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Yo te conozco

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Crónicas del más acá

El sur lomense, cerca del corazón de Temperley,  hay un shopping de un señor que,  cuenta la leyenda, empezó como un modesto carnicero y con su trabajo honesto y dedicado generó una colosal cadena de supermercados.

Y encima te remarca: “Yo te conozco”.

Como otro, que empezó con un carrito de lechero y meta laburo generó una gigantesca productora de lácteos. Argentina, tierra generosa, habitada por leyendas, mitos y vagos emperrados en ser pobres cuando es evidente que el que quiere, puede. Y el cansancio vital de que a uno lo traten de pelotudo todo el tiempo. No un ratito.

Todo el tiempo…

El shopping del carnicero multimillonario se apoya sobre la atragantada Hipólito Yrigoyen y tiene marca registrada.

Es desangelado.

Ni el glamour del Alto Palermo ni la bulliciosa actividad de La Salada. Todo se concentra en el súper y en los cines de la planta alta. Un local inmenso de comidas rápidas y tiendas con empleados muy atentos a la realidad que pasa por sus celulares.

No pasa nada. Ni los fragores cadenciosos del Infierno ni los fríos aeróbicos del Paraíso.

Uno de esos locales es una casa de canales de cable a la que fui para dar de baja un servicio, pertrechado de autorizaciones, documentos, aparatos que devolver, fotocopias, Fe de bautismo, esperando lo peor cual Héctor enfrentando a Aquiles.

Eran las 9 de la mañana. Tres empleados para cuatro personas esperando era un promedio que indicaba que mi mañana podía ser expeditiva. Apoyado sobre un mostrador feo, un señor de unos 80 largos estaba enojado y no entraba en razones. Gritaba algo sobre ladrones e incompetentes adornado con otras alusiones picantes. Las Furias estaban cabalgando.

Las razones en que debía entrar parecían tener la puerta cerrada. Descartes desconocía las empresas de cable.

El empleado, joven y amable explicaba lo que parecía inexplicable y el veterano no entendía lo inentendible. Emitió conceptos acerca de la mamá del empleado y del dueño de la empresa. Y empezó a hamacar el mostrador (madera liviana y berreta, no era Hércules) mientras se ponía colorado.

Mi mamá hubiese dicho: “Le va a dar un soponcio”.

El empleado no perdía la compostura pero el señor la había perdido hacía un tiempo y vociferaba mi amenaza preferida: “Voy a quemar todo”.

Piromaníacos del mundo, uníos.

Me acerqué cauteloso al iracundo anciano junto con una piba embarazada con panza de tamaño atlántico. Fuimos intentando calmar al Dragón que se resistía a razonar lo irracional, resoplaba y gruñía, mientras el empleado, transpirado y muy nervioso, no perdía su corrección y amabilidad.

El veterano dudaba entre insultarme a mí o al empleado. Los frenos inhibitorios con la panzona parecían funcionar pero conmigo fallaban todo el tiempo: no me daba pelota y  amagó putearme.

Todo finalmente se calmó aunque la tensión recorría el ambiente. Se calmó por las estrategias pacientes de la embarazada atlántica. El veterano no encontró las razones ni la armonía y cuando se retiraba dirigió una mirada amplia a todo el foro allí establecido y con voz teatral dijo: “Váyanse todos a la Puta que los Parió”.

El señor mayor había pasado a la categoría Viejo de Mierda. Tranquilizamos al empleado que había envejecido unos 20 años mientras temblaba y se repetía: “Es un señor mayor, no puedo contestarle mal…”

La cortesía no mejora el mundo pero lo hace soportable.

La embarazada no tenía ni la mitad de los papeles requeridos por lo que, sin proclamas altisonantes y con paso elefantiásico, salió mencionando a algunos animalitos de granja que tendría la empresa, incluso hermafroditas, en una elipsis bizarra e incomprensiblemente popular. Yo, sereno como un verdugo, le fui dando al empleado todo lo que me pidió.

Troya a mis pies.

Cuando iba para la escalera de salida, veo que sube un grupito de unos 20 chicos de 9/10 años con guardapolvo y dos maestras de la argentinidad conurbana: una a la vanguardia guiando la horda, y una a retaguardia para liquidar desertores.

Sabido es para los que somos del palo de la docencia que sacar a niños de cualquier escuela de la provincia de Buenos Aires para las (celebérrimas) lecciones-paseo requiere de permisos de la CIA, los padres, la OPEP, seguro de vida, velatorio pre pago y el  vehículo de transporte debe tener aprobación de la NASA aunque sea una cacharra agonizante.

Las maestras lo habían logrado.

Los chicos iban ordenados y ansiosos, hablaban como loros y se detuvieron justo ante mí, por un gordito que no sabía anudarse los cordones. La Maestra de Retaguardia realizó la operación amorosamente, no sin recordarle que era un tremendo pelotudo por no saber hacerlo, con el lenguaje prolijo del campo pedagógico.

Al gordito le importaba un pomo porque estaba súper ansioso y quería llegar
a alguna parte. Me dirijo a la Maestra de
la Vanguardia Iluminada y pregunto de
dónde son. De La Perla, dice, barrio sito a 30 cuadras del anoréxico shopping. Barrio de gente trabajadora y humilde, con un sector de gitanos muy práctico para echarle la culpa de cualquier cosa que pase y
una novia que perdí hace tantos años que no quiero volver a encontrarla. Y ella a mí tampoco.

Cruzamos un par de palabras sobre la alegría de los chicos y que parecían seres humanos, teoría ratificada por la Maestra. La alegría. Sobre la condición humana guardó un prudente silencio.

Entonces… empañé mi naciente día de éxito. Le pregunté a que venían.

Troya devendría en Roma.

Con una radiante sonrisa, la Maestra de la Vanguardia Iluminada, joven ella, me dijo: “Al Mc Donald’s”.

Me quedé con la boca abierta. No pude ni siquiera saludarla cuando la pequeña manada se puso en marcha rumbo al patio de comidas.

Al Mc Donalds… Tanto esfuerzo, incluidos los cordones del gordito, para ir ahí.

Pestalozzi lloraba abrazado a un cartel de los minions. Paulo Freire se arrojaba por la escalera mecánica. Makarenko se suicidaba con una papa frita.

Me fui a buscar al Viejo de Mierda.

Era hora de hacer Justicia…

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