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Territorio libre

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Donde alguna vez se intentó construir el pabellón 5 de Ciudad Universitaria, hace ya dos años que una veintena de hombres y mujeres viven en comunidad, duermen en carpas y se alimentan con lo que ellos mismos producen en su huerta.

Territorio libreUnas tiras de tela colgando de una madera forman la entrada improvisada a la aldea. Un cartel da la bienvenida y avisa: “Reserva natural universitaria”. Siguen unas escaleritas que nos separan de todas esas personas que en ronda parecen estar almorzando. La escena desde aquí arriba es conmovedora: al lado de las carpas hay un refugio hecho de adobe, más atrás una pequeña huerta y en el centro, más de treinta hombres y mujeres jóvenes hablando y comiendo alrededor de una gran olla. Todos me miran sonrientes e invitan a sentar. Abren lugar entre los troncos y, en seguida, acercan una cazuela repleta de lentejas, zapallitos, trozos de choclo y mil y un verduras más. Queda claro: en Velatropa no hacen falta presentaciones.
El almuerzo es realmente delicioso y no recuerdo haber comido tan sano alguna vez. De pronto, una muchacha avisa: “Acá están los baldes para lavar los platos. En uno lo enjuagan, en el otro mojan la esponja”. Otra mujer anuncia una clase de yoga colectiva y un muchacho invita a tocar y escuchar música en el sector de la huerta. Hoy hay festival, y la música, la relajación y la danza son algunas de las propuestas. Mientras sumerjo mi plato en el balde, explican: “Si laváramos los cubiertos con el chorro de una canilla, gastaríamos muchísima más agua”.
Cada uno de estos detalles –la ronda, la comida, el festival, el cuidado del agua– conforman en Velatropa una cultura con nombre propio: permacultura. ¿Qué es esto? El término es una contracción entre dos palabras: permanente y cultura. Sintetiza las leyes que consagran la vida de esta comuna: no producir alimentos sin trabajar la tierra, no comprar electricidad, agua ni gas y no generar basura, son algunas de las propuestas. El desarrollo sustentable es otro de sus pilares. La creación de vínculos sociales basados en la cooperación es lo que sostiene la delicada trama de esta práctica basada en recuperar la relación entre las personas y la naturaleza, entre la gente y el espacio que habita.
Para entenderlo, Mariel, sentada en la ronda junto a Saya, recomienda ver La historia de las cosas, un documental. “Ahí te muestran como las cosas funcionan en este mundo de manera lineal: primero, se las extraen de la naturaleza; luego, se las procesa y produce; en tercer lugar, se las comercializa; y por último, se las desecha”. Llega, entonces, a una conclusión ineludible: las cosas, luego de un tiempo, no se usan más, se desechan, pero ¿qué pasará cuando se agoten?
En su fanzín, Velatropa habla de recicl-arte. Dicen: “reciclar es el acto con el que uno hace que la materia vuelva a entrar en un ciclo, a cumplir una función, dejando de ser basura para ser materia prima”. Ahora entiendo las botellas usadas como ladrillos para el refugio. Ahora entiendo este hermoso ejemplo cíclico que me acerca Mariel:
Los árboles nos dan madera
Con la que hacemos fuego
para cocinar
Que nos da ceniza
Que usamos para cubrir
la caca en el baño seco
Que usamos como abono
para la tierra
Que nos da madera
 
