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En descomposición

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¿Cómo se gobierna un país que se desintegra, una sociedad en descomposición? O, mejor, ¿qué sentido tiene ser gobierno en una sociedad así? La impresión es que todas las medidas que toma el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela profundizan una crisis social que tiene raíces largas y que ha aumentado en los últimos años. Por Raúl Zibechi, en Brecha.

En descomposición

Protestas en Caracas tras las medidas adoptadas por el presidente Maduro. Foto: Federico Parra/AFP


“La comida es poder”, dice Gustavo en una enorme ronda de cooperativistas que reflexionan sobre cómo la escasez está afectando todos los proyectos y dejando a cada familia a la intemperie, en una situación desesperada para conseguir los alimentos de cada día. La lista de productos que han sido desviados al mercado negro por el “bachaqueo” (contrabando) es cada día mayor, y esto empieza a afectar la cohesión social, al punto que no son pocos los que temen estallidos sociales.
La contracara es la noche. En las grandes ciudades, apenas baja el sol las calles quedan desiertas, gobernadas por la soledad y la penumbra, ya que el temor a los robos hace que las familias abandonen –y eso pasa hace años ya– la tradicional sociabilidad caribeña, bullanguera, colectiva, callejera, para encerrarse en la seguridad del hogar. Apenas deambulan algunas parejas y casi no se ven personas solas desafiando la oscuridad de avenidas mal iluminadas.
Sorprende sin embargo la circulación de enormes coches de los años sesenta, los célebres “colachatas” uruguayos que de-saparecieron hace tiempo de la geografía urbana del continente. La falta de divisas para importar coches despierta el ingenio y, mientras pueden, los caraqueños y habitantes de otras ciudades venezolanas hacen rodar estos armatostes que enseñan los rasgos de una sociedad atravesada por escaseces de todo tipo. Junto a la seguridad, la falta de alimentos y de medicinas es el problema mayor en el día a día de los venezolanos.
Hay situaciones casi ridículas. El dólar oficial más bajo vale 13 bolívares, pero en el mercado negro se paga a más de 1.000. Es el dólar para importar medicinas y alimentos regulados. Hay otro intermedio que se vendería a unos 300 bolívares. Pero todo es ficción, porque ninguno de los dos se consigue, siendo el Estado el único que puede hacerlos circular. El resultado es que para todo hay que ir a abastecerse al mercado negro.
BAILE DE NÚMEROS. Las distorsiones de los precios suenan alucinantes y los relatos a realismo mágico. Algunos ejemplos. Un kilo de harina “regulada” tiene un precio de 19 bolívares (subió a 190 hace apenas un día), pero sólo se consigue en el mercado negro pagando más de 1.000. Por cierto, algunos la pueden comprar, pero deben hacer largas colas, de horas y hasta días, para hacerse con el tesoro a precio oficial. Salvo las personas con poder (armas o influencias), que se hacen de los alimentos sin tener que pasar por las increíbles filas que rodean las tiendas y supermercados que los venden.
Una botella de medio litro de agua, que sí abundan, vale cien “bolos” (bolívares). El litro de nafta de 91 octanos tiene un precio de un bolo y la de 95 octanos de seis bolos. Se puede llenar un tanque de 50 litros por la mitad del precio de la botellita de agua. La garrafas de 18 kilos de gas cuestan 11 bolos, pero no las distribuyen (o sea, se las quedan los que pueden), y la gente debe pagarlas a 700 bolívares a los “bachaqueros”.
El salario mínimo es de 18 mil bolívares. Si se mide por el dólar a 300, sería de unos 600 dólares. Pero si se divide por el dólar real, el paralelo, se reduce a apenas 18 dólares. O sea, nada. Por eso la gente se pelea por conseguir los productos a los precios regulados, porque es la única forma de que el dinero le rinda. La mayoría hace las colas, donde se deprime y enfurece, y cuando no tiene más remedio acude al bachaqueo.
El problema se agrava porque los productos que faltan son cada vez más numerosos. Leche no se encuentra. Los alimentos básicos (harinas, fideos, arroz) tampoco. Ahora las cosas se agravan por la falta de gas y, en los últimos meses, por la falta de energía eléctrica, producto de la sequía que está provocando cortes de luz rotativos de tres y cuatro horas diarias. La inflación trepó a más del 700 por ciento en 2015 y se espera que este año alcance los cuatro dígitos. El billete mayor es el de 100 bolívares. Pero el autobús vale 50. El aumento vertiginoso de precios no ha ido acompañado de la emisión de billetes mayores, y la gente empieza a salir a la calle con bolsas cargadas de papeles de 20 y 50 bolívares con los que les suelen pagar los salarios y las jubilaciones.
