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La gran bestia pop

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Crónicas del más acá.

La terminal de cruceros del puerto de Buenos Aires queda cerca de la terminal de ómnibus de la ciudad de Buenos Aires. Decir cerca, en un puerto como el nuestro, es una metáfora inasible. Allí donde había un caos de gente y colas de viajadores con equipaje como para vivir 10 años con esquimales, allí era. Un clásico nacional. Una multitud extraordinaria abordando 5 cruceros a la vez y por lo tanto, un despelote épico.
La cola duró 4 horas (primero hay que saber sufrir, después llorar…) durante la cual me sacaron fotos, me tomaron huellas dactilares, me revisaron la valija y hasta me preguntaron acerca de la vida sexual (prolífica) de mi gato. Solo después me trasladaron en un colectivo de la línea 129, igual al que tomo 2 veces por semana para ir a uno de mis laburos (lo juro por mi dignidad perdida). Así llegué hasta el pie del monstruo.
El monstruo. Tres cuadras de largo, unos 40 metros de ancho, 14 pisos netos más otros niveles que sumaban un total de 17 pisos, 2.800 pasajeros y 1.200 tripulantes. Media docena de piletas de natación, bares por todas partes, comedores incontables, barras, comercios donde se vendía casi todo, salón de belleza, gimnasio (inmenso), un teatro con capacidad para 1.000 personas y una estructura que otra que el San Martín, varios teatros más pequeños, músicos y pianos de medio concierto, sala de arte, conferencias, cine al aire libre, cine cubierto, 12 ascensores con capacidad para 10 personas cada uno y paro acá porque hay más.
Todo en un estilo (norte) americano típico, donde se mezclaban finos detalles con el cocoliche más berreta. Por ejemplo, las escaleras del hall central son de mármol.
¿Hace falta?
El ascensor de ese mismo hall es vidriado y tiene ¿dibujadas? con trazo escolar figuras de vegetación tropical, un yaguareté y unas víboras que parecían las de Kung Fu Panda.
¿Por qué?
Las alfombras del comedor/tenedor libre de la popa del buque, mullidas e impecables, tienen estampados pescaditos y tortugas tipo Buscando a Nemo, pero después que los agarraran los tiburones.
¿Es necesario?
La Bestia es inmenso y blanco ladrillo, con todo el confort de un 5 estrellas para que la cartera de la dama y el bolsillo del caballero se entreguen, of course. Todo en escala yanqui a pesar de que una moza mejicana me dijera cantarinamente que este buque es medianito señor, los grandes sí que lo son.
Mierda.
La fauna. Viajeros de todos los colores. Y eso es literal, estricto, preciso. Incluye a los que se pusieron esmeraldinamente verdes cuando el monstruo se bamboleó un poquito. Inmensa mayoría after 40, muchas parejas, pocos niños (Dios es Justo), gaterío indivisable, ambiente descontracturado donde cada uno estaba haciendo el legendario de su culo un pito. Unos 800 entre hispanos y argentos y el resto, de todo. Gente que gasta a manos llenas sin despeinarse y otros más cuidadosos, cada uno en su planeta pero dejando claro cuán lejos queda su planeta del tuyo.
Marx y Milton Friedman a bordo.
Los brasileños, que nunca son menos de 5 (¿qué le pasa a esta gente?), divertidos y bullangeros. Los argentos, kilomberos, quejosos, impedidos de pasar desapercibidos, comiendo como si llegara el fin de los tiempos y puteando sistemáticamente a Cristina, aunque la conversación viniera de como se crían gansos en la Patagonia. Rusos que olían imposible y tomaban increíble. Indios con dos o tres mujeres que me dejaron lleno de dudas si era poligamia o suegras confiscatorias o tías coladas. Negros (ignoro la nacionalidad porque hablaban marciano) vestidos con un colorido enceguecedor. Los gringos más clásicos leían, andaban con tablets que todavía no se inventaron, jugaban a las cartas y conversaban en los bares más selectos. Y algunos demostraban que bañarse todos los días es atentar contra los recursos del planeta.
Me cago en la ecología.
