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La fábrica de locura

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Franco Basaglia. En momentos en que perversamente se debate el destino de los predios de los manicomios porteños, proponemos revisitar los ejes que trazó este psiquiatra italiano, padre de la lucha antimanicomial. Se podrá entonces valorar claramente un revolucionario proyecto de salud mental comunitaria, preocupado por los excluidos de siempre: los pacientes.

La fábrica de locuraManicomio
El manicomio es el lugar clásico de la modernidad en donde la relación interhumana se organiza y se convierte en una cosa anónima en el marco de la institución. Pero el manicomio es también más arcaico, no sólo por la miseria y el horror que contiene, sino porque nada en él es racional. Quien entra en un manicomio, aunque sea calificado como una institución hospitalaria, no es considerado como un enfermo, sino como un internado que va a expiar una culpa, de la que no conoce ni las causas ni la condena; es decir, desconoce la duración de esa expiación. Por otra parte, allí también hay médicos, batas blancas, enfermos y enfermerías, como si se tratara de un hospital, aunque, en realidad, no es más que un instituto de vigilancia donde la ideología médica constituye una coartada para legitimar una violencia que ningún órgano puede controlar, ya que el mandato confiado al psiquiatra es total, en el sentido que él representa concretamente la ciencia, la moral y los valores del grupo social del cual es su legítimo representante dentro de la institución.
 
Conquista
En el campo específico de la reclusión –y en este término se pueden incluir tanto el manicomio como la cárcel– , desde la época del barco de los locos –que erraba por los mares con su cargamento de “anormales” e “indeseables”–, la ciencia y la civilización parecen no haber sido capaces de ofrecer nada más. Para el hombre descarriado moralmente, la cárcel; para el hombre con el espíritu enfermo, el manicomio; para el hombre criminal y reconocido enfermo, el manicomio criminal. Ésta ha sido la gran “conquista” de la ciencia hasta ahora.
 
Enfermo
Según el racionalismo iluminista, la cárcel tenía que ser la institución punitiva para quien violase la norma representada por la ley: la ley que protege la propiedad, que define los comportamientos públicos correctos, las jerarquías de la autoridad, la estratificación del poder, la amplitud y la profundidad de la explotación. El loco, el enfermo de espíritu, quien se apropia de un bien habitualmente atribuido a la razón dominante –el extravagante que vive según las normas creadas por su misma razón o por su locura–, empezaron a ser clasificados como enfermos, para los cuales hacía falta una institución que marcara y definiese claramente los límites entre razón y locura, y en la cual se pudiera encerrar y aislar a quien atentara contra el orden público en cuanto a criterios de peligrosidad o escándalo públicos. Cárcel y manicomio –cuando ya estuvieron separados– siguieron conservando todavía la misma función de tutela y defensa de la “norma”, donde el anormal –por enfermedad o criminalidad– se transformaba en normal en el mismo momento en que quedaba circunscrito por esos muros que establecían una diferencia y un distanciamiento. Por tanto, la ciencia ha conseguido separar la criminalidad de la locura, reconociendo a esta última, por una parte, una nueva dignidad: la de la abstracción, o sea, su definición en términos de enfermedad.
 
Relación
Salud y enfermedad no son términos abstractos, sino elementos constitutivos de una realidad violenta y opresiva donde el encuentro entre hombre y hombre es por sí mismo “causa” y “ocasión” de enfermedad. En este sentido las estructuras que deberían servir para su prevención resultan del todo inadecuadas, en la medida en que no atacan sino que confirman la naturaleza de las relaciones de subordinación y de dominio, a través de la relación técnico-asistido.
 
Historia
Estructura económica y función institucional coinciden siempre, a cualquier nivel de desarrollo; por tanto, no es casual que los manicomios comenzaran a estructurarse, en su sentido técnico y social, con el inicio de la Revolución Industrial, a principios del siglo xix. Todas las formas de asistencia pública alcanzan su más amplia configuración institucionalizada en el momento en que se separa lo “productivo” de lo “no productivo”. Efectivamente, la relación ya no se da entre el hombre y la sociedad, sino entre el hombre y la producción.
 
