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Destinos

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Crónica del más acá

Es difícil escribir sobre nada.
Ya van ver.
La Reina del Plata (me encanta esta denominación) es una especie de distinguido cadáver cuando todos huyen despavoridos en los feriados largos. Un bello cadáver, custodiado por taxistas muy apegados a la teoría social del exterminio, que no se privan de exponer con entusiasmo a sus rehenes. Cuando subo al taxi me quedo calladito escuchando la perorata del taxidermista que clama orden y genocidio, mientras zigzaguea ancianas y niños. Todo en uno.
Debe ser tan difícil manejar en la Reina como soportar a este energúmeno. Pero Qué Sé Yo: no manejo.
Arribé así a la zona de restaurantes de Puerto Madero donde los mozos estaban como huevos en la heladera: todos parados en la puerta.
Un desierto, salvo el tránsito de los consabidos gringos, con bolsas de compras y un entusiasmo genérico que mi cinismo sudamericano no comprende.
Hice un rápido recorrido por la corbeta Uruguay, atada a su destino de museo por alguna vieja hazaña, indiferente a la mirada de los nadies que andábamos por allí. Por supuesto, niños que gritaban con otro entusiasmo que tampoco me explicaba. Los gritos de los padres sí me resultaban más familiares.
Influido por un entusiasmo patriótico y la paciencia resquebrajada, dejé a la Uruguay y me fui a ver a su hermana mayor, la Sarmiento, enorme cascarón lustrado y pintarrajeado que me hizo acordar a alguna señora que mi porte de caballero me impide nombrar.
Más niños y más padres y milicos que tenían una cara de embole como para que los pintara Goya.
Una mirada burocrática por el viejo navío entablillado al puerto y a mi destino: el tren de Puerto Madero.
¿Destino?
Es raro subir a un tren que no va a ninguna parte.
Llega justo cuando entro en la estación (una de las cuatro… ¡cuatro! que tiene). Me subo ágil como un cajón de manzanas (en otra nota hablaré de mi condición atlética…) y encaro a la joven guarda para resolver el tema boleto.
Lo único que me falta es que me multen.
Una larga explicación saluda mi intrépida maniobra: hay que sacar boleto en la boletera de alguna estación y hacen falta monedas que, por supuesto, no tengo ni por error. La piba, con cortesía fría y aburrida, se ofrece a cambiarme dos pesos en la siguiente estación y ella misma me saca el boleto, tras dirigirse a una misteriosa caseta mientras el tren nos espera… o la espera a ella.
O es una especie de delivery boleteril o estoy muy gagá. Y se nota.
El viaje sale un peso. ¿Quién banca este mamotreto? Vale menos que el viaje en colectivo, tiene pretensiones de ser un Rolls Royce ferroviario y está ausente de gente, de sentido, de destino.
Un tren de vidrio y plástico, que incluye semáforos que respetar para que pasen los autos. Silencioso, desmiente su nombre celeris ya que va a medio kilómetro por hora. Limpito, prolijo, ligeramente sofisticado, coqueto y vacío. Sólo dos señoras, una nena y yo.
Más que vacío, desolado.
De un lado del trayecto, restaurantes, la obscena estructura de la Universidad Católica con sus edificios a los que accedió gracias a la generosa gestión de… acordate, porque el olvido es casi tan importante como la memoria.
Del otro lado, plantitas, vías adormecidas sin tren que las recorra y todos los supositorios de vidrio llamados arquitectura racionalista o algo así, edificios horripilantes pero muy actuales, que es lo único que interesa señora y señor.
Incluso hay quien los llama Edificios Inteligentes.
A mi pichicho también.
El maquinista va sentado en una pecera también vidriada, con cara de sopor o hartazgo o ambas.
¿Por qué todo tiene que ser de vidrio? ¿Obsesión por la transparencia? ¿O el vidrio está barato?.
El tren se mueve con apatía. En una de las cuatro estaciones (no tengo idea cuál, de distraído que estaba) la escena necesaria: sube un chino y/o japonés con la camiseta de Boca y la mirada extraviada (inclusive estrábica), gozosa, interesada como si estuviera en la Scala de Milán.
Hay gente que está muy mal.
Ese entusiasmo inexplicable (otra vez) y la probable ignorancia acerca de cómo va Boca en el campeonato. El oriental se sentó y miraba y saludaba con tenues movimientos de cabeza y esa maldita sonrisa universal y Yo nada, bien sudaca resentido con la existencia, supongo.
Qué Sé Yo.
Terminó el viaje. 15 cuadras inocuas en el corazón de la nueva oligarquía portuaria.
Nada. Una nada que se me escapa en una ciudad vacía, encantadora e inmoral.
Barcos que no navegan, atados a un puerto que no es. Trenes de trayecto insulso, de precios ridículos para gente que no los usa, trenes que no van a ningún lado.
Un volante del acto por el 24 de marzo navega la mugre de una vereda de la Avenida Independencia.
Basta de metáforas, me voy a mi casa.

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