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Voz propia

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En su libro ¿Quién te creés que sos? le pone palabras a su historia. El trayecto sin fin que le llevó ser la hija del poeta Paco Urondo y la periodista Alicia Raboy, militantes montoneros. De las pesadillas a los sueños, una vida narrada con arte y oficio.

Voz propiaEl pasillo está desolado, gris. Solo hay una persona, que observa, atenta, sin entender. Camina. A su izquierda hay puertas. A su derecha hay puertas.
Temor.
Ella ansía despertar, pero no puede.
Ve una escalera, y también un jardín. Y un tubo de metal que entra por una puerta con mirillas. Sonidos metálicos.
Horror.
Cuando despertaba, solamente decía que había soñado algo feo. Se guardaba la imagen. El sueño, reprimido, volvía a repetirse.
Después entendió. Mucho después. Y les puso palabras. Y las llenó de significado.
Hasta que el tubo de metal dejó de ser un tubo de metal y fue una escopeta.
Será justicia
El poeta, escritor y militante Francisco Paco Urondo y Alicia Raboy, periodista y militante, habían sido trasladados a Mendoza por decisión de la conducción nacional de los Montoneros, a pesar del insistente pedido del poeta de no ser asignado a esa provincia ni a Santa Fe, ya que su rostro era muy conocido y corría peligro de ser identificado por los militares. Sin embargo, Urondo fue elegido como responsable de la región Cuyo de la organización.
Ángela tenía 11 meses cuando, el 17 de junio de 1976, en la localidad de Guaymallén, el auto en el que viajaban sus padres junto a la compañera Renée La Turca Ahualli, fue descubierto en una cita cantada, y atacado a balazos. Tras la balacera, Urondo dijo a las mujeres que él se había tomado la pastilla, que escaparan. Pero no fue así: Urondo no murió producto de la ingesta de cianuro, sino de un golpe en la cabeza por parte de los policías.
Alicia Raboy fue secuestrada y llevada al centro clandestino D2. Sigue desaparecida.
Ahualli logró escapar y su testimonio fue vital para el juicio en Mendoza: fue la única testigo de lo que ocurrió.
Ángela fue llevada, también, al D2 y luego derivada a la Casa Cuna. Sería recuperada por su abuela, adoptada por la prima de su mamá Alicia y comenzaría otra vida.
35 años después, el 6 de octubre de 2011, el Tribunal Oral Federal N° 1 de Mendoza condenó a prisión perpetua a:
Juan Agustín Oyarzábal, ex segundo jefe del D2, quien organizó el operativo que terminó con el asesinato de Urondo y la desaparición de Raboy.
Celustiano Lucero, alias Mono, quien mató a Urondo al golpearlo detrás de la cabeza con su arma reglamentaria.
Eduardo Smahá Borzuk, alias Ruso, que encabezaba el sector de operaciones del D2. Ahualli lo reconoció entre quienes asesinaron a Urondo.
Luis Alberto Rodríguez Vázquez, alias Pájaro Loco, responsable de Inteligencia del D2.
Se hizo justicia.
Un año después, Ángela recibió otra noticia: recuperaría, tras años de lucha contra la burocracia, su identidad. Legalmente, sería Ángela Urondo Raboy.
Un pedazo de cuerpo
Angela tiene la mirada y el ceño de su padre. Puede parecer un cliché, pero sus ojos no pasan desapercibidos. Habla segura, sin arrojar ninguna frase al azar. Todo se trata de ponerle palabras, dirá más tarde.
En 2008, a través de su blog, Pedacitos, Ángela fue juntando los retazos de su historia que ayudaran a reconstruir su identidad. Dos años después, casi en simultáneo al inicio de los juicios, recibe el llamado de la editorial Capital Intelectual con la propuesta de hacer un libro sobre sus relatos. Aceptó, pero pidió tiempo para atravesar los juicios y poder escribir, también sobre ellos, porque sentía que era un momento histórico, tanto desde lo personal como en lo social.
El libro está estructurado en tres partes y tiene un sentido en la distribución de la información. Comienza con los documentos históricos (cartas, testamentos) que explican su historia, continúa con las crónicas del juicio y concluye con los relatos más introspectivos. “Este libro es un pedazo de cuerpo, de existencia, cuyas palabras me significan. Voy encontrando la identidad a medida que encuentro las palabras”.
