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Duro de tragar
Soledad Barruti, autora de Malcomidos. Una investigación sobre la industria de alimentos en Argentina que describe, sin tregua, el cóctel de químicos, medicamentos, aditivos y drogas que estamos ingiriendo sin previo aviso ni control. Un viaje al infierno con salida y propuestas saludables. >>por Sergio Ciancaglini.
En muchas novelas y cuentos policiales se presenta al lector un crimen misterioso, una víctima, se describe el ambiente de la época, y hay detectives que buscan resolver el caso hasta averiguar cuál fue el móvil, cómo se cometió el crimen, con qué arma, y quién es el culpable. Malcomidos es un libro que puede leerse como la presentación de un envenenamiento, no hay un culpable sino muchos; describe cómo se comete el crimen, cómo es el ambiente de la época, y cómo descifrar un caso que no se resuelve con detectives. Pero no es una novela ni un cuento, y la historia demuestra que entre las víctimas está el personaje más desprevenido y más inesperado: el lector. Y millones de personas más.
El móvil es económico. Y el arma es una que en este mismo momento usted que lee, y yo que escribo, estamos digiriendo: la comida. Por eso el subtítulo de Malcomidos es una denuncia: Cómo la industria alimentaria argentina nos está matando.
Soledad Barruti es una argentina cosecha 1981. Papá abogado, mamá y abuelo médicos, abuela cocinera de pollos inolvidables. “Trabajé como periodista para financiar lo que quería hacer”. Lo que quería era descubrir qué comemos: “Empecé a entender el problema del modelo extractivo, pero además quise conocer cómo es la producción directa de alimentos, que forma parte de lo mismo”. Presentó su proyecto de libro, consiguió viáticos, se armó de paciencia, grabador y agua mineral, y salió a recorrer varios infiernos intragables.
Aperitivo: biografía de un huevo
El libro plantea que la comida real está desapareciendo como alimento, desplazada por una superproducción industrial cargada de químicos, medicamentos, aditivos y drogas, superproducción que rellena a las personas más que nutrirlas, no reduce sino que aumenta el hambre en el mundo, destruye formas de vida social, consolida la exclusión, el empobrecimiento y el vaciamiento de las zonas rurales, afecta al medio ambiente, y es uno de los orígenes de enfermedades que van desde la obesidad y la anemia hasta las que mejor ranquean entre las fatales, como las cardiovasculares y el cáncer.
La primera parada de Malcomidos es emblemática: Crespo, Entre Ríos, capital nacional de la avicultura, que provee parte de los 600 millones de pollos y 8.000 millones de huevos que se producen anualmente en el país. El capítulo se llama La Metamorfosis e informa que el consumo que era de 10 kilos anuales de pollo por persona en 1980, se triplicó, lo mismo que los huevos: 210 por persona.
“Entrar a un gallinero industrial es una pesadilla” dice Soledad a MU. El libro describe galpones “de olor ácido como un baño químico después de un recital” donde se agolpan 10.000 gallinas o más cacareando en jaulas de 20 x 20 centímetros, en cada una de las cuales hay cinco o seis ponedoras aplastándose unas sobre otras y agrediéndose. Por eso les cortan los picos, lo que no impide que las agredidas queden con cuellos y lomos sanguinolentos. Algunas mueren por los ataques de sus vecinas, o ahorcadas tratando de asomar la cabeza de la jaula. Y la que sobrevive pone un huevo por día. Las gallinas muertas no son apetecidas siquiera por los perros, que apenas las huelen. Cada una recibió entre 11 y 15 vacunas y dosis masivas de antibióticos y hormonas. “Por los alimentos que reciben las gallinas, la falta de sol y movimiento, los huevos tienen más colesterol, más grasas saturadas, dos veces menos omega 3 (o grasas buenas que contrarrestarían el colesterol), tres veces menos vitaminas E y A, siete veces menos betacaroteno que los huevos naturales, y 50 veces más posibilidades de estar infectados con salmonella, bacteria que aparece a granel en estos establecimientos”. Eso sí: los huevos que salen grandes son ofrecidos con el rótulo “de campo” en los supermercados urbanos.
