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Territorio sin ley
La antropóloga Morita Carrasco. En su libro Tierras Duras registra el interminable reclamo legal de la comunidad Lhaka Honhat para obtener formalmente la propiedad de sus tierras. La causa, que ya llegó a tribunales internacionales, involucra el destino de 6.000 pobladores.
Cuando a fines de la década del 80 la antropóloga Morita Carrasco viajó a Salta gracias a una beca de perfeccionamiento de la Universidad de Buenos Aires y tomó contacto con la Asociación de Comunidades Aborígenes Lhaka Honhat, supo que no se trataba de una experiencia más en su carrera. Su objetivo era llevar a cabo un trabajo de investigación acerca de la política indigenista del gobierno salteño y hacer foco en el reclamo del título de propiedad de tierras del lote 55 que un grupo de indígenas había presentado al gobernador. Desde hace veinte años, Morita sigue viajando a Salta cada dos meses, tan comprometida como el primer día con la lucha de las comunidades para obtener el reconocimiento legal de que ese territorio que sus ancestros ocuparon durante cientos de años. Les pertenece. Pero después de dos décadas, la promesa oficial sigue sin definirse.
Ella lo explica con contundencia: “La propiedad de la tierra es fundamental. ¿Por qué nosotros podemos ser propietarios y decimos que los pueblos originarios no pueden serlo? Ellos necesitan ser sujetos libres y la propiedad hoy tiene que ver con eso: es la llave. Una persona que trabaja para pagar el alquiler no es lo mismo que otra que es dueña de su casa. Los pueblos originarios quieren ser dueños de sus casas porque saben que ese título les da un reconocimiento, les otorga un estatus de ciudadanía que es diferente. Porque convengamos que la ciudadanía del que está registrado en la propiedad inmueble o la propiedad del automotor no es la misma que la del ciudadano que tiene que ir a pagar el alquiler”. Los pies sobre la tierra propia caminan con paso más firme.
A Morita le gusta conversar y cuenta sus experiencias con claridad. Da gusto escucharla. Mientras hilvana el relato, ofrece mate, le habla a su perra y acaricia a sus dos gatos. Con la misma calidez escribió Tierras duras, un libro plagado de testimonios que anotó en sus cuadernos y registró con su grabador en centenares de cintas, tantas que le da pudor revelar la cantidad exacta. Asegura que nadie le creería. Después de tantos años acompañando el proceso de esta lucha por la propiedad de las tierras, sintió la necesidad de contarlo desde otro lugar, tomar distancia de lo teórico, académico y explicativo y expresarlo en términos afectivos, nacidos de su emoción. Apeló a la descripción detallada de los hechos y las personas, para que el lector pueda ocupar el rol de protagonista, escuche sus voces y comprenda el reclamo. Muchos de los que iniciaron la lucha ya no están, por eso el libro también intenta rescatar a esos personajes imprescindibles e instalarlos en la memoria. Está dirigido a todo aquel que le interese mirar la experiencia desde adentro. Y está dedicado especialmente a sus dos hijos, quienes desde muy pequeños viajaban a las tierras norteñas junto a ella, compartiendo con la comunidad el vaso, el plato, la comida, la cama y los juegos. Ellos fueron los creadores del título: en un papelito dibujaron la tapa de un libro y con la intuición y lucidez dignas de la infancia escribieron Tierras duras. Morita agrega un significado a la combinación de palabras: para ella se relaciona con la tozudez de los funcionarios, a los que describe como personas rígidas, estructuradas, incapaces de intentar comprender formas de vida distintas.
La batalla legal
Lhaka Honhat nuclea a varias comunidades originarias (wichi, chorote, toba, churupi, tapiete) con cinco idiomas diferentes y suman alrededor de 6.000 pobladores. Se reconocen como cazadores recolectores y con esa impronta encaran la tarea de ser dueños de las tierras que habitan y de las que obtienen los medios para la supervivencia cotidiana.
Su batalla por el reconocimiento legal es larga. En 1988 comenzó un proceso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) donde denunciaron al Estado argentino por violación de los derechos indígenas. Luego se propuso un período de solución amistosa, en el que la Comisión interviene como árbitro para que el denunciado y el denunciante lleguen a un acuerdo de forma no judicializable. Esta etapa duró cinco años, tras los cuales el gobierno provincial se retiró. En 2006 la Comisión presentó lo que se denomina “informe de admisibilidad”, en el que reconoce que la organización indígena no tuvo acceso a la justicia de su país porque recorrió todas las instancias jurídicas internas y no obtuvo satisfacción para su pedido, por lo cual ese proceso está cerrado y esto habilita la instancia internacional.