Todos se preguntan cuánto tiempo puede durar esta situación. “El tiempo que los militares decidan”, responde uno de los participantes en la ronda cooperativista. Al parecer comienzan a verse fisuras en los cuerpos militares que hacen imprevisible el desenlace de una crisis que, en realidad, va mucho más allá de una simple crisis: una sociedad que se descompone, que ya no tiene referencias y parece estar siendo tragada por una espiral fuera de control.
Pero los rasgos de la descomposición se sienten en todos los sectores y actitudes, no sólo respecto de la comida. Hay toda una industria de falsificación de partidas de nacimiento para poder comprar pañales a precios regulados. Algunas familias que tienen el “privilegio” de tener un discapacitado, lo “alquilan”, porque hay colas especiales para que reciban alimentos a precios reducidos.
Pero la clave de la situación se encuentra en la caída de la producción, en general, y de alimentos en particular. El Estado fue ganando presencia en la economía, pero a medida que expropiaba o nacionalizaba empresas la ineficiencia iba ganando nuevos sectores. Una gangrena que comenzó llamándose “rentismo petrolero” y terminó afectando a todo el cuerpo social.
Sin embargo, hablar de contrabando/bachaqueo puede inducir a error. Existen, sin duda, redes de bachaqueros que cuentan con la complicidad de los uniformados (policías y militares) y de poderosos empresarios. Sería ingenuo dudar que algunos de ellos son cómplices de poderes globales, el “imperialismo” que denuncia el gobierno a toda hora. Pero el bachaqueo es mucho más que eso, está presente en todos los poros de la sociedad y le impide respirar.
El señor que compra una comida en un comedor a precio regulado y sale a la calle para venderla a diez veces lo que pagó no forma parte de ninguna red ilegal. Así sucede con muchas personas, un porcentaje imposible de establecer pero cada día mayor. Son actitudes que ya se volvieron cultura, para algunos son modos de acumulación y para otros formas de supervivencia. Lo cierto es que la sociedad no sólo las tolera sino que vive de ellas: unos como bachaqueros y otros como consumidores. “Es el pobre especulando con el pobre”, dice Jorge Rath, de la red de cooperativas Cecosesola. Ahora el gobierno se propuso entregar una bolsa de alimentos a cada familia como forma de enfrentar la crisis de escasez. Pero al segundo mes ya no tienen con qué llenar las bolsas. Las empresas privadas no entregan mercadería si no se les paga al contado. Y las empresas estatales naufragan en la improductividad y el despilfarro. La entrega de bolsas también tiene otros efectos: la gente debe anotarse en una lista, y siempre está el temor de que si protesta la saquen de la lista.
Al parecer, se vive al día. Ni el gobierno tiene un plan a mediano plazo. La impresión es que todos los planes, que se anuncian mediáticamente con bombos y platillos, se los lleva el viento de la degradación colectiva.“Estamos pasando del rentismo a la depredación”, remata Jorge. Quizá la mejor forma de describir un modelo de sociedad que descansó en los altos precios del petróleo y, cuando éstos se evaporaron, perdió el rumbo y apenas le queda mirar alrededor para ver quién tiene, y quitárselo.

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De la idea al audio: taller de creación de podcast 

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Todos los jueves de agosto, presencial o virtual. Más info e inscripción en [email protected]

Taller: ¡Autogestioná tu Podcast!

De la idea al audio: taller de creación de podcast 

Aprendé a crear y producir tu podcast desde cero, con herramientas concretas para llevar adelante tu proyecto de manera independiente.

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

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Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.

Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Darío Santillán.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Maximiliano Kosteki

Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.

El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.

Siguen faltando los responsables políticos.

Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.   

Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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