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La cruel verdad de la soja
La responsabilidad de organismos, funcionarios, técnicos y académicos que tendrían que haber controlado a las multinacionales que ya dominan un 55% del suelo cultivable con semillas y agrotóxicos que no tienen sustitutos. Las consecuencias sobre el ambiente y la salud. Por qué el glifosato no es el único culpable y cómo resisten los que todavía apuestan a la biodiversidad.
Monsanto, Syngenta y otras compañías internacionales son los responsables primarios. Pero al ingreso de cultivos transgénicos los aprueba el Estado nacional. Allí está el origen de nuestro problema, en los responsables secundarios. Los permisos abarcan tres etapas: una de liberación restringida, una segunda de liberación masiva (llamada fase de flexibilización) y una tercera –dependiente de lo que resulte de las anteriores– donde intervienen la conabia (que evalúa los riesgos sobre cultivos, 2 años), el senasa (que evalúa los riesgos sobre alimentación humana y animal, 1 año) y la Dirección Nacional de Mercados Agroalimentarios. Para autorizar los diez transgénicos usados en Argentina se iniciaron diez expedientes, y en cada uno de ellos participaron funcionarios y asesores externos con nombre y apellido. Lamentablemente, en Argentina sólo gastamos tiempo pegándole a Monsanto (que ni se entera de los golpes), y dejamos tranquilas y sin cuestionar a estas personas.
Las aprobaciones de transgénicos tienen formato legal, pero son técnicamente incompletas. Los funcionarios y asesores se ajustan a un libreto basado en normas obsoletas que disocian los cultivos de la aplicación de plaguicidas, del estado de los ecosistemas naturales en Argentina, del pasivo de transgénicos, del pasivo de plaguicidas en suelo, del pasivo de plaguicidas en seres humanos y de la situación social. Los burócratas y sus asesores trabajan sobre un país de papel, no sobre la Argentina real, donde la resistencia ambiental es la más baja de su historia y donde sus ciudadanos están dramáticamente expuestos a los plaguicidas, los cultivos transgénicos y la destrucción de ambientes nativos.
Esta es una de las variables no analizadas por la incompetente Dirección Nacional de Mercados Agroalimentarios y por los organismos, funcionarios y asesores externos que integran la conabia y el senasa. No se plantean, primero, hasta donde pueden seguir destruyéndose ambientes nativos para implantar cultivos. Ni siquiera relacionan la legislación de bosques nativos con las especies transgénicas. Segundo, no evalúan los impactos ambientales a largo plazo de cultivos cada vez más expandidos. Tercero, no advierten que la baja diversidad productiva de Argentina nos hace vulnerables. Cuando China amenaza reducir sus compras de soja –por ejemplo, de aceite de soja– gobiernos y productores se espantan. La codicia nos ha transformado en una frágil republiqueta de monocultivos.
La soja, los siete maíces y los dos algodones transgénicos comprometen la existencia misma del país a largo plazo porque la superficie cultivada (sobre todo de soja 40-3-2), devora ecosistemas naturales y cuencas hídricas a un ritmo trágico. En Argentina se planifica la codicia, pero no la seguridad ambiental ni social. Mientras una Secretaría de Ambiente demuestra en su página web los estragos por desmonte, la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca (sagyp) habilita transgénicos cuya expansión destruye los últimos ambientes nativos. Pero lo patético es que la Secretaría de Ambiente está sentada dentro de la conabia (Carlos Merenson, Inés Kasulin) al igual que representantes de la Asociación Argentina de Ecología (María Semmartín, Enrique H. Bucher). ¿Son concientes estas personas del daño que provocan al firmar una aprobación? Y cuando no firman ni asisten a las reuniones ¿asumen que prestan su nombre a un sistema perverso? Urge investigar la participación de cada uno de estos funcionarios y asesores en los expedientes, y si fuera necesario, pedir que la justicia los investigue.
Comparto la opinión de Jorge Rulli (periodista especializado e integrante del Grupo de Reflexión Rural) que habla del “circo del glifosato”. Debemos debatir el impacto ambiental y sanitario de todos los plaguicidas, no solamente de ese herbicida con fabricación abierta (pues dejó de tener vigencia la patente de Monsanto). Por atacar uno dejamos sin presión social los otros. En los cultivos de soja transgénica también se utiliza el herbicida 2,4 D, los funguicidas Carbendazim y Tebuconozol, y los insecticidas Endosulfán, Clorpirifós, Imidacloprid y cipermetrinas. Todos ellos contribuyen al problema con sus principios activos y sus acompañantes químicos, pero también con sus derivados tóxicos. Del glifosato deriva el Ampa, por ejemplo, y del fosforado malatión el 6 veces más tóxico Isomalatión. Nos enfrentamos en realidad a cócteles de plaguicidas comerciales y a cócteles de residuos, pero sin que se haya evaluado previamente el efecto de sus mezclas sobre el ambiente y la salud. Por eso consideramos prioritario definir franjas de 500 a 3.000 metros alrededor de pueblos y ciudades para que allí no se pueda aplicar ningún tipo de plaguicidas, ni en forma aérea ni terrestre. Entretanto, todo responsable público o privado de haber contaminado aire, suelo y agua, y afectado personas, deberá ser denunciado en la justicia civil y penal.
