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Créase o no
Daniel Riera, escritor y ventrilocuo. Al filo de los 40, es un periodista con estilo propio y un escritor de poesías que ahora publica su primera novela, Evangelios y apócrifos. Allí transita por personajes desquiciados que ponen a prueba la fe literaria.
Ser escritor y ventrilocuo es una combinación que puede resultar extraña o rara, salvo en el caso de Daniel Riera, una persona capaz de convertir lo extraño en extraordinario y lo raro en especial.
No es magia.
Es talento.
Un don que expresa en esa prosa elegante y clara que incluye una virtud mayor: el humor.
No el chiste que provoca la carcajada, sino el disparate que hace sonreír al lector.
Sé que debo justificar más que en ningún otro caso estas afirmaciones porque se supone que estoy escribiendo sobre un amigo que, además, escribe en mu. Pero no es mi culpa que los críticos literarios elogien habitualmente a sus amigos. Yo no soy crítica y ellos son amigos de escritores aburridos: ninguno es ventrílocuo.
A mi favor tengo, también, las pruebas de galera de Evangelios y apócrifos, la primera novela de Riera, editada por Libros del Náufrago en su colección Patas Cortas. (y ninguno de los sustantivos que forman esta frase es inocente).
Se trata de un relato hilvanado a partir de breves capítulos que funcionan como sorbos, pero dan sed. Las historias y los personajes fluyen a partir de una frase –“Escribí este libro hace cuatro años y me salió mal.”– y una idea que queda explícita al final: “Un libro sobre gente que creía en su propia trascendencia hecho por alguien a quien el disfrute del recorrido le importaba mucho más que la parada final”. Riera se refiere así al escritor-personaje, que en su novela se encarna a través de varios espectros, porque estos Evangelios están destinados a reflexionar sobre algunas cuestiones centrales de la fe literaria.
Sobre sus inspiraciones, pero también sobre su falta.
Sobre sus Cristos crucificados –Oesterheld, Walsh–, pero también sobre sus ángeles, que Riera encuentra en estado delirante. Como si la forma de encontrar una salida a la trágica herencia fuera la de reconocer en esas criaturas desquiciadas la fe necesaria para escribir hoy, aquí, en Argentina.
¿Dónde, sino, puede pensarse un personaje como Dorotea Lanús, la anarquista que practica la Teoría del Desorden Mínimo con actos de boicot minimalistas? Dirá Riera de Dorotea: “Sus últimas acciones estuvieron a la altura de su leyenda: en una sola tarde tapó los baños de mujeres de cuatro bares céntricos; en una sola noche trabó un par de cajeros automáticos en diferentes sucursales bancarias; en una sola mañana convenció a siete personas de votar a Fernando De la Rúa”.
¿Dónde, sino, puede imaginarse el Frente Mágico para la Liberación “la agrupación que llevó a las villas del conurbano bonaerense su bagaje de conejos, palomas y mujeres cortadas en pedacitos” e “hizo reir a niños color café, piel cobriza, cabellos sembrados de piojos” a los que enseñó cantar “Perón Evita, galera y varita” y que, tras el golpe de Estado, “fue disuelto y sus militantes fueron perseguidos, pero el dominio de las mejores técnicas del escapismo houdinista los mantuvo a salvo de la barbarie”.
¿Dónde, sino, la panadería de barrio La Espiga de Trigo puede cambiar su nombre por Ya no somos lo que éramos para convertirse en un negocio atendido por una empleada “vestida de riguroso y ceñido cuero negro, con una máscara de soldador” y en la que los productos están “nomenclados de acuerdo con un código alfanúmerico: las medialunas de grasa eran f1; las de manteca, f2”?
Peronistas que buscan ovnis y encuentran sexo, falsos profetas que denuncian mentiras verdaderas, sembradores de piojos y ajedrecistas campeones a los que funde la Afip.
Sagrados pecadores que ejercen el violento oficio de sobrevivir: creer, desencantarse y volver a creer.
Ellos son los protagonistas de esta fervorosa defensa de la ilusión que ha escrito Riera.
Dos poetas en uno
Hasta el momento, Riera publicó dos libros de poemas –Sexo Telefónico y Familia y Propiedad, la vergüenza nacional– en la editorial Antilibros, que fundó junto a sus cómplices de la revista Barcelona y una investigación periodística, Buenos Aires Bizarro, en la maistream editorial Aguilar, donde pronto editará un libro con sus mejores crónicas periodísticas.
Uno de los capítulos de sus relatos bizarros fue, justamente, el que le agrandó la vida. “Me invitaron a la cena anual del Círculo de Ventrílocuos Argentinos (Civear). Allí me trataron maravillosamente, me dieron una estatuilla y un diploma en agradecimiento a la inclusión de su gente en el libro. Según el presidente, Miguel Ángel Lembo, la repercusión sirvió para que se acercaran muchos interesados en el arte de la ventriloquia, y también para que los ventrílocuos tuvieran más laburo. Durante la cena, sortearon un muñeco. Cada uno de los asistentes tenía un número: el mío era el 30. Salió el 30. Me gané el muñeco, una obra de arte realizada por la señora Jesús de la Cruz Rivera, que me dijo muy emocionada que cada uno que hacía era como un hijo para ella, y que sabía que había caído en buenas manos. Alguna vez me había ganado 486 pesos en un bingo, cuando era niño me gané en una kermesse una picadora de hielo analógica que no servía para nada, pero esa noche conocí la fortuna… Dudo mucho que en toda mi vida vuelva a obtener un premio semejante”.
Del azar, entonces, nació Paco y Oliverio, la pareja que este año está ternada para los premios Magia que otorga Civear. Juntos hacen el espectáculo Sexo, droga y ventriloquia, pero también otras cosas: celebraron, por ejemplo, la boda del historiador Alejandro Horowicz y la escritora Elsa Drucaroff. “Fue el 20 de marzo en un salón de fiestas. Paco y Oliverio los casaron con todo cariño, los declararon marido y mujer, los gastaron un poco, les permitieron besarse y todo. La idea fue que Oliverio tuviera perfecto conocimiento de los rituales y fuese totalmente conservador, para generar un contraste grande con el hecho de que los estaba casando un muñeco. Nos presentó Horacio Embón, que también es amigo de los novios. No fuimos rabinos ni jueces de paz sino casadores, tal nuestro título”.
Lo que aprendió en estas artes está presente también en su novela, a donde trasladó la agilidad del diálogo breve que permite ese intercambio de ideas que desacraliza cualquier evangelio, pero también la ilusión de no estar nunca solo cuando se escribe. Transformar los héroes en duendes que nos provocan, los espectros en tiernos muñecos que nos alientan, los dioses en compañeros, ésa es la ingenua mirada del hidalgo caballero que habita en Riera.
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