Genealogía
La clase obrera de Marx todavía estaba formada por mujeres al límite de la prostitución, por niños raquíticos al borde de la supervivencia, por hombres adictos al alcoholismo y a la degradación. Era la época de la plusvalía absoluta y del riesgo real de extinción física de un proletariado que vivía muy por debajo de un mítico salario de subsistencia. La familia obrera no existía: en la clase obrera, la familia se había esfumado, como se habían esfumado para el obrero la patria, la propiedad, la religión, la moral. Después vinieron las ocho horas, la alianza entre la filantropía y el socialismo, la reconstrucción de la familia obrera y de la moralidad obrera. El proletariado pagó este tributo en aras de la supervivencia. Pero fue tan sólo una fase breve e inestable. La nueva familia no sólo es ya centro de producción, sino que se ve expropiada tanto de las funciones educativas como de la gestión del cuerpo de la salud. El hospital y la escuela se generalizan. La familia se convierte en el centro del consumo y de la afectividad residual. El resultado de todo ello es la distinción entre necesidades primarias y secundarias en virtud de la cual la conciencia, que en el hombre es necesidad y condición de todo lo demás, se convierte en un lujo, incluso en el mayor de los lujos. Tal vez sea éste, por lo menos implícitamente y casi simbólicamente, mi objetivo: que no solo de pan vive el hombre; el problema de la subjetividad o de la identidad es, para los oprimidos, tan material como el problema del sustento.
 
Violencia
¿Qué es la violencia del loco sino la afirmación obstinada de la propia conciencia y de la propia voluntad de comunicación, incluso dentro de la más extrema miseria? Y la explosión de la violencia en la sociedad contemporánea, la denominada violencia urbana, ¿acaso no expresa también un problema de este tipo, la pérdida de una relación comunitaria y la imposibilidad de toda recuperación al margen de una lucha de nuevo tipo, de la que no conocemos aún todas las claves?
 
Droga
El drogado es perfectamente homologable al loco. También en él se da la necesidad de destruir una parte de sí mismo; es una muerte prolongada que no siempre es muerte física, es una exclusión impuesta y aceptada. En cierta medida, en el problema de la drogadicción está en juego la cuestión de la dependencia general y de la medicalización de todos en la institución capilar de la tolerancia represiva. En este contexto deben entenderse ciertas propuestas de legalización que presentarían la exclusión como opción y la dependencia como modelo universal de comportamiento. Y precisamente en este campo debemos batirnos contra el modelo general de la dependencia, desde los fármacos hasta el alcohol, desde el tabaco hasta los objetos de consumo más o menos de lujo. Es un territorio nuevo, una contradicción reciente, que los técnicos no demonizan ni subrayan acaso porque en ella es posible leer lo que hay de común, de ligado a un modo de vivir, de trabajar, de consumir, de entender la efectividad, o mejor dicho, la negación de la afectividad.
 
Necesidad
Las alteraciones de la personalidad, los trastornos mentales, responden a una situación humana y esto es válido siempre; en un segundo momento, esta situación humana se cataloga, y es ahí donde aparecen las etiquetas de enfermedad. La enfermedad es la burocratización de la necesidad que esa situación humana representa. El equívoco es que nosotros, como psiquiatras, tomamos el aspecto burocrático de la enfermedad y no la necesidad que ésta expresa. El médico –y esto que voy a decir puede ser también válido para otros especialistas– va en búsqueda de las enfermedades más sofisticadas, más complejas, más prolíficas de síntomas, para determinar después si se está más o menos enfermo: cantidades, gradaciones, matices… Entonces nos hallamos frente al problema del lenguaje técnico, un vocabulario eufemístico, un conjunto de palabras que complejizan el fenómeno, pero que dejan intacta la necesidad. No interesa ni sirve decir que los manicomios encierran “gente que rechaza su propia vida”. Eso no es teoría. La teoría sólo es posible cuando surge como reflexión sobre la propia práctica transformadora. Si no se teoriza sobre estas bases, lo único que se consigue es reformular una nueva ideología que coloca palabras para explicar la enfermedad, pero que no descubre las necesidades de la persona enferma.
 
Simple
Estamos viviendo un momento en que se tiende a complejizar permanentemente la explicación de los hechos. Se producen análisis complicadísimos –destinados a grupos selectos– sobre situaciones simples, porque la complicación está al servicio de la confusión y ésta, a su vez, es un arma del dominio.
 
