí con los pibes. Es una obligación que tengo conmigo, con el barrio, con mis amigos más chicos, con mis amigos más grandes, con mi familia, con todo eso.” Por eso en este último carnaval subió a las tablas con los niños que participaron en el espacio de música durante todo el año 2008 para cantar todos juntos.
Así también conoció Varón los primeros despertares musicales. En talleres como los que él y otros compañeros vienen dando desde hace años para los pibes más chicos. Sólo que en su caso fue a manos de unos militantes de hijos que habían hecho el contacto con Pocho y se acercaron a dar clases de guitarra. “El taller de guitarra funcionaba así: yo quería tocar un tema, nos poníamos a sacarlo y mientras tantos hacíamos torta fritas o comíamos un guiso. O sea, era un taller pero con otras cosas”.
La primera vez que Varón subió a un escenario fue a instancias de uno de esos profes de guitarra, Eduardo Sánchez, hace más de quince años: “Fue en una toma de viviendas. Fuimos a hacer el aguante con el Pocho, con otros compañeros. Y en el medio de toda la movida había bandas. El Edu me dice: ‘Bueno, vamos a subir a cantar.’ Y largamos nomás con La colina de la vida, de León Gieco”. Con él –sí, con León– se dio el lujo de compartir escenario el mes pasado en un festival que organizaron en el anfiteatro municipal Humberto de Nito con el objetivo de juntar plata para ampliar la casa del Bodegón Cultural. “La movida ahora es ver cómo hacemos para construir un primer piso en el cual queremos subir la biblioteca, para que los pibes puedan leer o hacer la tarea, y también una radiocabina para retransmitir Aire Libre, la radio del barrio. Además, en ese mismo piso, queremos armar una sala de ensayo”, explica Varón.
Su primer disco, que llamó Andemos, lo grabó en el 2006 y lo presentó en la plaza que está ahí, a dos cuadras de su casa, en los carnavales junto a las demás hormigas. Editó 400 ejemplares que todavía están vendiendo. Completamente todo a pulmón, como dice él. A partir de esa grabación fue tomando forma más estable lo que hoy es el elenco que lo acompaña en la banda: la destreza del Ñuca en la caja peruana, el Loqui en bombo y bongó y el joven Vilca en guitarra.
 
Trapos y tapas
Carón contagia. Es de los que eligen la ecuación de multiplicar antes que la de dividir. Es de los que están en todas sin exigir protagonismo. De los que abren caminos para iniciar nuevos proyectos, pero también de los que saben hacer lugar cuando los otros vienen a sumarse. Y por eso estaba ahí cuando en el año 2000 hicieron nacer la Murga de los Trapos. La llamaron así porque no tenían para los trajes. Hoy lucen unas hermosas levitas naranjas y verdes y suman más de 25 murgueros, entre los cuales está Julieta, la hija de 10 años de Varón, que entendó que la cosa caminaba sola y se fue a soplar nuevos desafíos.
Fue Bichito, otro de los compañeros de El Bodegón, el que propuso armar una revista para salir a contar las otras cosas que nadie cuenta. Así nació la revista, que ya imprimió su edición número cinco y es una historia aparte.
El primer número fue con hojas fotocopiadas y sin nombre, pero pensaron que igual estaba bueno presentarla. Lucas cuenta: “Estábamos medio para atrás por todo lo que estaba pasando. Ese día nos juntamos y éramos como 50. Se presentó la revista, pero era la excusa para juntarnos. Cuando la leí, me re copó. Era lo mismo que yo estaba pensando. Y ahí nomás me sumé”. Lo mismo le pasó a otros que también agregaron sus ganas a la iniciativa.
En el primer número escribieron: “Según algunos medios de comunicación Ludueña Norte es tierra de nadie. No sé por qué titulan así a este barrio y no salen diciendo que toda la ciudad de Rosario es tierra de nadie. Esto es tierra de alguien. Y esos alguien son la cana y los narco. La tierra es de ellos y parece que pueden hacer lo que quieran.”
Pero el encuentro con los demás compañeros les hizo mirar las cosas desde otro lugar: “¿Por qué pensar todo en negativo? Esos alguien también somos nosotros y tenemos que contar las cosas buenas que estamos haciendo acá.” Así econtraron el título a la revista: Tierra de Alguien, aunque en el barrio todos la llaman tda.
Cada edición es distribuida de forma gratuita. A lo sumo piden una colaboración y con esa plata compran las resmas o pintan una bandera, como la que los acompaña a todos lados. Para los primeros dos números ate Rosario y amsafe les hicieron el aguante con todo: con impresiones y papel. Después, se sumó Cacho, un imprentero que leyó la revista y se hizo fan: “Me voló la mente y quise dar una mano”. Desde entonces, él aporta las tapas que se imprimen en papel madera.
Y ahí están nomás circulando los 600 ejemplares que tda imprime con una frecuencia propia. No es semanario, no es un mensuario. “Es un bolario”, dicen ellos con orgullo. “La sacamos cada vez que se nos cantan las bolas”. Lucas explica el porqué: “Lo que pasa en Ludueña pasa en Empalme, en Villa Banana, en Zona Sur y tantos otros barrios más. Entonces, la revista es una excusa para salir a recorrer esos barrios. Por eso cada vez que sacamos un número, lo presentamos. Así nos vamos enredando y encontrando”.
 
Cambio heridas por murales
Soy Ludueña tiene marcas de pinceles y aerosoles. Murales que visten al barrio y convocan con alegría a la memoria. Hormigas y bicicletas aladas están pintadas sobre el asfalto. Al igual que la última frase que gritó Pocho. No llevan firma, pero todos saben que Arte por Libertad es el responsable de poner colores a Ludueña y sus alrededores.
El grupo se formó en los carnavales del barrio y en los festejos del cumple de Pocho. “Veníamos trabajando en las calles por separado desde 2002 y al juntarnos en Ludueña nos dimos cuenta de que compartimos la forma de trabajar. Estábamos dispuestos a dejar nuestra estética individual por una obra colectiva en la que cualquiera pueda participar. No sé bien cómo se fue dando todo, pero arrancamos a pintar y trabajar constantemente juntos a partir del carnaval de 2008”, relata Guille, uno de los artistas de este grupo de pocheadores que inundan con sus colores cuanta actividad se haga alrededor del Bodegón Cultural. “Si uno siente que los murales tienen una energía especial es porque esa energía está acá, en el barrio. Cuando pintamos siempre antes nos ponemos a conversar con los vecinos, les explicamos por qué queremos hacer eso, para qué nos parece que sirve. Lo que surge, entonces, no es un invento nuestro, sino el resultado de ese intercambio.”
En ese ida y vuelta convertido en obra, en arte, en murga, en música, en revista, está el sabor del guiso de Pocho.

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