Mu37
Mar Dulce
Crónica del más acá
El Mar Dulce de Solís. Buen invento de Don Juan Díaz antes de que se lo masticaran. Inmenso y maltratado, indiferente y bello…
Me fui para Colonia, a pasear un rato. Abandoné la sabana africana y me embarqué en ese monstruo desconcertante que es la ¿terminal? de Buquebús.
Pasillos, escaleras y más pasillos, chequeos y papeles controlados con el mismo fervor de un médico de Obra Social. Esa mirada indiferente sólo se detuvo unos tensos segundos en los cuales una funcionaria jovencita miró mi foto en el documento y mi cara antes de darme el ok.
Quizá no lo podía creer.
Yo tampoco.
Entusiasta sin motivo, me senté en mi butaca clase turista, con una estupenda visión hacia una pared, un bello matafuegos y un plano de la embarcación. No me gusta privarme de nada.
Zarpamos con cierta apatía rota por la circulación irreverente de miles de niños que, frenéticos, desesperaban a Padres y a Mí.
¿De dónde salen tantos niños? Evaluando la posibilidad de arrojar a varios por la borda e imposibilitado de hacerlo porque estaba prohibido salir a cubierta, vi con cierto estupor que, a velocidades estelares, el free shop se llenó (¿para esto viaja la gente?) y que en la parte de arriba del buque existía un recinto para Ellos que se llama Primera Especial donde… ¡no había niños! Además, la vista del Mar Dulce era espectacular.
Odio mi pobreza.
En un suspiro, desembarco en el paisito de Benedetti y Galeano. Otra vez pasillos interminables, burócratas distraídos (una especie de paraíso para Bin Laden) y Colonia del Sacramento, así se llama.
Hay varias Colonias: una, la Ciudad Vieja o Casco Histórico, coqueta, pequeña, arreglada como para una fiesta, carísima, seductora, invadida por gringos de todo pelaje (bueno, no de todo, claro) y brasileños.
Hay más brasileños que niños, que orientales, que cualquier forma viva que se pueda mencionar. Brasileños sonrientes, amables, gastadores, viejos, jóvenes, con familias, en contingentes, sueltos, brasileños, brasileños, brasileños.
O mais grande do mundo.
Hay otra Colonia fuera del Casco Histórico, común, urbana, comercial, ligeramente fea, aunque calma y mateadora. Una Colonia en la que los autos no se empeñan en pisarte, una especie de civilización motorizada que hace que la prioridad la tenga el peatón y… ¡los autos se detienen para dejarte cruzar!! Como buen africano y peatón consumado y militante, jamás me confié y siempre llevaba la pistola amartillada en el bolsillo, presto a hacer justicia sobre los hijos de Detroit cuando las circunstancias lo reclamaran.
No hubo que abrir fuego. Nunca.
Maldición.
Todo el mundo es amable, por supuesto. Hasta los perros orientales son amables: ni te ladran, sólo mueven la cola y te manguean mimos o comida sin sacar cálculos del cambio.
La cordialidad es permanente y el saqueo es cuidadoso, prolijo, delicado. Todo es entre caro e infartante. Como cualquier lugar turístico que se precie, se venden hasta imanes para la heladera (me compré uno…).
Hay un curioso desarrollo en la venta de cosas viejas: sifones, teteras, muebles, documentos de identidad, carné de fútbol, una especie de anticuarios al voleo sin ninguna relación con el pasado colonial.
En la arquitectura de la Ciudad Vieja se mezcla lo portugués con lo español en un despelote histórico en el que mi pobre desarrollo cognitivo se ve constantemente desbordado.
Por suerte, soy bruto vocacional así que entre piedras, murallas, cañones, farolitos, casa viejas restauradas, camino con mi ignorancia virginal en una suerte de San Telmo, pero limpio y ordenado.
En la primera caminata por la ribera, una enorme cantidad de peces muertos decora la playa, el puerto, casi todos los lugares.
Nadie sabe.
La teoría que me enuncia un artesano es la de un inusitado frío en el agua. Con lenguaje gubernamental, me dice: “Las autoridades están monitoreando la situación”…
¡Aprendiz de ministro!
Los pescaditos panza arriba me hacen pensar que el Mar Dulce está en problemas.
O sea, nosotros.
Por las dudas, solo comí arroz…
Es bonita Colonia.
Por unas horas, voy a una posada diferente a la que me alojé de movida (que era cara y mala). Los dueños, gringos instalados hace poco. Según su propio relato, viajeros y mochileros. Con mucha plata, agrego en silencio. Lugar armónico, con mucha luz solar, hermosas pinturas centroamericanas, techos vidriados, estufas a leña, habitaciones flamantes y modernas y los baños sin bidet… Indago desde la negrura de mi ignorancia, los motivos de la ausencia del simpático, útil y a veces estremecedor chorrito. Se me contesta que son cuestiones culturales.
¿Y yo qué culpa tengo?
Maldito relativismo.
¿O serán mugrientos?
Me voy de Colonia. Que es bonita, que parece accesible pero no lo es, que seduce, que te engaña, que te muestra y que te esconde.
Me hace acordar a mi primera novia.
Así me fue.
Ufa.
En el embarcadero tomo la gran decisión: me cambio a Primera Especial porque el Olimpo es mío y soy argentino y macho y me la banco.
Subo con aire triunfal y paso majestuoso a una covacha alfombrada, donde me sirven apenas entro una copa de champán y… nada más. Unas mesitas berretas, butacas confortables pero nada del otro mundo, tres empleados para atender nuestras “necesidades” (que nunca supe cuáles eran) y… cuatro pasajeros. Además, al ser de noche, literalmente no se veía un pomo hacia afuera.
Fue una hora de intensa reflexión acerca de los placeres de viajar al exterior, de darse los gustos en vida y de ser un pelotudo irrecuperable.
Me cobran 20 pesos un porrón de cerveza.
Llegué a Buenos Aires.
Llovía.
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