Hasta el momento, el Estado argentino no presentó su defensa. Mientras tanto, el gobierno salteño continuó trabajando e insistiendo localmente con su propuesta, pese a que ya fue varias veces rechazada por la comunidad. “En esta zona viven 600 familias de criollos ganaderos, algunos pobres y otros no tanto. El gobierno de la provincia dice que también tiene que respetar sus derechos, que no pueden entregar todas las tierras a la comunidad. De ninguna manera las comunidades están pidiendo eso. Reclaman el espacio territorial que usan cotidiamente para garantizar su subsistencia, buscando recursos en el monte, pescando en ríos y lagunas, armando áreas de cultivo en las épocas de lluvia”, cuenta Morita.
La demanda incluye 400 mil hectáreas en el lote 55 y otras 243 mil destinadas a los criollos, en el lote 14, en el departamento de Rivadavia.
Un decreto del ex gobernador Juan Carlos Romero confirmó las cantidades de tierra, pero no definió si se trata de una suma de pequeñas parcelas o si es un espacio único. Y éste no es un dato menor. El ganado se mueve libremente, sin corrales, y la desaparición de los pastizales produjo un desequilibrio ecológico. Las vacas acabaron con las lagunas, que se formaban en el verano y proveían agua a toda la comunidad en invierno. Se vieron obligadas a comer los frutos de la algarroba, fuente de proteínas vegetales esenciales para la alimentación de la comunidad. Como también espantan a los otros animales, la caza se dificulta debido a las distancias que tienen que recorrer para poder encontrarlos.
Algunas empresas que operan en la zona cortan la madera, desmontan y plantan soja y lentamente están avanzando hacia el Chaco semiárido, donde se encuentra el departamento de Rivadavia, territorio habitado por estos pueblos originarios.
El pedido de la comunidad se basa en la defensa de la soberanía alimentaria. Afirma Morita: “Ellos dicen: les pedimos a los criollos que saquen las vacas. Los que quieran, pueden permanecer viviendo en nuestras tierras, pero pedimos que no se les den títulos en el lote 55, porque si luego venden, no sabemos quién va a venir. Y si lo compra un empresario y planta soja, nos perjudica. Queremos que haya dos áreas: una indígena y otra criolla. No es que los estamos expulsando, no es odio contra ellos, sino que lo que pretendemos es que usemos espacios diferenciados”.
Caminos agotados
La cidh es un organismo político que intenta dar soluciones a través de la mediación. Si esto falla, se traslada el conflicto a la Corte, que tiene como facultad poder tomar una decisión condenatoria. Esta última instancia es la que podría beneficiar a los reclamos indígenas, ya que la etapa anterior está agotada. Pero el caso está demorado y la Comisión no se expidió todavía.
Existe un inconveniente preciso que pone en jaque el espíritu colectivo que define al mundo indígena: la política social. El gobierno lo sabe y saca a relucir un despliegue de subsidios que ofrece a las comunidades con sospechosa generosidad. La propuesta histórica del Estado provincial es invitarlos a declinar sus pautas tradicionales de vida para convertirse en algo que no son. Prometen urbanización, como si fuera la mejor alternativa, la única, la inevitable. “Ellos viven del monte, de la pesca en el río, buscan miel silvestre, cultivan en espacios abiertos y el gobierno les quiere armar un corralito. ¿Y de qué van a vivir? No advierten que van a terminar siendo mendigos. Les dan subsidios de 150, 300 pesos para que ante la opción de recorrer 30 kilómetros para salir a cazar o ir al almacén, prefieran comprar harina, fideos y arroz en el comercio. Esto genera una dependencia brutal del mundo criollo. Es una política etnocida, racista. Los quieren borrar del mapa. Y lamentablemente el poder de los negocios vinculados a la política es más fuerte que las posibilidades de encontrar justicia”, se lamenta Morita.