Y los yanquis miraban fútbol americano todas las tardes, en directo, en la pantalla gigante de la nave.
En el medio del océano.
Y yo que puteo porque a veces en Florencio Varela no tengo señal.
Y en el medio de todos, el gordo nacional. Un gordo de unos 35 años, rapado pero con tapa de pelos en la coronilla de la que se desprendía una larguísima y prolija trenza. El gordo iba desde las ojotas hasta el cogote completamente vestido de San Lorenzo. Ni Ricky Sarkani ni Versace ni Mongo ni Aurelio. Un cuervo en la inmensidad burguesa del crucero (norte) americano. Todo su ajuar era azulgrana. Su señora, probablemente embarazada, no.
La reencarnación del Padre Massa o del Lobo Fischer. El tipo, inmutable, feliz, sacando fotos a mansalva. Mi héroe pagano (a pesar de que no soy cuervo).
La flora. El personal del barco es, en su inmensa mayoría muy joven. Algún veterano en puestos jerárquicos, pero el resto pibes y pibas de 25 años o menos. De Polonia, Serbia, Croacia, Filipinas (al por mayor), Hungría, Sudáfrica, Méjico, Perú, Ecuador, Chile, India. Una uruguaya por allí, otro brasileño por allá. Casi nada o nada de Alemania, Inglaterra, Bélgica, USA. Qué cosa… ¿no?
Y cientos de chinos o símil que, como hormigas silenciosas y escurridizas, hacen las tareas de limpieza y mantenimiento del Monstruo.
De todos, el inglés es su segunda lengua y el español la tercera (salvo los latinos, por supuesto) por lo que comunicarme con ellos (el español es mi única y precaria lengua) es un divertido ejercicio de gestos, palabras sueltas y caras de todos los tipos. Tuve un momento cumbre cuando le explicaba a mi camarero (Malayo) que de mi inodoro salía una baranda insoportable.
Trabajadores incansables, especialmente camareros y mozos (de los que se veían), obsesionados con la higiene, cada tanto disfrazados con chaquetas alusivas a algo (noche italiana, vestidos con remeras a rayas que los hacía parecer presos; noche hawaiana con unas camisas floridas que podían funcionar como espanta tiburones), siempre a mano la frase “no problem” ante cualquier atisbo de dificultad.
A un serbio de 2 metros y 20 años, en un dialecto que inventamos juntos, le conté del mate y nuestro apego a él y me contó de la tristeza y el dolor en su país. Y nos quedamos mirando la inmensidad oceánica sin decir nada más.
9/10 meses de embarque por 1/2 en tierra, El buque y el ritmo de trabajo no paran nunca, se ahorra todo el salario, se conoce poco (cuando el buque está en puerto es cuando más trabajan), se queman más o menos rápido porque los supervisores asedian como lobos el trabajo de todos.
La realidad. El crucero va de Buenos Aires a Valparaíso, pasando entre otros lugares por Malvinas y Cabo de Hornos. Estuve en Malvinas, pero se los cuento en el próximo tiro.
Los océanos deslumbran, empequeñecen, agobian, liberan. El planeta es una maravilla que disfrutan pocos. No es lo mismo el National Geographic que estar allí.
Ni un poquito.
Cabo de Hornos, puerta de ambos océanos, piedra angular de hazañas náuticas impensables cuando uno está arriba de semejante bestia inmutable, emociona. Los fiordos chilenos avisan que lo bello no tiene fronteras y un atardecer en medio del Pacífico sencillamente no se olvida jamás.
La fantasía. El día antes del destino final, a bordo de la Bestia casi todo se pone en oferta con rebajas de hasta el 50%. Perfumes, bombachas, relojes, escobillones, salvavidas, lo que se te ocurra. Hay que ver a la siempre pequeña burguesía naval lanzada a comprar desaforadamente. Ni distinción ni elegancia: correte que te emboco, junagranputa.
En La Salada son más respetuosos.
Con ese aquelarre de fondo, dialogo con un fotógrafo ucraniano, dueño de un castellano cazcarriento, sobre porqué el buque lleva la bandera de las Islas Bermudas cuando la empresa es de California:
“Porque así nos explotan más y nos pagan menos. Es la mafia, pero legal”.
Entiendo así que la Bestia navega apuntando su proa hacia ese horizonte que algunos dieron en llamar modernidad.

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