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En el nombre del padre
La bolivana María Galindo, de Mujeres Creando, propone en este texto pensar la identidad latinoamericana como un travestismo. Y coloca “bastardillas” para descubrir lo que permanece dominando a los modelos femeninos actuales.
Tú me quieres virgen,
tú me quieres santa,
tú me quieres colonizada.
Giuseppe Campusano gestor, creador e inventor marica del Museo Travesti del Perú nos dice que toda “peruanidad es un travestismo”, que el concepto de travestismo es un concepto que, mas allá del sexo y el género, vale para la historia misma del Perú.
Quiero prestarme este concepto –que además de ser profundamente maricón es también lindo, colorido y creativo– para huir de la trampa en la cual vivimos sumergidas en la sociedad boliviana entre el homenaje al colonialismo y la “Madre Patria” y la sacralización de lo indígena como expresión de lo puro, lo justo y lo auténtico.
Esta postura atrevida, extendida sobre la historia y la cultura, nos dice que todo es un travestismo, que hasta o desde lo indígena es un travestismo, porque lo indígena, en sí mismo y como tal, sólo existe como condición travesti, al mismo tiempo y como parte de la misma trampa histórica: tampoco lo blanco hispano existe, sino lo blancoide condenado a su propia falsedad.
Ver la historia, la cultura, los personajes y las costumbres como un travestismo es poner en cuestión la mirada maniquea y simplificadora entre colonialismo y resistencia, por eso es una mirada políticamente incorrecta, riesgosa y atrevida que asume la condición de fragmento, de pedacito, que tiene todo relato del pasado. Así como la travesti no es un hombre disfrazado de mujer, así la historia del colonialismo no es la historia del sometimiento versus la resistencia, sino la combinación irresuelta y compleja que tiene muchas grietas y que, por eso mismo, posibilita a la vez muchas salidas nuevas, creativas, contradictorias, alucinantes y esperanzadoras.
Colonialismo y patriarcado
La historia masculinizada y colonial aparece como una relación que transcurre entre conquistador y colonizado. El conquistador es el protagonista de la explotación cruel; el conquistado es la víctima y el sometido. El conquistador es el amo, el conquistado su vasallo. El conquistado es también el héroe de la resistencia, el conquistador es el que impone su poder.
En una historia masculinizada, donde se entremezclan los héroes de un lado y del otro, en un confuso panorama de proezas. Aquello que queda sumergido y oculto es la relación entre colonialismo y patriarcado. Quedan ocultas las continuidades entre las instituciones patriarcales pre-coloniales y las instituciones patriarcales coloniales. ¿Por qué estas conexiones no fueron evidenciadas? ¿Por qué fueron menospreciadas en su peso político? La respuesta es más que obvia. Por un lado, los intelectuales que exaltan la resistencia indígena reescriben hoy, como hace cientos de años, la masculinización de la historia. Por el otro, los otros intelectuales cultores del hispanismo son muy parecidos en eso a sus propios contrincantes en un pacto patriarcal de silencio sobre la subordinación de las mujeres.
Cada mujer indígena o española ocupó un lugar específico definido justamente por esa continuidad patriarcal entre una sociedad y otra. La dominación patriarcal no llegó con los españoles en los barcos aunque eso quisiéramos simplificadoramente creer.
Me atrevo a ubicar tres grupos distintos de instituciones patriarcales que pueden permitirnos entender la relación entre colonialismo y patriarcado.
Aquellas instituciones o mandatos culturales y políticos patriarcales estrictamente españoles y que fueron impuestos a las mujeres españolas en las tierras conquistadas.
Aquellas instituciones o mandatos culturales y políticos patriarcales españoles que se complementaron con instituciones patriarcales pre-coloniales del mundo indígena y que dieron lugar a una suerte de alianza patriarcal entre conquistador y colonizado.
Aquellas instituciones patriarcales estrictamente españolas adoptadas por el universo indígena como propias y aplicadas sobre las mujeres indígenas como mandato.