Entrada: pollos drogados
Los pollos para consumo se crían también hacinados, parecen ciegos y tienen un andar tambaleante “como si estuvieran medio drogados”, informa Malcomidos. La razón es la alimentación, que además de maíz y cáscara de granos incluye conchillas de ostras, harina de pescado, hueso y harina de sangre de otros pollos. Todo huele a podrido, reconoce uno de los productores. Pero además les mezclan pigmentantes en el alimento (para que la carne aparente luego un color saludable), antioxidantes y, sobre todo, antibióticos que combaten bacterias intestinales, retardan el metabolismo y aceleran el engorde. Los llaman “promotores de crecimiento”, y se usan también en vacas, cerdos y pavos, todo lo cual termina en el organismo de quien se los come, que queda así involuntariamente medicado.
El proceso genera un fortalecimiento de las bacterias, cada vez más resistentes, y lo que el libro define como “experimento a gran escala”: los vigorosos no son los animales sino los microorganismos mutados que transmiten información evolutiva capaz de generar ejércitos de nuevas enfermedades. El 99% de los pollos y gallinas que se producen comercialmente son criados en establecimientos donde los hacinan y sobrecargan de estos químicos, cuenta Malcomidos, y agrega que la Cátedra de Producción Animal de la UBA enseña que este es “el único sistema posible”.
Además de facilitar la aparición de enfermedades y pandemias como la gripe aviar, estos pollos industriales tienen un 18% más de grasas, 6% menos de proteínas, 9% más de residuos minerales y 30% menos de calcio que los verdaderos pollos de campo, que cuestan un 60% más: lo que hasta hace un tiempo comía cualquiera, ahora es alimento sólo para pudientes. A esa situación, curiosamente, se la denomina progreso.
Dato ilustrativo: los propios productores no comen esos pollos. “Me separo algunos para comer con mi señora, pero no les doy toda esta porquería”, declara Francisco refiriéndose a las hormonas y antibióticos que combaten bacterias y hacen engordar a cada animal al menos un 5%.
1° plato: relaciones carnales
Las vacas eran animales forrados de cuero con las patas tan largas que les llegaban hasta el suelo. Y rumiaban. Hoy las patas de las vacas de hunden en ciénagas de estiércol y barro hecho de lluvia y orín, hacinadas de a cientos o de a miles en los llamados feedlots. Ya no son rumiantes porque en lugar de comer pasto y metabolizar las fibras, son engordadas con granos. Entre el 70 y el 90% de la carne que se come en el país (56 kilos por año y por habitante, promedio en continuo descenso), proviene de estos campos de concentración bovinos.
La comparación entre la carne de feedlot y la de pasto (la ganadería tradicional hasta no hace mucho) muestra que la primera, al tacto, es más acolchonada; no más tierna sino más blanda. “La carne de feedlot se echa a perder fácilmente: como un muerto mojado”, explica el libro, proceso similar al que en términos mediáticos y políticos se denomina carne podrida.
La ciencia está descubriendo, tarde, que la tradicional carne de pasto no tiene los efectos negativos que se le adjudicaban con respecto a temas coronarios y que sí posee, además de las proteínas, sustancias fuertemente anticancerígenas. En los feedlots, en cambio, las vacas desarrollan otro tipo de carne, alimentándose con granos que les producen acidez e hinchazón, úlceras y abscesos, que se contrarrestan con antiácidos, antibióticos, drogas bloqueadoras de síntomas, “y los menúes más bizarros”. Por ejemplo, restos industriales de fábricas de chocolates, de fideos o de cerveza, harinas de huesos y sangre de otros animales, “camas de pollo” (plumas, granos y caca de criaderos avícolas), y hasta papel de diario, lo cual tal vez consolide la relación entre Papel Prensa (La Nación y Clarín) con Expoagro (ídem).
Saladillo (junto a General Alvear) es la capital nacional del feedlot, lo cual implica un problema de salud y medio ambiente. A partir de un informe del INTA, el libro explica: “Las napas de agua no son lo suficientemente profundas, lo que las vuelve fácilmente contaminables: cuando las lagunas de mierda que forman los corrales drenan hacia abajo, llenan las napas con partículas tóxicas, químicos, remedios, virus y bacterias”. Además, cada vaca defeca 10 kilos de bosta diarios. En sólo uno de los feedlots de la ruta 205 hay 5.000 animales que generan 50.000 kilos diarios, que drenan hacia abajo mientras el aroma alcanza kilómetros e impregna a los propios animales. El libro describe cómo a uno de los empleados de ese feedlot, y hasta a una perra, les aparecieron tumores inexplicables. La propia esposa del propietario falleció de cáncer sin que nadie se preguntara si el sistema productivo habia tenido algo que ver.