Decodificación
El título del libro interpela, no tiene filtro: ¿Quién te creés que sos? Ángela reflexiona: “Es una frase que tiene cierta agresividad, te increpa. Es una frase que se me viene a la memoria desde la infancia, muy repetida y común; que, en mi caso, me quedaba rebotando de un modo particular. Yo realmente no sabía quién era. Además, no pregunta quién sos, sino quién te creés que sos. Y en el creerse empieza a jugar mucho el entorno, el que te dice quién sos. Y el quién es todo en este libro, porque se hace eje en quién se es y quién se creyó uno que era. Es una propuesta”.
Y vos ¿quién te creías que eras?
Creía que era una chica de clase media alta de Núñez, que iba a un Club Náutico y se iba de vacaciones a unos chalecitos lindos. Hasta que a los 12 me empecé a manifestar, me animé. Empecé a ser una chica punk, a hacerme tatuajes. Eran cosas superficiales, pero que tenían una hondura en mostrarme ante la sociedad de forma diferente del paquete en el que estaba envuelta.
De esto no se habla
Durante toda su infancia, Ángela creyó que su mamá y su papá habían muerto en un accidente automovilístico. Siempre se preguntó cómo fue posible que hubiera sobrevivido. Cosas del azar, le respondían.
Sabía, también, que su mamá adoptiva era prima hermana de su mamá biológica, y que las respectivas abuelas eran hermanas. Pero la figura de su padre biológico, por otro lado, siempre estuvo nebulosa. “Yo no preguntaba. Hay que tener en cuenta que me adoptaron cuando tenía dos años: viví uno con mis padres, cumplí otro estando secuestrada, fui recuperada por mi abuela, viví poquitos meses con ella, me dio en adopción a esta gente y estas personas me enseñaron a hablar. Ellas me enseñaron cuáles eran las reglas de lo permitido y, de algún modo, lo que se omitía era parte de esas reglas: de esto no se habla. Cuando alguien nombraba a mis padres biológicos, ellos se ponían muy nerviosos, especialmente mi ex padre adoptivo. Y la verdad es que no quería causar esa conmoción: que era mi responsabilidad evitárselo”, dice Ángela.
¿Sentias que cargabas con la culpa?
Sí, y además es muy duro para un niño saberse huérfano. La sensación de soledad y agradecimiento a los que te dan algo es muy fuerte. El juego de la lealtad. Por eso digo que el año que viví con mis padres fue muy fuerte, porque sin dudas incorporé cosas que después no se pudieron corromper. Y tardé muchísimos años en darme cuenta que me correspondía preguntar y que tenía la obligación de exigir respuestas. Y cuando exigí, no me las dieron. Si tal vez ellos me hubiesen acompañado de otra forma en el proceso de restitución, habría sostenido el vínculo con ellos.
Poner las palabras
De a poco, y a medida que fue creciendo, Ángela tuvo cierta libertad para preguntar un poco más. Y el contexto era otro: la sociedad que hablaba del ex militar arrepentido y participante de los vuelos de la muerte, Adolfo Scilingo, los indultos, la reparación del Estado a las víctimas. Y, mientras, Ángela fue descubriendo otras puertas: hermanos, reencuentros. De a poco, las pesadillas también fueron cobrando significado: escopetas, armas, centros clandestinos y Casa Cuna eran los lugares que ella siempre había temido y no sabía por qué.
“Es que esto se trata de ponerle palabras”, dice Ángela. Pero fue difícil. Tuvo que comenzar a leer historia argentina para buscar el contexto que la traía hasta ese presente que la sobrepasaba absolutamente.
No fue ni es sencilla la reconstrucción de los hechos para Ángela. Cuando su etapa de estudio y aprendizaje llegó a la década del 70, realmente le costó mucho entender qué era lo que había sucedido. Recuerda haber leído Los Pasos Previos y La Patria Fusilada, ambos de su padre, sin comprender absolutamente nada: consideraba chino básico los nombres de las organizaciones políticas, por dar un ejemplo.