Sujetos
Tan pronto como se ha reconocido que la verdadera finalidad de las instituciones –que en teoría han sido delegadas para la recuperación– es la eliminación, mediante distintas justificaciones científicas, no se puede ignorar cuáles son los grupos o los individuos que caen en sus redes. Para los grupos dominantes es muy fácil librarse de las instituciones represivas y de castigo que han sido creadas en defensa de las normas sociales establecidas por ellos. Y esto, no porque entre sus miembros no haya enfermos, locos o criminales, sino porque su estar enfermo, ser loco o ser criminal puede quedar englobado en el ciclo productivo. Si enfermedad y delito son acontecimientos y contradicciones naturales, es muy explicativa la casi total ausencia de quienes pertenecen a las clases dominantes en las instituciones de la enfermedad y de la delincuencia. ¿Cómo se justificaría el hecho de que sólo quien no tiene poder económico termina en las redes de las instituciones públicas, donde la enfermedad en vez de ser curada es convertida la mayor parte de las veces en irreversible? El enfermo que puede manejar sus propios disturbios queda aun en la enfermedad, inserto en el proceso productivo (como sujeto-objeto de un particular ciclo económico tal como el de las casas de cura o de los médicos privados); conserva entonces casi intacto su rol social. No es por lo tanto sólo la enfermedad lo que reduce al internado en nuestros asilos a lo que es, sino la internación o el pertenecer a una clase de origen antes de esta internación.
 
Lógica
Actualmente, nadie puede mantener que las instituciones cerradas no sean indignas de un país “civilizado”. Nadie desconoce las condiciones en que viven los internados y nadie puede rechazar la responsabilidad y esquivar la lucha para que las cosas, de alguna manera, puedan cambiar. Sin embargo, la transformación de las instituciones lleva inevitablemente de nuevo al punto de partida. Dentro de la misma lógica, transformación, racionalización y control son las tres etapas de un proceso que se perpetúa continuamente a través del constante cambio formal de las cosas, sin que nunca incidan en la estructura, porque la transformación se da siempre como una respuesta técnica a una demanda económica. Las ciencias humanas –y entre éstas la criminología y la psiquiatría– están preparadas para ofrecer nuevas instituciones como respuesta práctica a las nuevas ideologías con que se intenta fabricar el nuevo hombre. Pero este nuevo humanismo, que siempre reaparece en los momentos de crisis, es un fracaso, ya que las relaciones sociales permanecen invariables, y seguirán determinando las vejaciones del hombre sobre el hombre. La institución que puede nacer en defensa y custodia de la humanidad oprimida acabará transformándose en una nueva forma de opresión, para esa misma franja de humanidad.
 
Cambio
Lo que debe transformarse para poder transformar prácticamente las instituciones o servicios psiquiátricos (como por otra parte todas las instituciones sociales), es la relación entre ciudadano y sociedad, en la que se inserta la relación entre salud y enfermedad. O sea reconocer como primer acto que la estrategia, la finalidad primera de toda acción, es el hombre, sus necesidades y su vida dentro de una colectividad. Aquí está el significado de la necesidad de una toma de conciencia política en cada acción técnica. Esto significa entender que el valor del hombre, sano o enfermo, va más allá del valor de la salud o de la enfermedad; que la enfermedad, como toda otra contradicción humana, puede ser usada como instrumento de liberación o de dominio. Pero en el mundo occidental, incluso en el caso de que se llegue a un nivelamiento que garantice, por ejemplo, la asistencia para todos en un régimen interclasista, el valor primero nunca sería el hombre ya que permanecería —también en esta dimensión— dominado y subordinado merced a una lógica económica totalmente extraña a él, donde no participaría sino como objeto pasivo. Si no cambia esta actitud (que es inevitablemente de naturaleza política) hacia el enfermo, el inválido, el disminuido, no cambia el significado destructivo implícito en sus tratamientos: la segregación como respuesta institucional y la codificación de una diversidad que puede ser instrumentada como elemento de discriminación social, incluso en la fase preventiva.
 
Barrotes
Soy el Estado asistencial está en crisis en todas partes y por ello esta polémica es más actual que nunca. En el fondo de esta crisis arrancan fenómenos como el terrorismo, la otra cara de un Estado que ya no marginaliza la diferencia desviante, sino que la convierte en el principal enemigo, una imagen que sólo sirve para encerrar la dinámica de la lucha entre cuatro barrotes.

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