La carne de feedlot es considerada por lo tanto un alimento nuevo (el fuerte impulso a este sistema comenzó en 2007) con su composición química reconfigurada sin que se conozcan claramente sus efectos. Se sabe que produce más grasas saturadas, más colesterol y calorías y mayor propensión al Síndrome Urémico Hemolítico, sin antídoto todavía, que ataca a los riñones y presenta a Argentina como el país más afectado a nivel mundial (420 pacientes anuales). La enfermedad ataca sobre todo a niños menores de 5 años. Si sobreviven, quedan con riñones como los de una persona de 80.
2° plato: chanchadas
¿Cómo generar músculo en animales estáticos que comen todo el día? La respuesta es la ractopamina, droga que mamíferos humanos aplican a cerdos y actúa como una anfetamina: las carnes así tratadas fueron prohibidas en países como Rusia calificándolas como perjudiciales para el corazón. En 2011 el ministro de Agricultura Julián Domínguez autorizó la ractopamina poco antes de dejar su cargo, lo cual lleva a que el libro cuestione que nadie se haya dado por enterado (los consumidores, por ejemplo) y se pregunte si eso no abre la puerta al uso de hormonas y anabólicos en la cría de carne, todas bajo sospecha de ser altamente cancerígenas.
La parte supuestamente sana de la alimentación, verduras y frutas, no zafa de la investigación en un país con más de 3.600 formularios de pesticidas autorizados y muchas veces mal categorizados con respecto a su poder tóxico. Cuenta el libro que en el Mercado de Abasto de la capital cordobesa se realizó un allanamiento en 2009, tomaron 30.000 muestras de frutas y verduras de venta cotidiana (acelga, espinaca, lechuga, manzana, durazno, papa y tomate) y sobre los casos seleccionados al azar encontraron que en más del 50% había residuos de clorpirifós y endosulfán, insecticidas devastadores para la salud humana: “La población estaba siendo lenta y progresivamente envenenada cuando creía que estaba comiendo algo tan inofensivo como una lechuga”. Puede agregarse que el endosulfán causó la muerte de al menos dos niños vecinos a las tomateras de Lavalle, Corrientes (José Rivero y Nicolás Arévalo, 4 años cada uno), y junto al glifosato es uno de los químicos que provocaron el levantamiento de Ituzaingó-Anexo, Córdoba, por las fumigaciones que sembraron enfermedades de piel, pulmonares, cáncer, abortos espontáneos, malformaciones de bebés y muerte en ese barrio, y la primera condena penal en la historia contra productores y fumigadores.
Cuando el libro salta de lo local a lo global surgen datos como lo informado por la Organización Mundial de la Salud: al menos un tercio de los cánceres que afectan a la población mundial es producto directo de la dieta actual, lo que se agrega a la pandemia de 1.500 millones de obesos (o sea: enfermos y malcomidos). Simultáneamente, la hiperproducción que justifica a toda esta industria alimentaria, no revierte el pico histórico de hambre en el mundo: 1.000 millones de personas.
Postre: sushi y cocaína
El sushi es otro ícono cuestionado en esta investigación, ya que los salmones prácticamente han dejado de ser salmones, paradoja ontológica debida a la crianza en jaulas marítimas chilenas en las que se los alimenta con granos transgénicos. Se ha encontrado hasta un millón de peces en instalaciones para 250.000. Los vacunan y rellenan con un volumen de antibióticos 600 veces superior al que se utiliza en Noruega para el mismo pez, y presentan concentraciones elevadas en contaminantes como PCB, dioxinas y DDT que, pese a haber sido prohibidos, se mantienen en el ambiente, y en el sushi.
Entre los alimentos elaborados, Malcomidos señala el uso de grasas trans (otra novedad cuyos efectos todavía no se conocen), grasa, azúcar, sal y uno menos conocido: el jarabe de alta fructosa, que se usa en postrecitos infantiles y no tanto, jugos, gaseosas, supuestos “cereales”, pan, kétchup y casi cualquier cosa. En el libro Azúcar: la verdad amarga, el endocrinólogo Robert Lusting define así al producto: “Lisa y llanamente un veneno”. Es 40 veces más dulce que el azúcar, cuesta la mitad, y combinado, según el alimento, con los bombardeos de grasas y sal funciona anulando la capacidad del cerebro de dar una señal de saciedad, con lo cual casi no se puede parar de comer. Otro estadounidense, Robert Moss, autor de Sal, grasa y azúcar: cómo los gigantes de la alimentación nos engancharon, plantea el efecto adictivo de estos productos en las comidas rápidas y en casi todo lo industrializado: alfajores, galletas, golosinas, postres, hamburguesas, gaseosas, yogures para “levantar defensas” o para el “tránsito lento”, incluyendo todo lo que se vende como light o diet. Dice Moss que la sal, la grasa y el azúcar “provocan efectos cerebrales que nos enganchan a ellos, casi del mismo modo que lo hace la cocaína”.
