Nota
La lupa en lo que consumimos: el semáforo negro
¿Qué comemos? ¿Por qué no se cumple ni siquiera con los preceptos de la más obvia sociedad de consumo? ¿Por qué no se advierte debidamente al público si los productos que se venden en supermercados y almacenes tienen contenidos que pueden ser nocivos para la salud? Con el título “Las batallas del octágono” realizada por Kennia Velázquez, desde México, Bocado.lat – investigaciones comestibles (red latinoamericana de periodistas) publicó esta nota que explica la situación en ese país y en el continente, y cómo la información a los consumidores cambia inmediatamente sus pautas de compra al percibir que estaban ingiriendo cosas que ni imaginaban. En Argentina el tema continúa discutiéndose, pero aún no logra ser implementado. Las etiquetas negras con forma de octágono son las que señalan al público los excesos de azúcares, sodio, grasas saturadas o calorías, entre otras cosas, para que la gente tenga el derecho de saber qué compra. Lavaca.org comparte con Bocado.lat la difusión de este tipo de materiales, cruciales para promover el sentido común y una crítica fundada frente a una industria que no produce alimentos, sino objetos comestibles que generan epidemias y pandemias silenciadas.
Las batallas del octágono
por Kennia Velázquez • México
En los pasillos de los supermercados comienzan a verse sellos negros en algunos alimentos. Sellos que son calcomanías pegadas pero también son mucho más, una marca inocultable. La gente los toma, los analiza. Hay asombro y decepción al ver que sus productos favoritos tienen uno o hasta cuatro octágonos que les advierten ¡exceso de azúcares, grasas o sodio! Rápidamente su mirada se mueve hacia otra parte de la estantería, buscando opciones.

El descubrimiento de los contenidos ocultos en la comida ultraprocesada, los llamados nutrientes críticos, ha provocado cientos o tal vez miles de mensajes en redes sociales. “Esta advertencia me hizo reaccionar como si fuera veneno para mi niña (que en realidad lo es), y simplemente cambié de opción de inmediato. Está excelente que se advierta la nocividad de los productos”, dice un tuit de un padre de familia acompañado con imágenes de frituras marcadas con el nuevo etiquetado frontal que tienen los alimentos en México.
Y no es el único. Gente sorprendida, no sólo por los sellos en la comida chatarra, sino por los que encuentran en productos que, antes de tener etiquetas, consideraban como saludables: las barritas que suelen consumirse como colación o el amaranto con chocolate, aderezos para ensaladas, o productos ofertados para personas con diabetes que no contienen azúcar pero sí son altos en grasas saturadas. Muchos alimentos que parecían – o se vendían como – saludables, ahora están marcados con octógonos.
Desde que inició el confinamiento por la pandemia de Covid-19, el subsecretario de salud Hugo López Gatell realiza conferencias de prensa a diario. No hay día en que no mencione los efectos adversos que produce el consumo de comida chatarra y refrescos – a los cuales ha llamado “veneno embotellado”- y cómo se relacionan con el nuevo Coronavirus que a la fecha ha provocado la muerte de más de 75 mil mexicanos.
Sus declaraciones cotidianas han provocado enardecidos debates en redes sociales; columnistas han criticado la postura del funcionario a la que califican de “ideológica”; las cámaras empresariales han dicho que se estigmatizan sus productos y han pedido que se frene la medida que entrará en vigor en octubre. Piden que no existan etiquetas bajo pretexto de la gran crisis económica que provocaría la regulación, pero sin tomar en cuenta la crisis de salud que ya está aquí.
Más allá de posturas que responden a diversos intereses, en redes como en tienditas y hasta en la mesa familiar, los mexicanos están discutiendo sobre lo que comen y beben. Debaten sobre su derecho a saber y sobre el papel del Estado en la alimentación, temas que al menos hasta principios de 2020 no parecían tener relevancia hasta la llegada tanto de COVID-19 como de los sellos.
Pero el camino hasta aquí no fue fácil. Fue atropellado. En el año 2000, el llamado gobierno de la alternancia, fue encabezado por el entonces presidente derechista Vicente Fox, ex CEO de Coca Cola quien agradecido por el apoyo a su campaña presidencial apoyó a la refresquera y ésta creció como nunca antes. Lo mismo pasó con sus sucesores. En la administración del ex presidente Enrique Peña Nieto (2012-2018) la industria de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas se sentaban en la misma mesa que los altos funcionarios, quienes toman las decisiones. Y en esas mesas se impedía cualquier medida que atendiera la grave situación de obesidad y enfermedades crónicas, como un impuesto más enérgico a bebidas con alto contenido calórico o un etiquetado claro.
Y no sólo frenaron cualquier regulación, además invirtieron grandes sumas en financiar “estudios científicos” que hacían ver a sus mercancías como inocuas y subsidiar a asociaciones médicas que promueven sus productos, confundiendo al consumidor que confía en las recomendaciones de su nutricionista.
Fueron más allá, mucho más allá. Hubo espionaje a los activistas independientes de la industria. Si bien no se ha probado aún la participación directa de compañías, es un hecho que desde el Estado y por medio del software -o malware- Pegasus se espió en 2014 a personas clave en la lucha por impuestos a bebidas azucaradas. Espiaron a Luis Manuel Encarnación, entonces coordinador de la Coalición Contrapeso; Alejandro Calvillo, director de la organización El Poder del Consumidor; y al doctor Simón Barquera, del Instituto Nacional de Salud Pública. Calvillo y Barquera enfrentan ahora ataques de las asociaciones refresqueras por impulsar el etiquetado y hablar de la evidencia científica del daño que provocan dichas bebidas.
Mal de muchos

