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La raíz del oficio

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Blanca Rébori. Comenzó a trabajar en un diario Clarín que hoy parece de cuento, con Osvaldo Bayer de jefe. Desde hace 26 años hace Raíces en radio, desafiando etiquetas. Pero es sobre todo una maestra del oficio que deja en su trabajo una huella ética.

La raíz del oficioSi una raíz nutre y ancla, la que Blanca Rébori representa está arraigada en el suelo del periodismo como un ombú. Y si creció sólida y robusta es precisamente porque tuvo que enfrentarse a la naturaleza misma de esa profesión que le mostró desde el primer día no la aridez del piso, sino la rigidez del techo, ese que para las mujeres periodistas de su época ni siquiera era de de cristal, sino de hierro. Blanca lo comprobó cuando tenía 20 años y entró al despacho del mítico director de La Razón, Félix Laiño. “Algún lugar debe haber en la sección modas”, le ofreció amablemente. “De modas no sé   nada ni quiero aprender porque no me interesa”, fue la respuesta que le cerró esa puerta. “El periodismo era un mundo de varones a tal punto que cuando logré, finalmente, colaborar en Clarín decían que otro me escribía las notas, porque eran buenas. Así que le pedí a mi jefe que me dejara usar una máquina de escribir y me senté ahí mismo a hacer la nota. Así me fui ganando el respeto y el empleo”. Estamos hablando del diario Clarín, sí, pero también de otra cosa. Blanca la llama “la pre-historia”, pero en realidad son los tiempos en que se construyó eso que estamos viendo caer hoy: un diario prestigioso. Es difícil reconocer en la decrepitud actual aquel escenario que rememora Blanca, donde ejercía su oficio de editor Osvaldo Bayer –“mi mejor jefe, lejos”– o redactaban la sección política jóvenes imberbes como Horacio Verbitsky, “que se sentaba detrás de mí y al lado de Luis Guagnini”, uno de los 84 periodistas desaparecidos durante la última dictadura. Fue la época en que Blanca publicaba sus agudos reportajes a los nuevos referentes de la época, como aquel que todavía puede leerse en Internet a un joven James Petras presentando su libro Ni Marx ni Jesús, publicado con su firma el 8 de julio de 1971.
La firma, justamente, fue lo primero que perdió cuando comenzó otro capítulo de la historia de ese diario, cuya trama ya puede resultar más familiar. “Con el ingreso de Héctor Magnetto como gerente, el predominio de lo comercial se notó inmediatamente. Por esa época ya estaba en Espectáculos y comencé a tener que dar muchas explicaciones y por escrito, en memorandums que tenía que entregar a mi jefe, Rómulo Berruti, por cada nota en la que criticaba un espectáculo. Terminó pasándome lo mismo que a Tomás Eloy Martínez en La Nación. Un día vi entrar a la redacción y en patota a los cuatro grandes popes de las empresas distribuidoras de cine. Luego, me informaron que ya no podía firmar. También me cambiaron de sección: pasé al teatro off. Estaba chocha, porque era una época muy floreciente y vanguardista. Pero además era una época en la que Clarín tenía una comisión interna que te defendía”. Al clima de humillaciones, entonces, se respondía con asambleas y paros que llegaron, incluso, a incluir un piquete al auto de Magnetto para bloquearle la salida del diario, cosa que logró sólo después de firmar un aumento salarial, según recordó este año en su maravillosa nota de despedida de Clarín el periodista Armando Vidal, que por cierto el diario no publicó.
Clarín logró dirimir este tipo de tensiones en forma terminante y sin costo económico, con la llegada de la dictadura. Primero despidió a la comisión interna, luego a los candidatos a reemplazarla y por último, a los activistas. Blanca cayó en la segunda tanda. “Recibir el telegrama representó quedarme sin trabajo en todos los medios y durante todo el Proceso”. Su regreso a la profesión fue triunfal y democrático. Ya eran tiempos de Raúl Alfonsín cuando Jacobo Timerman la convocó para hacerse cargo de la sección Espectáculos del diario La Razón, donde se convirtió en jefa de un dream team exquisito: Gerardo Fernández y Ernesto Schoó eran los críticos de teatro y Homero Alsina Thevenet y un joven Luciano Monteagudo, los de cine. El periodismo seguía siendo un territorio masculino, pero Blanca ya había aprendido qué podía aportar una mujer al oficio para ganarse el respeto de semejante grupo de profesionales. Sacó sus uñas éticas y sembró un hito: fue la única jefa de ese diario que presentó su renuncia para desafiar una orden de Timerman. Lo sorprendente no fue sólo que el terco Jacobo retrocediera, sino que Blanca jamás se jactara de haberlo logrado.
La democracia, también, la llevó al micrófono de Radio Municipal con un proyecto propio, que llamó Raíces y con cual transita desde hace 26 años diferentes radios que la acogieron y la despidieron con igual fervor. Un programa diario, que desde hace tres años ocupa las tardes en el dial de La voz de las Madres, dedicado a difundir las culturas, definición a la que sólo es posible llegar después de que Blanca resista durante toda la entrevista cualquier otra etiqueta.
 