En primer lugar nuestros legisladores, porque en Argentina los plaguicidas son regulados por una legislación obsoleta que solo contempla la dosis letal (dl 50), y no contempla los efectos de las bajas dosis de plaguicidas, que pueden afectar –por ejemplo– el sistema hormonal y el sistema inmune. En segundo lugar, el senasa porque autoriza los plaguicidas comerciales con la misma deficiencia con que la conabia aborda el impacto de los cultivos transgénicos. Senasa no revisa, además, las autorizaciones en forma periódica y pública. Y pese a tener una Dirección de Epidemiología, las poblaciones que enferman y mueren por causa de los plaguicidas ni siquiera conocen a su director, Rodolfo Bottini. En tercer lugar, los productores rurales y aplicadores de plaguicidas. Y por último las empresas fabricantes y comercializadoras. En este orden. Todas ellas tienen responsabilidad conforme a la Ley Nacional de Residuos Peligrosos N° 24.051 y su reglamento.
Es el mismo rol que tienen sobre la minería o la destrucción de bosques nativos. Producen una gran cantidad de profesionales e investigadores que consolidan el modelo sojero, y una menor cantidad que lucha contra ese modelo. Las universidades nacionales son ámbitos fundamentalmente ambiguos, donde el financiamiento privado de actividades de investigación –por ejemplo acuerdos con Monsanto– favorece su alejamiento de quienes más sufren la sojización. Incluso organismos muy cuestionados como senasa están buscando ingresar en los campus universitarios. No debe olvidarse que los desarrollos biotecnológicos privados necesitan de las universidades y sus investigadores, y que tienen los recursos económicos para hacerlo. Por el contrario, las personas expulsadas de sus tierras por los Señores de la Soja, y afectadas por el uso de plaguicidas, no tienen medios para solventar estudios y análisis universitarios. Dependen de la buena voluntad de investigadores y docentes comprometidos.
Lamentablemente no hay datos confiables porque no existe en Argentina un registro obligatorio de morbilidad y mortalidad para todas las causas. La sojización –y en general la agricultura industrial– ha generado un experimento epidemiológico sin precedentes donde la falta de registros sobre salud favorece el uso de paquetes tecnológicos. Actualmente hay personas que enferman y mueren por culpa de los plaguicidas sin que el estado las registre, y no me refiero a intoxicaciones agudas, sino a efectos de bajas dosis. La incapacidad de los gobiernos y de sus funcionarios es la mejor aliada que tienen los agronegocios.
Más que modelos alternativos existen prácticas agrícolas y ganaderas menos agresivas para el ambiente y la salud. Son desplegadas por campesinos (cada vez más jaqueados por los Señores de la Soja), agricultores reacios a los transgénicos y al paquete tecnológico, y agricultores orgánicos.
Actualmente la mayor parte de la producción agrícola de Argentina no se utiliza para alimentar nuestra población sino los animales de otros países. Mientras los dólares ingresan, nuestros suelos y ecosistemas se van en los porotos de soja que exportamos. En Argentina no existe una política de producción sustentable, sino una política de agronegocios. Aunque el gobierno y la Mesa de Enlace confronten públicamente, al final del día ambos comparten e impulsan el mismo modelo de producción.
La clave es darnos cuenta de lo que está pasando y está en juego, aunque las ferias rurales y el precio de la soja sigan engañándonos con dólares, cultivos transgénicos y plaguicidas.
En Argentina no hay sólo adicción a la soja sino a los negocios fáciles que reducen la resistencia ambiental, empobrecen el suelo y destruyen las cuencas hídricas. Unos pocos poderosos, públicos y privados, ya optaron por la biotecnología y le bajaron el pulgar a la biodiversidad. Ocultan además que este modelo exportador –tan redituable para unos pocos– daña gravemente la salud y el ambiente, y condena a muchas generaciones de argentinos que todavía no nacieron. Los que hacen “buenos negocios” hoy están cobrando por adelantado lo que las próximas generaciones ya no van a poder producir porque heredarán, entre otras cosas, un suelo agotado.
senasa, conabia y otros organismos que nos embarcaron en esta aventura desquiciada tarde o temprano deberán responder. Afortunadamente existen movimientos, organizaciones y personas que no se doblegan, y cuya voz crece día a día. Social y ambientalmente la sojización ilimitada es una mentira con patas cortas.
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