Punteros y otras pestes
Una cuestión que funciona como un estigma para las comunidades originarias es la ayuda solidaria. Está instalado el sistema perverso de sometimiento del indígena a partir de la dádiva. Lo usual es que las artesanías se las paguen con ropa usada, en lugar de intercambiarlas por dinero, al precio justo. Morita conoce bien sus necesidades: “Lo que reclaman es autonomía, que no es lo mismo que independencia. Ése es el argumento de los políticos que creen que en este reclamo hay una amenaza de disolución del Estado. La autonomía pasa porque se los reconozca como sujetos capaces de decidir qué es lo que quieren. Pero no les preguntan qué precisan y los acostumbran a recibir este tipo de ayuda, que siempre ata. De manera tal que vas ahora a Tartagal y te encontrás con un montón de familias de comunidades que no han sido afectadas por el alud y, sin embargo, están en la puerta del regimiento esperando que les distribuyan la ayuda solidaria que hemos juntado en Buenos Aires y en otras partes del país. Precisan zapatillas, ropa, comida, todo; pero lo que más necesitan es que se los respete, que los comprendan. Y para eso la propiedad es indispensable, es lo único capaz de nivelar a los pueblos originarios con el resto de los ciudadanos”.
Otro factor desestabilizador es la nefasta presencia de los punteros políticos. A los dirigentes de las comunidades se les hace difícil hacerle frente a esta situación, ya que no pueden brindarles a los miembros de su comunidad lo mismo que ofrecen los punteros: planes sociales, alimentos, colchones, chapas, todo a cambio de la entrega del dni. Es una lucha desigual y resquebraja la red social indígena cuando sobreviene el reproche al dirigente: “Dame lo que me dan ellos y te apoyo en la organización”.
Los sueños
Muchas veces se cuestiona el trabajo del antropólogo que se ocupa de las cuestiones indígenas. La crítica más común es la que se refiere a que sus análisis de las situaciones se realizan desde la ciudad y se les cuestiona la representatividad. Morita opina que el elemento más importante para vincularse debe ser la honestidad, ya sea en el escritorio o dentro de la comunidad. Considera que no son incompatibles las dos formas de producir investigación. Ella misma se ha visto “escrachada” en algunos medios, cuando funcionarios vinculados al proceso de solución amistosa del reclamo de tierras atacaban su autoridad para asesorar a las comunidades, pero lo interpreta como una estrategia de la política para desacreditar los argumentos y las personas que colaboran con la causa.
Morita es profesora adjunta e investigadora en el Departamento de Antropología de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Si bien la lucha académica a veces resulta agobiante, siente satisfacción en la relación con los alumnos, aunque también los increpa si lo cree necesario: “Tengo momentos de estrés donde les digo: ¿qué les pasa, qué pasa que no reaccionan, qué piensan, qué sueñan qué proyectos tienen, qué quieren hacer de sus vidas? ¡Por favor: díganme algo! Y se quedan mirándome. Después recibo un mail: vos decías que no tenemos sueños, yo te quiero contar cuál es mi sueño”.
De su larga experiencia con la comunidad de Lhaka Honhat rescata la vivencia del disfrute por la vida. Sostiene que se encontraron mutuamente, que no eligió el lugar que iba a investigar, sino que el lugar la eligió a ella. Confiesa que se siente distinta al resto de las personas, que se observa mucho más rica que otros que no han tenido la posibilidad de vivir esa experiencia.
Admira en ellos una cualidad que no es tan común: el respeto. Recuerda que en una ocasión, cuando sus hijos eran chicos y se peleaban mientras ella realizaba una entrevista, le preguntó al cacique cómo actuaban frente a estas situaciones. Morita ya había percibido que tenían una respuesta, ya que durante esos días no había registrado ninguna pelea entre los niños de la comunidad. La respuesta era sencilla: no intervienen. Respetan las actitudes infantiles y dejan que ellos mismos resuelvan sus conflictos, le comentó el cacique con naturalidad.
Otro valor importante: compartir. En las mateadas, quien recibe un trozo de tortilla de harina la divide en dos y convida a un compañero. Otro: valoran la autonomía personal. Si algún miembro actúa en forma reprochable, se conversa con él, se le explican los perjuicios que provoca su actitud y si insiste, se lo aísla. La exclusión es una instancia grave dentro de una comunidad que valora la identidad colectiva. Notable contraste con el comportamiento de los funcionarios que toman decisiones para beneficio de unos pocos, como especifica Morita: “Cuando se realizan cumbres de presidentes, van a discutir cómo ayudan a las empresas. Se discute el negocio y no la felicidad y el bienestar de la población”.
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