 
Las manos mágicas
La aldea parece estar ubicada en una gran fosa bordeada por las carpas, la huerta grande y los bosques. En esa fosa construyeron con materiales reciclados un refugio que despierta la envidia de cualquier arquitecto. Hecho de adobe y utilizando residuos como ladrillos, es lo suficientemente grande como para albergar una pequeña cocina a leña, varios sillones y colchas esparcidas, una biblioteca y otro salón donde está empezando la clase de yoga colectiva.
Todavía se observan columnas sin terminar y bloques de cemento que brotan del suelo, cimientos del fantasma del pabellón 5. Allí detrás, del otro lado del refugio, está el baño seco, donde me encuentro con Vi y David. Viven ahí –cuentan– pero no de manera fija: una semana en la ciudad, otra en Velatropa. Vi es profesora de reiki, una técnica que busca la sanación o el equilibrio a través de las manos, que ella enseña en la aldea cada luna llena. David menciona otras prácticas espirituales que practican en el grupo y nos recomienda visitar una especie de santuario que está en lo que llamaron el Bosque del Silencio. “Está en construcción”, avisa y se marcha sin más hacia el baño seco.
El bosque bien merecido tiene su nombre. También se encuentra en una especie de fosa, como sumergido en la superficie vegetal que lo rodea. El santuario está construido con maderas y telas que forman un techo, y a sus costados se observan velas y restos de algún ritual. Un cartel reza: “Si vino a comer, tomar o charlar, toque la campana una vez; si está de visita, tóquela dos veces”.
Las visitas llegan por varios canales que la comunidad tiende a un afuera que no quieren hostil. No es, por eso, cerrada, sino todo lo contrario. Invita a la integración a partir de actividades que transmiten claramente la propuesta. El Festival de la Luna Llena, por ejemplo, propuso “un día de armonización y arte por la paz”, que incluyó un almuerzo comunitario, danza, reiki, acrobacia con telas, recital de violín y proyecciones de cine para la puesta del sol. También tienen un sistema de pasantías para sumar “gente con ganas, tiempo, energía y conocimiento” que pueden aportar a las distintas áreas en las que está organizada la comunidad y una puerta permanentemente abierta a las donaciones: piden mantas, palos de escoba (para las construcciones), tetrabricks vacíos (para rellenar los techos), herramientas, pinturas y comida natural. Así, cualquiera puede colaborar con Velatropa aún no siendo un miembro específico de la aldea. Tomás, por ejemplo, es un muchacho que estudia Diseño en la uba, y que todas las tardes comparte un almuerzo o ayuda en lo que se necesite. Por ejemplo, como se va de viaje la semana próxima trajo su bicicleta para dejarla aquí hasta que vuelva.
 
