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Recetas con corazón

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Emprendimientos de cocina, repostería y estampado de remeras forman parte del menú con que la asociación En Camino con otro creó un modelo de salud mental comunitaria. Lo que todavía falta para verlo completo.

Recetas con corazónEmpecemos por el final. Estamos en un departamento donde se amontonan los productos que crean adolescentes con particular entusiasmo. Hay sonrisas y comida, música y remeras pintadas a mano. Y en un rincón, está Brenda dándome una lección inolvidable. Comienza cuando me muestra el cuaderno en el cual escribe sus poemas a mano. No tengo los anteojos, así que tiene que leerme en voz alta lo último que apuntó. Con voz contundente, recita:
 
“Si hubiera gente con corazón,
capaz de pensar que es posible
un mundo sin pobreza,
tendríamos la fuerza necesaria para vivir
y no para subsistir como fantasmas”.
 
Me cuenta que lo escribió porque vio a unos chicos comer de la basura, rodeados por gente que no se detuvo a mirarlos. Brenda quiso registrar esa escena –los niños, la basura, el apuro de los sin corazón– como una forma de no sentirse cómplice. “Está en uno ver o no ver la realidad –me dice con total seguridad– porque lo que vos hagas con tu propia vida es tu responsabilidad”.
Debe ser muy exigente pensar así…
Pero es lo que hay. No sirve echarle la culpa a otro porque estarías condenado. En cambio, si depende de vos, significa que podés hacer algo para cambiarlo. Partamos de la base de que a partir de cierta edad todos sabemos lo que está bien y lo que está mal y podemos actuar en consecuencia. Es simple. Es así. Es lo que hay. Y de eso se trata aprender a crecer. Es difícil, muy difícil, pero se aprende.
¿Cómo se aprende a crecer?
Como con la bicicleta: a los golpes. Y aceptando que crecer significa afrontar riesgos, ganar, perder…
¿Y cómo se aprende a perder?
Perder no quiere decir que seas derrotado, empecemos por ahí. Porque podés perder, pero no fuiste derrotado. Que te haya ido mal una vez no significa que no puedas volver a intentarlo. No te salió, perfecto: intentalo de nuevo de otra manera. Se trata de ver cómo. Eso más que nada. De asumir responsabilidades. No es el fin del mundo: se cierra una puerta y se abre una ventana. Hay otras posibilidades y hay que buscarlas. Hay que saber poder, pero al mismo tiempo hay que saber volver a empezar. Si por cada cosa que te sale mal te vas a sentir derrotado, a la semana te mataste. Y eso es algo que no aprendés solo. Yo, por ejemplo, lo aprendí con Laura.
 
Recibida la lección, podemos comenzar por el principio: Brenda es una de las miles de adolescentes que estuvieron internadas en el hospital psiquiátrico Tobar García. No sé su diagnóstico: no se lo pregunto porque no importa. Aprendí esa lección, como Brenda, con Laura Pezzoli, jefa de la sección de Orientación y Entrenamiento Laboral de ese hospital y coordinadora, junto a Marcela Giménez, del Programa de Emprendimientos Sociales que dependen de la Dirección de Salud Mental de la ciudad de Buenos Aires. Títulos, todos, que le llegaron después de 22 años de trabajar en contra de todo el sistema que ahora le otorga estos reconocimientos formales. De esto, justamente, se trata esta historia: de una larga batalla que está comenzando a vislumbrar un final, a fuerza de tenacidad, persistencia y eficacia para sostener un proyecto que les permita a jóvenes como Brenda enseñarnos a hacernos responsables de nuestras realidades, por que sino estaríamos condenados a vivir sin corazón o a ser fantasmas.
 
Ser o estar
Volvamos al final: en la cocina del departamento los chicos están ahora preparando fideos. Algunos son pacientes del hospital, otros están viviendo en hogares. Todos son vulnerables. Todos son pobres. Todos son muy jóvenes: ninguno tiene más de 18 años, pero varios ya son padres y madres. Mientras ellos cocinan, Laura me enseña la receta para conjugar correctamente los verbos. Le pregunto a Laura:
Cuáles son los diagnósticos de estos chicos?
Psicosis, esquizofrenia, trastorno de…, todos diagnósticos psiquiátricos que asustan, dan miedo. Pero no son psicóticos ni esquizofrénicos. Son personas que tuvieron una crisis y necesitan medicación y todo un abordaje que acompañe a esa medicación, para poder salir de esa situación de crisis. Porque si decimos “es esquizofrénico” o “es psicótico”, ¿qué estamos afirmando? Que no hay forma de salir de eso. En cambio, si partimos de la hipótesis de que están en una situación de crisis, pensar en una salida se hace más palpable.
 
