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Tierra o modelo
La intro del libro Tierra Arrasada, de Darío Aranda. Panorama de lo que representa el modelo extractivo en el presente y futuro argentino.
Al container estalló en el puerto y su carga química se esparció por el aire de la Ciudad de Buenos Aires. Los noticieros transmitían en cadena y alertaban sobre el clima irrespirable. Los funcionarios lanzaron un alerta para no salir a las calles y una suerte de pánico se instaló entre la General Paz y el Río de La Plata. Fue el 6 de diciembre de 2012. Por primera vez los porteños experimentaron (sólo por unas horas) lo que se siente ser un pueblo fumigado con agroquímicos. Lo mismo que padecen miles de localidades que experimentan las consecuencias menos publicitadas del modelo agropecuario.
De idéntica manera, y a modo de hipótesis, ¿qué pasaría si la formación petrolera Vaca Muerta estuviera en Calafate, o en Palermo o en Recoleta? ¿Harían fracking en esos lugares?
¿Qué decisión tomaría la casta política si para extraer oro y plata se debieran volar los selectos barrios Cerro de las Rosas (Córdoba), Ciudad Rivera (Rosario) o el Dalvian (Mendoza)? ¿Dejarían que la minera Barrick Gold use cianuro y explosivos en sus cercanías?
En cada lugar que se asienta el extractivismo -minería, petróleo, soja, forestales- se decide, por acción u omisión, qué territorio se sacrificará. Y, al mismo tiempo se decide qué población es sacrificable en pos de un falso desarrollo.
Política de Estado
El monocultivo de soja abarcaba 12 millones de hectáreas en 2003 y, en diez años, pasó a ocupar 21 millones de hectáreas. La minería también fue por más: de 40 proyectos se pasó a 600. Creció el 1500 por ciento.
Sólo dos cifras, y dos actividades que confirman el avance en la última década del extractivismo (agronegocios, forestales, minería, petróleo), con consecuencias que el relato oficial silencia: masivo uso de agrotóxicos, desmontes, desalojos rurales, leyes de escaso cumplimiento, concentración de tierras en pocas manos, judicialización y represión. Y la bienvenida a las corporaciones.
El neoliberalismo de la década del 90 tuvo directa relación con el Consenso de Washington, políticas económicas, sociales y de gobierno gestados en un
diseño geopolítico diseñado en el Norte
y aplicado a rajatabla por el Sur.
El extractivismo en América Latina
se aplica bajo el “consenso de los commodities”. Otra vez, políticas gestadas en el primer mundo y aplicadas por gobiernos latinoamericanos de todo signo político, desde la derecha hasta los progresistas o de izquierda.
Como sucedió en los 90, Argentina es un alumno modelo del consenso de los commodities.
No es la peor noticia.
Este modelo continuará con los próximos gobiernos.
Todos los candidatos con posibilidades de llegar a un cargo ejecutivo (provincial o nacional) apoyan el mismo
modelo.
Argentina exporta naturaleza.
Suma un capítulo a las venas abiertas
de América Latina.
Repite la historia de los espejitos de
colores.
La ley y la trampa
La primera soja transgénica en Argentina se aprobó en 1996 en base a estudios de las propias empresas. Lo mismo sucedió en 2012, con otra soja de Monsanto, y también con estudios de la propia empresa.
Entre 1996 y 2014 se aprobaron 28 transgénicos. El 75 por ciento de ellos (21) fueron aprobados durante el kirchnerismo. Los expedientes administrativos son secretos.
Las leyes mineras aprobadas durante el menemismo siguen vigentes. Lo propio sucede con la ley que favorece a las empresas forestales (vencía en 2009, pero fue prorrogada por el Congreso Nacional).
A fines de 2014, el oficialismo impulsaba dos leyes. Una de agroquímicos, que no establece ninguna distancia de precaución para las fumigaciones ni hace lugar a las decenas de estudios que confirman los efectos de los venenos agrarios. Y otra, la “ley Monsanto”, una nueva legislación sobre semillas, muy cuestionada por académicos y organizaciones sociales.
El 30 de octubre de 2014, a la madrugada, se sancionó en la Cámara de Diputados la modificación a la ley de hidrocarburos. Con 130 votos a favor, otorga numerosos beneficios a las empresa. Con plazos de concesión de hasta 45 años, permite la concentración del mercado (quita el tope de áreas adjudicadas por empresas), establece regalías de sólo el 12 por ciento, fija tribunales extranjeros para resolver cualquier disputa y no contempla los derechos de los pueblos indígenas. Un dato: más de veinte comunidades mapuches viven en Vaca Muerta. Tampoco establece control ambiental de ningún tipo, justamente para una de las industrias más contaminantes de la historia.
A fines de la década del 90 e inicios del 2000, la mayor conflictividad estaba dada en sectores urbanos, que pedían ser incluidos en el mercado de trabajo. Enorme desocupación y pobreza, días de corralito bancario y crisis. Tiempos de la efímera consigna “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Las mejoras económicas de la última década disminuyeron la conflictividad urbana de sindicatos, organizaciones sociales, movimientos de desocupados. En paralelo, se incrementó la lucha de pueblos indígenas, campesinos, asambleas socioambientales. La disputa no es por mejoras económicas (que son igualmente necesarias) sino por el territorio, lugar de trabajo, cultura, historia y futuro de esos pueblos.
La lucha contra el extractivismo no se trata sólo de una lucha ambiental, como muchas veces se la quiere acotar. Es una acción que cuestiona el paradigma de (supuesto) desarrollo, interpela al poder político y económico, y desnuda los límites conservadores de la democracia actual.
Esquel y Gan Gan (Chubut), Loncopué y Loma Campana (Neuquén), Colonia Delicia (Misiones), Gualeguaychú (Entre Ríos), Malvinas Argentinas (Córdoba), Ruta 81 (Salta), Victoria (Entre Ríos), Esteros del Iberá (Corrientes), Rodeo y Calingasta (San Juan), Paraje San Nicolás (Santiago del Estero) y la comunidad qom La Primavera (Formosa). Son sólo algunos de los cientos de lugares de la Argentina profunda donde se da una lucha de fondo. Una lucha que, de manera literal, es por la vida.
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