El objetivo químico y económico no es la alimentación, sino brindar sensación de bienestar, facilitar formas de compulsión o adicción hacia la comida, y por lo tanto más consumo. Soledad: “Son productos para camuflar la nada que te están vendiendo. El azúcar es algo que el cerebro agradece como un combustible. Estamos condicionados a comer grasa como forma de preservar alimento en el organismo. Y cualquier cosa a la que le pongas sal te la comés, y eso la industria lo usa, justamente, para que comas cualquier cosa”.
El fenómeno se complementa con la publicidad y el marketing. “La maquinaria es perfecta. Le creés a Guillermo Andino cuando te vende queso, cuando te muestran gente en estado de felicidad por los yogures. La comida es más que cualquier otro producto. Una zapatilla está de moda. Pero la comida te divierte, te hace crecer, te comunica, se consume rápido necesitás más. Un chico con un paquete de galletitas en el patio del colegio vale más que el que no lo tiene”. La lista de metamorfosis marketineadas es infinita: cajitas felices, alimentos que son vendidos como medicamentos (con supuesto hierro, calcio y quién sabe qué), gaseosas mágicas. “Como la alimentación es permanente y cotidiana, todo el modelo puede verse a través del análisis de esa industria”.
La madre del borrego
Soledad considera que el problema es el propio modelo productivo: “La soja ocupa casi el 60% de las tierras cultivables para producir alimentos para chanchos y vacas chinas. El Ministerio de Agricultura dice que podemos alimentar a 400 millones de personas, pero eso es falso. Se superproduce para incrementar ganancias y rentabilidad vendiendo productos que no son alimentos reales. Ni siquiera se logra alimentar a la población argentina, con al menos 2 millones y medio de personas que no tienen garantizado el acceso a la comida. Los alimentos se volvieron periféricos a la producción de soja. Por eso las producciones se hacen intensivas, en el menor lugar posible, sin que importe la calidad sino la cantidad para asegurar las ganancias empresarias”.
Ese modelo sólo puede lograrse en condiciones artificiales de producción, que se sostienen con una maquinaria química. “Esos animales que se pisan unos a otros y respiran un aire viciado no sobrevivirían si no tuviesen, en la sangre y suministradas crónicamente, una enorme cantidad de medicamentos y drogas”.
Comparación: “Es como si vos estuvieses todo el día sentado comiendo galletitas y tomando antibióticos. Un análisis va a demostrar que podés engordar, pero no que estás saludable. Nadie que conozca esos lugares puede decir que eso es algo natural, sano o para consumir”.
Así planteada, se trata de una batalla territorial y a la vez corporal. “La lucha se da en nuestros cuerpos. Te dicen que nadie se muere por comer químicos, pero cada vez que alguien analiza frutas y verduras en cualquier lugar del país siempre encuentran productos tóxicos por encima de lo permitido. Un tomate con un poquito de agroquímico no te hace nada. Pero si toda tu vida comés con ese descontrol sobre tu cuerpo, es lógico que aparezcan todas las enfermedades que aparecen, por un proceso acumulativo”. El proyecto Malasangre, en Mar del Plata, demostró en noviembre de este año cómo los agroquímicos permanecen y aparecen en el cuerpo, como disparadores de posibles enfermedades futuras.
Esa acumulación, además, no es de una sola sustancia. “Es un combo” dice Soledad. Tenés grasas saturadas, agroquímicos, cerdos con hormonas de crecimiento, anabólicos y antibióticos. En Taiwan hubo manifestaciones contra esos productos, como la ractopamina. La gente gritaba: ‘no queremos que nos envenenen’. Acá la estamos comiendo con el jamoncito, y te dicen que no pasa nada”.
El combo que describe Barruti incluye al sushi. “Que se puso de moda como comida natural y sana, que no lo es, mientras estamos rematando nuestra propia pesca que sufre una expoliación cotidiana. Están destruyendo a las comunidades de pescadores artesanales en el Paraná. Y en el mar se agrava el modelo extractivo haciendo desaparecer un recurso enorme en manos de compañías privadas extranjeras, mientras el Instituto de Desarrollo Pesquero está acéfalo”.