Allá por 1986, cuando Laura entró por primera vez al Hospital Tobar García se encontró con jóvenes etiquetados de acuerdo al vademécum psiquiátrico. Ubiquémonos: estamos hablando de chicos y chicas adolescentes en crisis que reciben como tratamiento el encierro, la medicación y un certificado de discapacidad que les permite acceder al beneficio de “viajar gratis” en el transporte público y recibir, en el mejor de los casos, un plan social infinitamente menor de lo que necesitan para subsistir. Laura quería ampliar ese menú. Recurrió a una estrategia simple: hacer de todo. “Ello nos fueron dictando el camino en función de sus necesidades. La primera señal la noté cuando empezamos a hacer una actividad con unas chicas internadas y nos ofrecieron hacer los desflecados de unas chalinas. Era un trabajo sencillo, por el que nos ofrecieron pagarles. A mí me impactó ver cómo una de las chicas, que estaba totalmente abúlica, desconectada, se transformaba en una persona activa a partir de ese simple trabajo. Comenzamos entonces a buscar estrategias similares y en el año 90 logramos participar de un programa “Cuidar cuidando” que se desarrollaba en el Jardín Zoológico. En el primer grupo participamos con siete chicos que en el hospital hacían honor a su diagnóstico psiquiátrico: se comportaban como locos. Pero en el zoológico tenían una conducta impecable, a tal punto que los cuidadores que interactuaban con ellos nos preguntaban por qué estaban internados. Así se nos hizo evidente que había una relación entre cómo se los miraba y cómo se comportaban.
¿Modificar esa mirada es la forma de salir de la condena de la etiqueta?
De la etiqueta se sale si hay respuestas. Y modificar la mirada sería una, pero no la única. Tiene que haber todo un proceso sostenido e integral, pero en aquel momento lo que me marcó de esas experiencias fue el hecho de confirmar que un contexto de afecto y confianza es terapéutico: es lo que ayuda al otro a sentirse y, por lo tanto, actuar “mejor”.
 
La locura
Laura no estaba sola en este empeño por encontrar alternativas. Junto a Ana Hernández, Cristina Marchesoni y Andrea Sola (hoy en Canadá), integraba el grupo de “locas” que desafiaron al modelo manicomial, sosteniendo diferentes proyectos: primero pintando murales junto a los alumnos de la escuela Pridiliano Pueyrredón la artista plástica Mónica Corrales, con participación de las familias de los adolescentes; luego con una huerta en la Facultad de Veterinaria; después, en la de Arquitectura con una capacitación en la fabricación de materiales de construcción ecológicos. Hasta que en el año 2000 se rindieron: “Había que sostener las dos cosas al mismo tiempo, por un lado el trabajo en el hospital y por el otro, los emprendimientos. Era agotador y no dábamos más porque nadie nos garantizaba la continuidad y siempre teníamos que empezar de cero”. Como una confirmación de sus convicciones, el ciclón de 2001 volvió a izar sus banderas. La crisis había logrado impulsar las ideas de economía social, pero también había logrado crear una comunidad más receptiva a integrar y sostener este tipo de proyectos. La vulnerabilidad ya no era un tema de locos, sino de todos.
Entre 2002 y 2003 integraron Casa Abasto donde desarrollaron junto a los jóvenes del barrio talleres de cocina, panadería y pastelería; de construcción de instrumentos musicales de percusión, y de estampado de remeras. Fue entonces cuando el proyecto integral que habían diseñado encontró el espacio político necesario para ser, al menos, formulado. Así, lograron que la Legislatura destinara un inmueble para construir el eco-centro que habían planificado. Concretamente, un espacio de capacitación, producción y venta de productos realizados por usuarios de los servicios de salud mental, pero también por jóvenes en situación de crisis social. Uno juntos a otros, al lado de profesionales e insertos en la comunidad. Ya tenían incluso la dirección del predio, pero no: el lugar fue derivado a otro destino, por lo que desde hace más de un año esperan que la Legislatura les confirme lo prometido por los funcionarios del área: que el eco-centro se construirá en la zona de Barracas, a pocas cuadras del Parque Lezama.
 
Última lección
Sin espacio y sin presupuesto, los proyectos de salud mental alternativos al encierro son fantasmas que habitan papeles sin corazón. Por eso, además de soportar siete diferentes administraciones en el gobierno de la ciudad, la estrategia de este grupo de “locas” fue, una vez más, hacer de todo. El plan de acción incluyó crear una asociación civil –bautizada “En camino con otro”, presidida por la arquitecta Jorgelina Jerez– alquilar un departamento, utilizar todo el menú de programas sociales que el Estado asistencialista despliega en cuotas siempre provisionales y cortas, y tramitar ayuda financiera internacional. Así, lograron finalmente formar parte del Programa Isole, financiado por la Cooperación Italiana a través del cisp, una oenegé italiana que aportará el dinero necesario para sostener proyectos en las provincias de Río Negro, Chaco, Chubut, la Ciudad de Buenos Aires y, por supuesto, al eco Centro. Solo falta que la Legislatura haga lo que tiene que hacer: formalizar la entrega del predio.
En tanto, el equipo de trabajo pudo formalizar la participación de algunos profesionales (el psicólogo Marcelo Martínez; las capacitadoras Elba Levenson y Belén Ninet, la terapista ocupacional Vanina Polenta y del cheff Gustavo Milossi ) que le ponen el cuerpo al desafío de hacer posible eso que Marcela Giménez define así: “nuestro pequeño acto de dignidad”.
Marcela, quien junto a otros trabajadores de salud mental impulsa proyectos de economía social desde del Borda, me regala la última lección: “La salud mental es esto: brindarle a la gente espacios de trabajo comunitarios. Y crear estos espacios es posible, incluso cuando no hay una política de Estado. O, a pesar de ella. Nosotros somos la prueba: con nuestro eco-centro esta ciudad podrá, por primera vez, ver en acción un proyecto de salud mental comunitaria. La salud mental no necesita nada más que eso: un espacio donde se pueda aprender, producir, encontrarse con el otro. Un espacio para volver a la vida.”

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