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Mu28

Una pieza de museo

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Crónica del más acá

M e encanta la adrenalina y el alto riesgo. Por eso el sábado me dije: nada de sexo lujurioso ni drogas ni tirarme con un parapente desde el techo del local de mu.
Minga.
Y con paso decidido me fui al Museo de Ciencias Naturales. Soy tipo de apostar fuerte, sí señor.
Llegué a Parque Centenario, o al menos eso creo que estaba detrás de millones de puestos de no sé qué cosa. En una de las entradas (la principal estaba cerrada, por lo que era una entrada pero no se podía entrar… que país difícil éste) se encontraban despatarrados en los escalones y al solcito…¡¡19 gatos!! apoliyando con olímpico desapego por la cultura y por la multitud de perros que eran paseados por sus dueños y que se dedicaban a cagar prolijamente el espacio público (los perros).
El museo es un hermoso edificio inaugurado en 1937 para tal fin, lo que me sorprendió. Una enorme mole elegante, típica de la oligarquía agroganadera pre Mesa de Enlace. En muchas salas, el recuerdo a Don Bernardino Rivadavia, ilustre dinosaurio fundador del museo y autor de diferentes tropelías en estas lejanas tierras, entre ellas, haber encabezado un gobierno que al decir de Sarmiento -palabras más o menos-, fue “tan bien intencionado y tan desconocedor de la realidad”. Convengamos que lo de bien intencionado…
No mucha gente, pero había. Y niños, por supuesto, porque los más chiquitos siempre son parte del show. Una madre acarreando ¡6! (¡seis!). Y el padre empujando un carrito con el séptimo, mirando con la boca entreabierta a los dinosaurios. Podría haber perdido el cochecito o haber llevado al bebé de Rosemary y no se enteraba. Me quedé pensando si la mujer no acarreaba 8 en realidad.
El museo tiene una gran cantidad de salas, algunas algo aburridas (la del Universo es una colección de piedras, disculpen mi ignorancia urbana) y otras muy bellas (La de Aves y la de evolución de los Homínidos, muy inteligente y atractiva). La de los Dinos es, por supuesto, la estrella.
Todas son amplias, están muy limpias y con información que responde a un criterio indeciso (valga la paradoja), típico de los museos: no se dicen a quién está destinada. A veces es para especialistas; otras, es para los chicos, otra es para los zopencos como yo…
La Malacología es la sala de caracoles (¿sabías?… Aprendé bestia) y había de todos tipos y tamaños y me niego a hacer chistes.
Algunas tortugas de dimensiones que impresionan (creo que embalsamadas) y una a la que bautizaron Boba: conociendo la fina inteligencia de las tortugas, ¿hacía falta? A veces la gente de Naturales tendría que salir un poco.
En un frasquito un bichito llamado Lagartija Brillante Rayada me trajo recuerdos de pareja y arrepentimientos varios, pero seguí caminando digno y silencioso hasta que di con la Gran Perla de la Tarde: la estatua de Germán Burmeister, que fue un Director (importante) del museo. Hombre sentado en un sillón con cabezas de tigre en los apoyabrazos (¿por qué, por qué, ¿eh?), un libro abierto sobre una pierna y una especie de tortuguita o algo así en la otra. Hasta allí, la actitud parecía horrible, pero clásica. Pero el Señor no mira a la tortuguita o símil, sino más abajo. ¿Qué mira el Señor? ¿El pasado, el futuro o, justamente, el piso? ¿Porqué algunos escultores hacen estas cosas? ¿No deberían pasear un poco más con los naturalistas que bautizan tortugas?
Colmado por la profundidad de mis reflexiones filosóficas me dirigí al baño. ¡Sorpresa!. Flamantes, limpios, funcionales, con mingitorios para los chiquitos. Extraordinario. Casi todo está perdido, pero no todo.
Pasé entonces por las ballenas (o lo que queda de ellas), las víboras y otros bicheríos, hasta toparme con la sala que me informa que es El Año Internacional de las Ranas.
Había que hacer justicia.
Vienen a mi deteriorada neurona miles de alegorías sobre la política, la sociedad, incluso mi familia, pero avanzo. Leo entonces que a las ranas las banca Ayudín.
No es chiste.
Parece que a este bichito medio asqueroso (disculpen usedes y las ranas) lo está atacando un hongo que lo hace crepar y Ayudín (que liquida hongos justamente) vio la veta, y desarrolló su costado sensible. Si lo hace la Coca Cola todo el tiempo y nadie le dice nada, qué joder.
También me entero de que el criollo esfuerzo de diferenciar rana, escuerzo y sapo ha sido inútil: para los bichólogos son todas ranas. Mi maestra vivió confundida. Un banner termina diciendo, tipo alegato: “¿Quién quiere un mundo sin ranas y silencioso?”
Yo.
Antes de salir, charlo con un empleado, que es el que me da la data de la casa. Petiso, morochón, de corbata y chaleco tan modestos como impecables, muy cordial. Elogio lo lindo que está el museo y me dice, con una sonrisa que no le cabe en la cara, que está orgulloso y feliz de trabajar allí. Que hace cuatro años que está, que gana poco, pero que le da mucho placer trabajar en un lugar donde se aprende y se enseña tanto. Textual. Lo miro fijo y sé que no me miente.
Salgo. Tanto imbécil que presume de trabajar en Clarín o Monsanto. Tanto tipo que desde arriba de su 4 x 4 me explica por qué le tengo que agradecer que exista.
Un simpático perrito caga en el medio de la vereda ante la actitud distraída de su propietaria.
El orgullo del morocho me salvó la tarde. Y me salvó unas cuántas cosas más…

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Ser indomables

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