México es el mayor consumidor de comida chatarra de América Latina, el primero en obesidad infantil (y el segundo en adultos). Y es que este tipo de productos se encuentran en todos lados: en la fila de las cajas de los supermercados, en todas las tienditas de los barrios, en las escuelas y hasta en las farmacias. “Carga 9 dólares de gasolina y llévate gratis una bolsa de botanas”, “Por sólo 50 centavos de dólar extra crece tu refresco al doble”, son algunas de las promociones que diariamente nos bombardean en los espacios habituales. Está tan normalizado el consumo de estos productos que es inimaginable una reunión sin tener tres o cuatro botellas de 3 litros de refresco y bolsas gigantes de frituras.
México tiene un gran problema de alimentación.
Ahora, a partir de octubre, en teoría todos los productos que lo requieran deben contar con etiquetas con forma de octágono que advierten del exceso de azúcar, grasas y sodio pero también alertan sobre los riesgos de que los niños ingieran productos con cafeína y edulcorantes. Un etiquetado más potente que su antecesor, el logrado en Chile en 2016.
La gravedad del problema hizo que dos estados prohibieran la venta de comida y bebidas chatarra a menores de edad; y la regulación podría multiplicarse en breve porque 17 congresos locales, de provincias, están estudiando iniciativas similares.
De avanzar las iniciativas en las 17 entidades, sería un avance importantísimo para los defensores de la salud, para la industria, se pondría en riesgo su mayor mercado pues los productos ultraprocesados estarían en el mismo nivel de daño que el alcohol y el tabaco.
En América Latina, pareciera que fue necesario sufrir la peor pandemia de la era moderna para que una parte de la población escuchara advertencias con años de historia. Pareciera que apenas ahora, en los tiempos Covid, muchos escuchan lo que que desde hace años venían alertando profesionales de la salud, activistas y académicos. Pareciera que recién ahora lo entendimos la mala alimentación mata.
México está en una situación delicada, pero también otros países. El mal afecta y acecha a toda la región. Desde hace tiempo, la Organización Panamericana de la Salud ha advertido que la alta incidencia de diabetes, hipertensión y padecimientos renales pone en riesgo a una de cada tres personas en el continente -alrededor de 186 millones de latinoamericanos- que podrían enfermar gravemente de COVID-19. Hay que sumar otra de las principales comorbilidades, el sobrepeso, que en la región afecta a un 8% de los menores de 5 años, 28% de adolescentes, 53% de hombres y 61% de las mujeres.
La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) informó que el 82 por ciento de las muertes en América Latina y el Caribe fueron a consecuencia de las enfermedades cardiovasculares y cáncer. Se calcula que en la región hay 41 millones de personas adultas con diabetes y la mitad no lo sabe, por lo que no podrá atenderse adecuadamente. Las muertes atribuibles a altos niveles de glucosa en la sangre aumentaron en la región 8% entre 2010 y 2019.
Antes de que el SARS-CoV-2 pusiera en jaque a los sistemas de salud del mundo, se preveía que serían las enfermedades no transmisibles las que lo colapsarían. Con ambas pandemias coexistiendo, la urgencia es mayor.
Chile fue el primer país latinoamericano en lograr el etiquetado en 2016, tres años después se redujo en un 25% el consumo de bebidas azucaradas. Perú fue el segundo, un estudio de hábitos indica que el 37% de los habitantes de Lima dejaron de consumir productos con octógonos. En plena cuarentena, el Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y de la Protección de la Propiedad Intelectual declaró como barreras burocráticas ilegales a los sellos establecidos por el Ministerio de Salud, un hecho en el que hubo interferencia de la industria. Otra sala del mismo instituto apeló esta decisión, al día de hoy no se ha definido el futuro del etiquetado peruano, por lo pronto, los octógonos deben seguir apareciendo en los empaques.
Uruguay va en el mismo sentido, aunque con dificultades. Ordenó sellos que debían comenzar a pegarse el 1 de marzo, pero el cambio de gobierno lo postergó hasta febrero de 2021. Algunas de las razones que arguyen es esperar que se “armonicen” las normas de etiquetado con los demás países del Mercosur, aunque activistas denuncian es una práctica dilatoria porque este tipo de definiciones podría tardar hasta 6 años.
Argentina y Brasil son dos países que llevan años intentando que las etiquetas lleguen a supermercados y tiendas. Como en Uruguay, la pertenencia al Mercosur también ha servido de pretexto en Argentina para no discutir la medida, más las piedras que va poniendo la industria, igual que ocurrió en México. ¿Por qué tanto esfuerzo por frenarlo? “El etiquetado es una puerta de entrada, una vez que lo tienes estableces cuáles son los productos saludables y cuáles no lo son”, explica Luciana Castronuovo, coordinadora de la Fundación Interamericana del Corazón Argentina. Actualmente en el país hay 45 iniciativas en discusión en diversos espacios de gobierno.