Adobe y luz solar
elatropa es un hueco dentro del hormiguero de Ciudad Universitaria. ¿Habría podido instalarse en otro lado? Tal vez, pero el apoyo estudiantil, la venta de empanadas en los pabellones y las eventuales ayudas de laboratorios de la uba para con el proyecto, son algunas de las bases sobre las que la aldea logra edificarse. “Velatropa es consecuencia del mundo, del aquí y ahora. Somos conscientes que estamos en la Universidad de Buenos Aires, y tenemos que lograr la impecabilidad en ese sentido: no podemos cometer errores, ni ser un mal ejemplo para nadie”, explica Saya.
Para Saya, Velatropa es en cierto modo un retorno a pautas perdidas, de civilizaciones más puras y con valores humanos más elevados. Para él, “el mundo hoy nos vende que la felicidad es el consumo, pero eso sólo llena agujeros. Las necesidades del alma y lo espiritual no te las va a colmar con ningún reloj”. Saya decidió salirse de ese mundo y crear otro. “Fue como morir y volver a nacer”, es decir, empezar de nuevo y desde cero. Por eso, dice, la aldea es para él como un jardín de infantes, donde todos están recién aprendiendo y capacitándose.
A un costado del refugio, tres personas están aprendiendo a construir juntas una pared con vidrio y cañas. “Después las contorneamos con adobe”, cuentan, y explican que la idea es cerrar por completo el lugar de cara a este invierno. Hay en Velatropa un sentido muy fuerte de trabajo y cooperación. No hay sueldos ni prebendas: la gratificación de notar cómo avanza el proyecto es la mejor recompensa. Para eso, se dividen en áreas: hay quienes se ocupan de la huerta; quienes prefieren el reciclaje o la cocina; otros encargados del área de difusión, arte o sanación; otros que entienden más de “tecnologías alternativas” y que son los que colocaron estos leds de luz solar que nos iluminan durante la charla.
Todos y cada uno
elatropa tiene un sector fumadores, aunque la aldea no está afectada por ninguna ley. Es por respeto, explican, y esa “ley” denota un contrato social aún más profundo. Dice Saya: “La base es llegar a un consenso de valores”. ¿Cómo? Saya lo explica con un cuestionario: “¿Querés paz o guerra? Ya estamos de acuerdo en algo. ¿Aceptás la biodiversidad o no creés en ella? Seguimos de acuerdo”.
Esa concordancia en aspectos básicos, sumada a las mismas ganas de llevar a adelante el proyecto, constituyen los escasos requisitos con los que los integrantes de Velatropa evalúan el ingreso de gente nueva a la aldea. “En aldeas anteriores no existía un criterio de ingreso y terminaron por llenarse de vendedores de droga, delincuentes y otras profesiones que no concordaban con nuestro proyecto”, me explica Leo. Leo es el fundador de Velatropa, y el responsable de que pueda hablarse de “otras aldeas” que funcionaron en ese mismo espacio del pabellón 5. “El escaso apoyo estudiantil y el nulo apoyo de las autoridades de la UBA fueron las razones por las que las otras aldeas se disolvieron”, cuenta. Velatropa es, entonces, la tercera aldea del lugar.
El apoyo de las autoridades sigue sin existir, pero a fuerza de organización interna, trabajo y compromiso con la causa, Velatropa piensa dar pelea para que la reconozcan. Por escrito, presentarán un proyecto a la uba donde despliegan un informe y cuentan sus propuestas: cuidar la flora y fauna de esa Ciudad Universitaria y formar un centro de capacitación estudiantil dentro de la aldea, son algunas de las muchas iniciativas para la que buscan apoyo. Mientras, juntan firmas para demostrar el aval con el que cuentan entre los que ya conocen lo que hacen y por qué.
Monito es otro de los chicos de la aldea. Tiene casa, cuenta, y vivir en Velatropa no es más que una elección. Any también tiene una casa en el gran Buenos Aires, y apenas hace 3 meses que duerme en carpa en Ciudad. “La adaptación depende de cada uno. En mi caso, no tuve mayores problemas, aunque cada tanto vuelvo a visitar mi casa…”. Any cursa el magisterio de artes en Barracas, en el horario nocturno. Monito tiene más suerte: cursa diseño gráfico y la universidad le queda solo a unos metros. La carrera requiere la compra de materiales, muchos de ellos costosos y que Monito se ve imposibilitado de comprar. Velatropa soluciona la economía de sus integrantes de manera básica, a través de la venta de empanadas, pero claro está que no puede bancar una carrera de semejante costo. Monito, entre tanto, espera una beca. Any, que la tiene, se lamenta de que el año que viene ya no, “por el quilombo que hizo Macri con ese tema”. El gobierno porteño, presente hasta entre los ausentes.
La pregunta
El día en Velatropa empieza bien temprano. Más aún si se tienen que preparar las empanadas para vender en la universidad. Si es así, a las 6 ya están arriba cocinándolas en el horno de barro. El desayuno varía entre frutas, avena, té o mate cocido. Suele ser abundante y recién luego de las dos de la tarde el hambre vuelve. Se suele almorzar variedades de verduras, muchas de ellas producto de la huerta. El plato que tengo ahora tiene lechuga en abundancia, tomate saltado con zanahorias y arroz integral condimentado. Me acercan también la misma sopa que había tomado el domingo, la de las mil verduras. Hay una bandeja del pan que cocinan en el horno de barro. Estamos sentados en ronda dentro de un gran domo –una estructura circular que le da al lugar un aspecto único–, a la luz del sol y el canto de pajaritos. Los chicos, mientras, discuten qué aviones hacen más ruido: al estar cerca del aeroparque, el sonido de los aviones que sobrevuelan la aldea es la única excepción a la paz y tranquilidad del lugar. Chasky termina de comer y pregunta, “¿Alguien me acompaña a buscar unos paneles al pabellón 2?”. Y da así por reiniciada la jornada laboral.
Queda claro, entonces, que ciertos sectores de la universidad, como los laboratorios de ciencia, ayudan con lo que pueden a la aldea. Estos paneles, por ejemplo, ya no les servían al laboratorio y se los ofrece como material de construcción. Sin embargo, la relación con la universidad se limita al uso del terreno, la venta de empanadas a los estudiantes y estas eventuales donaciones. Velatropa anhela, según reza su proyecto escrito, “conseguir los permisos correspondientes, el asesoramiento técnico y la interacción interdisciplinaria de los estratos que conforman la uba”. ¿Otra utopía? Quizá, pero en Velatropa están acostumbrados a construir con paciencia sus propios sueños.
Saya, por el momento, se contenta con ser un ejemplo. “Porque si nos muestran solo una forma de vivir este mundo no hay posibilidad de elección”. Velatropa, dice, no es para él meramente una aldea, sino un modo de vivir, de comunicarse con los demás y con la naturaleza. Es un proyecto que lo invita a pensar la realidad, el sistema, él mismo. Y a preguntarse: ¿se puede vivir como se quiere? Velatropa es el espacio que le permite encontrar la respuesta.

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