¿Se trata de una forma de abordar el folklore en su sentido más amplio?
El folklore es lo más inasible que hay. El propio origen de su palabra te da una idea de su dinamismo: el saber popular. Es algo en continuo devenir…
Agua corriendo…
Exactamente. Puedo decir que el programa tiene relación con lo folklórico en la medida en que está mostrando culturas en continuo cambio, pero no en el sentido que la mayoría entiende lo folklórico. Aplicamos la palabra folklore a cierta música, arbitrariamente, y lo atrapamos en la tradición más cerrada, que es justamente lo contrario de su dinámica. Hablamos de folklore para referirnos a lo más ramplón, ridículo y tradicionalista. Aunque por suerte esa concepción está muriendo, sobre todo entre los más jóvenes.
El temor del poder
Para Blanca, Raíces se define por lo que representó en la radio sentar por primera vez a antropólogos, historiadores y filósofos frente al micrófono “para, desde una visión Latinoamericana, conversar sobre las relaciones, las influencias, las tendencias…”.
¿La fusión?
¿Qué es fusión? Vos hacés música o escribís con lo que te nace o te brota, con tu época, con tu historia, con tu sensibilidad. En todo caso la creación es mucho más rica que el rótulo que necesitamos para explicarla. Sí es cierto que hoy hay muchísimo acercamiento de lo académico hacia otras culturas, y eso da como resultado una producción mucho más rica de libros, investigaciones, análisis, que te permiten informarte y formarte, que te amplían la mirada. Pero esa diversidad de estudios no implica que se hayan abierto en la misma proporción los canales de divulgación y distribución de ese conocimiento. Los periodistas que nos ocupamos de esto seguimos marginados.
¿Considerados alternativos?
Exactamente. Cuando, en realidad, para un periodista lo que lo define no es el medio para el cual trabaja, sino cómo percibe lo cultural, qué olfato tiene para atraparlo, cómo investiga o se acerca a esas temáticas. Eso no es valorado cuando te apartás de la agenda y justamente, ésas son herramientas de la profesión que más se ponen en juego cuando te apartás de ella. Yo pertenezco a una generación súper veterana, que se ha formado en lo más estricto de la cultura occidental y el pensamiento único y hemos tenido que poner en juego sobre todo nuestra condición de periodistas para poder ampliarla, es decir, la curiosidad y la necesidad de leer tu época, para poder salir de ese libreto. Mi profesión me siguió y me sigue enseñando. A mí causa mucha gracia cuando periodistas que se definen como cultos se aferran a sus verdades, muchas de ellas decadentes. Porque tenemos que ponernos permanentemente en duda, en interrogación: nuestra profesión, nuestra formación, todo. Hay que interrogar a la literatura, a la historia, a la cultura argentina toda, o al menos reconocer que hay gente que se dedica a eso y puede enseñarnos mucho al respecto. Gente que plantea dudas y pone los signos de preguntas donde hasta no hace mucho tiempo había sólo respuestas tajantes, inmóviles. Si fuéramos un poquitito menos soberbios, si tuviéramos un poquito menos de prejuicios, si intentáramos ser medianamente cultos de verdad, tendríamos que entender al folklore como la cultura humana que tiene más poder de movilización, de reflejar los cambios, las rupturas, las combinaciones, las posibilidades de integración. Es el que te da individual y colectivamente y en esa tensión, las mayores posibilidades de entendimiento y comprensión del presente, el pasado y el futuro, tal como lo entienden los pueblos andinos: está todo ahí y siempre en juego.
Pero eso da mucho trabajo…
Te da mucho laburo porque vivís con dudas, buscando la otra cara de la verdad. Y claro: cómo no te van a echar después. Es lógico. Porque los poderes a lo que más temen es a eso: a los signos de interrogación.

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