La superproducción de la industria alimentaria implica que las personas están consumiendo entre 400 y 600 calorías más de lo que deberían. “Ahí aparece la epidemia de obesidad que en Argentina implica tener la mayor cantidad de menores de 5 años obesos de toda América Latina. Y donde se padecen más las consecuencias es en sectores pobres, que tienen cada vez menos acceso a alimentos reales, y cada vez más a esta porquería. En muchas escuelas me cuentan cómo tienen a los chicos viviendo a papa, salchicha, fideos con pedazos de soja: rellenadores, ni siquiera comida. Un chico puede estar desnutrido, comiendo”.
El mapa completo remite a la palabra desaparición. Desaparecen la comida saludable, los alimentos reales, la nutrición. Desaparecen también las producciones y modos de vida que los acompañaron, poblaciones rurales campesinas e indígenas, poblaciones de pescadores, las pequeñas producciones. Desaparecen los bosques, los humedales, la fertilidad de los suelos. Desaparece el concepto de soberanía alimentaria, que implica que el país produce sus propios alimentos. El modelo se completa con gente expulsada de los campos hacia periferias urbanas, crecimiento de los asentamientos y barrios marginales. “Se celebra la concentración urbana como progreso, pero no ves una sociedad más feliz, sino una sociedad más violenta, metida en la celebración de la máquina del consumo como si eso fuera el bienestar. Es una sociedad cada vez más escindida de cualquier tipo de sentido. En el fondo siempre es un problema de mirada: cómo ves la vida”.
Las opciones
En la cocina de su casa, Soledad me comenta que la investigación del libro la hizo pasar por el veganismo, el enojo y el desconcierto: “No se entiende que todo esto suceda, y nadie haga algo”. En términos personales, empezó a contactarse con productores de alimentos sanos, lo que no quiere decir orgánicos, etiqueta que redunda en precios altos y un nicho de mercado para consumidores selectos. “Lo orgánico se transforma en parte del mismo mercado que te deglute. Lo que hago es ir al mercado de Bonpland a comprar pollo, o pido verduras a la cooperativa Iriarte Verde. Como trigo, arroz integral, fideos, verduras, frutas y cereales, hago brócolis o zapallitos, pero no me vuelvo una maniática sobre si la comida tiene agrotóxicos. Compro carne de vaca industrial, para mi hijo, porque todavía no conseguí quién venda carne de pasto. No compro huevos en los supermercados, ni carne de cerdo ni pollos. Pero el tema es más profundo que definir qué te llevas a la mesa”.
¿Cuál es el tema, entonces? “Para mí, comprender que la solución individual del consumidor no funciona. Es lógico buscar cosas distintas, pero lo que planteo es volvernos políticamente más responsables. No mejores consumidores, sino mejores personas”. Soledad observa que el modelo productivo no tiene oposición partidista, lo cual hace que la Sociedad Rural y Tecnópolis terminen siendo complementarias. El problema de la mesa se puede leer en clave democrática: “Estamos en una sociedad que no puede elegir lo que consume, sino que come lo que le venden o lo que recibe del Estado”.
El libro rescata posibilidades productivas como las de la Granja Naturaleza Viva, de Guadalupe Norte (Santa Fe) donde la familia de Remo Vénica e Irmina Kleiner despliega un modelo de agricultura biodinámica que, además de generar más y mejores alimentos, es más rentable. Remo considera que al menos 6 millones de familias podrían trabajar en el campo, cambiando radicalmente todo: el modelo productivo, y el tipo de sociedad. Naturaleza Viva, como tantas experiencias que bullen silenciosamente en el país, muestra que el proyecto es factible, a condición de tener voluntad de trabajar.
Otro caso es el del restaurante Los Girasoles, del hogar Camino Abierto de Carlos Keen, que produce del mismo modo todos los alimentos para atender los fines de semana a cientos de comensales, brindándoles trabajo a chicos judicializados que viven en el hogar.
“Son la muestra de lo que podríamos ser” dice Soledad, quien calcula que a la larga los dos sistemas no pueden convivir. “Hay un punto en el que chocan. El campo necesita, como cualquier negocio inserto en el capitalismo salvaje, un crecimiento exponencial y permanente basado en la maquinaria industrial y publicitaria que condicione el consumo. Y el buen sistema no puede funcionar con el suelo, el agua y el aire degradados y contaminados. Un sistema se va a comer al otro, tarde o temprano: ojalá que sea el bueno”.
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