La recuperación de la figura e identidad de su padre y su madre la llevó a una encrucijada: Ángela se dio cuenta de la gran cantidad de información que hay en circulación sobre Urondo, pero las pocas o muy específicas fuentes que podía consultar acerca de Alicia. Un gran bagaje de información fue el diario Noticias, donde ambos trabajaban, pero con un detalle: las notas no eran firmadas. Es la razón por la que, actualmente, Ángela está trabajando junto a la periodista Mariana Baranchuk para recuperar, gracias a un perfil de escritura, los artículos de su madre. De 260 números, llevan revisados alrededor de 70.
Ángela tiene un detalle más para agregar sobre Alicia: “Mi madre, hasta el año pasado, no figuraba en las listas de periodistas desaparecidos. No sé si se debe a un error o qué, pero recién el año pasado pude lograr que la reincorporen. Mirá que el caso es muy conocido, la caída fue rimbombante. Es algo que los compañeros periodistas estuvieron muy flojos”.
¿Cómo te llevás con la militancia de tu papá y tu mamá?
Con respeto, porque ellos eran personas que decidieron su militancia; y con crítica, respecto a que yo soy la persona que tuvo que vivir sin ellos como consecuencia del genocidio. Tuve que elaborar mucho esta idea de que a ellos los mataron porque hubo un genocidio y no porque fueron militantes. Hoy estoy muy reconciliada con la decisión de mis padres de militar, porque entiendo que los dos eran inteligentes y que ese era el momento histórico para hacerlo. Pero soy muy crítica de las organizaciones. Y hay algunas cosas que no tengo claras cómo ocurrieron y siento que alguno de los miembros de la Conducción que todavía viven pueden darme una respuesta.
¿Qué preguntas te hacés?
Mi inquietud particular es por qué los mandaron a Mendoza. Hay varios hechos que no termino de descular. Uno de ellos es un vox pópuli que dice que a mis padres les hicieron un juicio revolucionario por infidelidad. Los dos estaban en pareja o casados, pero se conocen y se enamoran como un flechazo. Y como parte del castigo, ocurre la despromoción y lo reasignan a otra zona. De haber sido así, cosa que a mí no me consta, creo que ese juicio fue aprovechado para sacarlos del juego y no tengo claro por qué.
¿Cuál es tu hipótesis?
Rodolfo Walsh deja entrever algunas cosas en sus escritos: las diferencias de los intelectuales con la Conducción, que no acataban ciegamente las directivas, que tenían una visión crítica, que preveían el golpe y querían anticiparse, mientras la Conducción no quería hacer nada al respecto.
El presente
Angela mantiene fresca la imagen del ex presidente Néstor Kirchner bajando los cuadros de los genocidas Videla y Bignone en el Colegio Militar. “Ese día encierra un simbolismo tras otro. Lo recuerdo y me emociono. Además, pidió perdón en nombre del Estado por los crímenes cometidos por el propio Estado, abrió la ESMA… Hubo una intencionalidad muy grande de devolvernos la dignidad a las personas que habíamos sido víctimas. Ellos me restituyen la capacidad de poder confiar en el Estado: toda la vida había sido mi enemigo. No porque yo lo odiara, sino porque me robó y me quitó y me sacó sin parar”. Pero, aclara, que mantiene su postura crítica, porque considera que eso es lo más positivo que puede haber en cualquier proceso. “La ley antiterrorista da ganas de llorar. Y podemos hablar de Mariano Ferreyra, Julio López, Silvia Suppo, Daniel Solano, Luciano Arruga. Son muchas causas y muy graves, que no debieran estar pasando en un Estado que, se supone, está trabajando para el nunca más”.
Ángela recién se animó a tramitar su “desadopción” cuando quedó embarazada, pero el trámite tardó muchos años y pasó por engorrosos laberintos burocráticos. Ella no sólo debía probar que era hija de Francisco Urondo y Alicia Raboy, sino también que había habido un crimen.
Sin embargo, Ángela supo, sabe y sabrá que ella es Ángela Urondo Raboy. Lo dice su mirada, lo dicen sus ojos, su sensibilidad y el oficio que destilan sus crónicas y su tenaz búsqueda por recuperar la identidad de su madre y saber cómo pensaba, qué escribía, qué sentía.
Finalmente, y aunque el proceso de reconstrucción nunca está acabado, Ángela Urondo Raboy puede creerse quién es.

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