Brasil, un actor importante en la región, lleva 6 años trabajando para tener un etiquetado. También ha intentado impulsar el impuesto a bebidas azucaradas siguiendo el ejemplo de México y regular la publicidad, pero la “interferencia de la industria impide que se avance en el tema”, lamenta Ana Paula Bortoletto, integrante del Instituto brasileño de defensa del consumidor (Idec).
Pero aún tiene esperanzas: “Que más países estén trabajando en esto puede ayudar a que se aceleren estas medidas en la región por ejemplo, al entrar en vigor el etiquetado en Uruguay hace necesario discutir estas políticas porque eso ayudaría a reducir las barreras comerciales, las empresas son las mismas que trabajan en nuestros países.”
El tema avanza, se cuela. Pese a los millonarios intentos de la industria, la necesidad de tomar medidas para regular el consumo de comida chatarra está en la mesa de las discusiones, ineludible.
En Costa Rica ya se presentó un proyecto de ley con un etiquetado similar al chileno. En República Dominicana, durante la campaña electoral el colectivo la Alianza por la Alimentación Saludable convocó a los candidatos presidenciales a asumir el Compromiso por una alimentación saludable que entre otras medidas incluye un etiquetado correcto. En Colombia, la Red PaPaz pidió al Estado un etiquetado frontal y claro de advertencia, iniciativa que está siendo revisada por el Ministerio de Salud. La directora de la organización no gubernamental, Carolina Piñeiros, ve un creciente interés de los colombianos por saber qué consumen y de a poco hay legisladores que van apoyando estas iniciativas. Además, la ciudad de Bogotá está discutiendo la prohibición de venta de comida chatarra y bebidas azucaradas en los colegios.
Como en un juego de estrategia, la industria presiona. Sin embargo, América Latina se mueve. Cuando se implementó el etiquetado en Chile los productores de comida chatarra “pensaron esta es la excepción, no va a ser la regla”, recuerda Enrique Jacoby, ex viceministro de Salud de Perú. Y en cada país en el que se ha discutido el tema, han encontrado resistencia. La industria ha intentado impedir las etiquetas claras. Por eso la batalla mexicana es fundamental: “La importancia y la expectativa que la región tiene con México es que ayude a inclinar una balanza, es una batalla muy grande para la industria mundial, si América Latina adopta esta estrategia es muy serio para el mundo entero.”

La batalla está en todos los frentes. En los gobiernos, en los congresos, pero también en las calles. Porque la comida chatarra no ha dejado de venderse, siguen las tienditas a reventar de bolsas y paquetes que son bombas de tiempo.
Y la industria pelea con todo: durante el confinamiento ha aprovechado para hacer mercadeo “donando” sus productos, insumos de higiene y equipo al personal médico. Sólo en México se han contabilizado al menos cien donativos. Mientras intentan frenar impuestos, etiquetado y toda medida en favor de la salud, se publicitan como empresas supuestamente comprometidas con la salud. Más distópicas que el tiempo pandémico en sí, las imágenes de estos días: Coca Cola regalando refrescos a los médicos que atienden a enfermos de Covid, graves por padecer diabetes, sobrepeso y obesidad.
Pero también hay buenas noticias desde un frente, las redes sociales. Porque ahí,al parecer, la industria va perdiendo una batalla. Al día de hoy no he visto ni un solo mensaje de alguien lamentándose porque los sellos le hayan quitado la venda de los ojos y sí he visto a muchos celebrando que podrán ejercer su derecho a saber.
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De la idea al audio: taller de creación de podcast
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Mariano Randazzo, comunicador y realizador sonoro con más de 30 años de experiencia en radio. Trabaja en medios comunitarios, públicos y privados. Participó en más de 20 proyectos de podcast, ocupando distintos roles de producción. También es docente y capacitador.




Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar: