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Tanadas

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Crónicas del más acá

Era nuestra segunda pasada fugaz por Nápoles, la caótica Nápoles, tan parecida a su centinela gigantesco, el Vesubio. La bella y atemorizante Nápoles.

Era una mañana neblinosa y con Natalia caminábamos para un mirador de la bahía, sobre veredones mugrientos. La basura parece ser una marca napolitana. Por donde uno vagabundee, se cruza con una montaña multicolor.

El  volcán cabrón estaba escondido tras las nubes apretadas y hacía frío, intenso y soportable.

En la desolada vereda veo trotar a un fulano en ejercicio matinal, con la camisa de la Juventus. Le hago una seña irónica a Natalia, que sabe de fútbol internacional lo mismo que Yo de cosméticos. Me pongo didáctico (léase: pedante) y le cuento el cuento del clásico de los clásicos italianos: el partido entre el Norte y el Sur, esa rivalidad casi salvaje que también emerge en el fútbol en la estampa de la Juventus -turinesa y rica- y la del Nápoles -pobre como toda sureña- hogar futbolístico del Diego. Natalia me mira sin entender la relación del cuento con el fulano corredor. Traduzco: es como si alguien con la camiseta de River saliera a hacer ejercicios en pleno barrio de La Boca.

Logré captar su interés.

El fulano trotaba cansino alrededor de una plazoleta rectangular y ella lo miraba con  curiosidad antropológica. Envalentonado, comencé a postular acerca de los sinuosos caminos de la tolerancia, de cómo teníamos simplificado en nuestras pobres mentes un conflicto que permitía grietas y desencuentros, de cómo ese era un ejemplo de aquello que en nuestra tierra no podíamos lograr aún.

Una conferencia peripatética en medio de la mañana napolitana.

Cuando nos vamos acercando al ejemplar del humanismo racional, observo que en el pecho de la camiseta dice en letras grandes:

“¡¡Bastardi!!”

Y en la espalda:

“¡¡¡Juventino, pedazo de mierda!!!”

Así: con todos esos signos de admiración.

Sentí la mirada mordaz de Natalia.

Intuí que ni el maldito Vesubio podría salvarme y tener la delicadeza de estallar.

Milán parece presuntuosa y coqueta, aunque admito que solo es una sospecha. Hacía un frío de rompe y raja. Había nevado en el camino y llovía, por lo que solo pudimos recorrer medio a oscuras su imponente catedral y meternos un rato en el teatro de la Scala.

A ninguno de los dos nos gusta la ópera y no sabemos tres pitos al respecto, así que el motivo de nuestro ingreso al teatro permanece en el misterio meteorológico. Recorrimos los palcos del famoso teatro (muy parecido al Colón), nos peleamos con un par de gringas que estaban tomando fotos y se molestaron por nuestra irrupción, y nos metimos en un museo horriblemente organizado, donde todo estaba amontonado o respondía a un orden ininteligible para nuestras mentes sudamericanas. Retratos que recordaban cantantes y compositores (muchos sin nombre), un piano de Liszt y otras cosas que jamás sabré qué significaban.

Llegamos a una sala de vestuarios, mientras Yo hacía esfuerzos muy mal llevados por mejorar mi italiano leyendo en voz alta la escasa cartelería. Nos salió al cruce una viejita, muy mayor, muy coqueta, muy amable, voluntaria del museo, que nos empezó a explicar lo que veíamos en Italiano Veloz.

Nos miramos, la miramos y recurrimos al célebre “piano, piano” para poder entenderla. Alegamos nuestros carácter extranjero-pampeano. La viejita nos miró con genuina sorpresa, bajó dos cambios, se volvió perfectamente comprensible y me dijo: “Pensé que usted era italiano”. Ante mi sorpresa y la pregunta de Natalia, amplió: “Por su porte de caballero y porque habla fuerte, como un hombre… italiano”, dijo con los ojitos pícaros de un pasado que no había sido reposado.

El mejor piropo de mi vida.

Me enamoré perdidamente de la viejita.

Natalia aceptó lo evidente y me dijo: “No puedo competir con ella. Vivamos juntos los tres”.

Pompeya estuvo durmiendo bajo ceniza y tierra unos 20 siglos. Los enojos del Vesubio la escondieron del mundo y hace poco más de un siglo la sacaron de su sepultura.

Inquieta el alma la vieja Pompeya.

Es fuente de fascinación de sociólogos, antropólogos, historiadores, arqueólogos, curiosos. Extrañamente intacta, cuenta discretamente sobre la vida de entonces. No cuenta todo, deja abiertas las incógnitas, las sugerencias, la sugestión.

Te llena de preguntas Pompeya.

Es una ciudad de fantasmas: las huellas están, pero ellos no.

¿Qué pasará en Pompeya en las noches, cuando los miles de curiosos nos vamos y sus calles vuelven a la húmeda nostalgia de la muerte?

Vaya uno a saber…

Sicilia es una ironía sobre la identidad. Fenicios, normandos, romanos, bizantinos, griegos, franceses, españoles, repetidas presencias sarracenas.

¿Cuál es la fuente de cultura de los sicilianos?

¿Quiénes son?

La palabra “mafia” aparece una y otra vez con una facilidad sospechosa y lucrativa. Los pícaros sicilianos han hecho de Don Vito Corleone y El Padrino una industria del souvenir.

Pero también la palabra “mafia” aparece para explicar casi todo.

Tal vez sea así.

O tal vez sea otra cosa: los más avezados dicen que para ver “maffia” en serio hay que mirar a Nápoles y no a Sicilia.

La vieja isla está coronada por el Etna, más amable que el Vesubio, igualmente bello y amenazante, al menos para mí, que mientras saco las fotos, miro de reojo hacía dónde rajar.

(Hablando de fotos: es imposible sacar una sin que salga un japonés. Creo que viajan tanto porque si están todos juntos, la isla se hunde. Amables, educadísimos, están por todos lados, todo el tiempo, sonrientes.)

Sicilia es muy bella y los tanos cultivan (literalmente) hasta arriba de los túneles, hasta el borde las rutas, en el fondo de su casa, y si me descuido, hasta en la tierra que junto en los bolsillos. Pareciera que ahí el milagro es encontrar cien metros llanos.

Otra incógnita que sumo.

Refugiado en los tours de “sea feliz y apúrese” no puedo hacer aventuras sociológicas, pero juro que no vi un solo alambrado en las tierras de Sicilia.

O son todos comunistas o el dueño de todo es Silvio Berlusconi.

¿O serán los Agnelli?

Sigo sumando preguntas.

En Pisa nos detuvimos a ver la famosa torre inclinada y a sacar la infame foto “sosteniendo” la torre. Previamente, abrimos fuego sobre los japoneses para que no salgan en la foto.

Fue inútil.

Esperando un trencito pedorro (un curro turístico de esos épicos) que nos lleva  de vuelta al bus, me pongo a conversar con un gigantesco senegalés que vende bolsos tan bellos como truchos. Intercambiamos un poco en italiano, otro en español y algunas palabras en inglés.

Él supo rápidamente que no le iba a comprar nada, pero no parecía importarle.

Sonreía con dentadura de luna.

Me dijo la palabra “crisis” (todos hablan de ella), y que en su tierra estaba mejor, aunque “mucho dolor, mucha muerte”. Que hacía 8 años que estaba en Italia. Que en dos  más volvía a su patria.  Que estaba solo. Que extrañaba a su familia.

Lo abracé.

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