Estos tres grupos forman pliegues distintos de mandatos: no son un todo. Y a su vez, estos pliegues dan origen a una serie amplia y compleja de jerarquías sociales raciales, sexuales y genéricas que tienen expresiones y consecuencias contemporáneas. Sin el análisis de estos tres grupos de instituciones culturales y religiosas es imposible desentrañar y entender no sólo el lugar de las mujeres en el proceso, sino además es imposible entender las sociedades latinoamericanas contemporáneas.
El útero y la raza
La función de estos tres grupos de instituciones patriarcales básicamente está concentrada en:
“Las hijas de familia” y el apellido como emblema. El control de la reproducción fue una de las políticas prioritarias de la colonización. Nos referimos al conjunto de normas impuestas a las mujeres españolas importadas a las tierras conquistadas para preservar la “pureza racial”, el linaje y la continuidad del poder económico y político de padres a hijos, a través del control de la reproducción. Varias de estas normatividades se convirtieron en la normatividad de la clase dominante blancoide latinoamericana sobre sus hijas, y muchos de sus rasgos –como el mandato de virginidad, el matrimonio pactado entre padre y novio, la prohibición de relaciones con lo imaginariamente “no blanco”– se mantienen. Varias de estas normatividades patriarcales sobre “la hija de familia” pesan sobre los conceptos de patria potestad y de familia y son parte de los conceptos racistas de las sociedades latinoamericanas de hoy en día. Al mismo tiempo la mujer española blanca, como modelo de virtud y de belleza, introduce un patrón racista en los cánones sexuales y de belleza presente hasta la actualidad. La mujer blanca es bella y decente, la mujer morena es fea y disponible.
La servidumbre sexual de la mujer indígena como botín de guerra, es decir, como parte de los bienes a ser ocupados, consumidos, utilizados e intercambiados entre conquistadores. Pero también, como bien para establecer una alianza política entre conquistador y conquistado. Una suerte de pacto entre hombres, a través de la entrega ritual de mujeres como vehículo de relación, entendimiento y negociación política entre conquistador y conquistado. Un nivel en el cual conquistador y conquistado comparten una misma jerarquía fundada sobre la subordinación de las mujeres indígenas.
La conversión del hombre indígena en el exclusivo y directo representante político del ayllu y, por lo tanto, en el único interlocutor del mundo indígena con el poder colonial. Esto supone la figura del “hombre indígena” como protagonista de un despojo directo de la “mujer indígena”, de su voz, de su lugar, del fruto de su trabajo y de su tierra. Esa misma relación se traslada luego a la relación con los Estados nacionales, donde el hombre indígena es el único interlocutor del Estado y la mujer indígena queda mediatizada por la voluntad, la voz y el protagonismo político del hombre indígena.
La conversión de la mujer indígena en la inquilina de su pareja, donde su relación con la comunidad de pertenencia pasa por la relación con el protagonista que es siempre el masculino: el esposo, el padre o el hijo. Y la adopción por tanto de una pertenencia subordinada en la comunidad. La comunidad deja de ser una entidad de confluencia entre hombres y mujeres para convertirse en una entidad masculina. La adaptación, por lo tanto y al mismo tiempo, de la distribución sexual y jerarquizada del trabajo, donde el trabajo masculino vale siempre más que el trabajo femenino. Y donde al mismo tiempo el trabajo femenino pierde su carácter de trabajo, se convierte en obligación sexual y deja de beneficiar a la comunidad para beneficiar de manera directa al varón como pareja, padre o hijo.
Al funcionamiento de este conjunto de mandatos debemos el protagonismo del padre sobre la madre, el valor del apellido hispánico como emblema de estatus social, el control tiránico del cuerpo y el placer de las mujeres y la configuración de sociedades profundamente racistas. Un racismo donde el apellido y el color de la piel funcionan como datos inequívocos de pertenencia o exclusión social por la vía del control patriarcal sobre la madre.
Cada una de estas instituciones patriarcales tiene hoy en día en la América Latina contemporánea distintas formas de vigencia, pero son imposibles de explicar sin ubicar la relación entre colonialismo y patriarcado. Enunciarlas pone en juego una manera de ver la historia y la sociedad.
Desobediencia cultural
Las “bastardillas”. Tomando el seudónimo de una importante grafitera colombiana pienso en las hijas del patrón con la empleada. Ellas, las que ven en directo cómo su padre viola a su madre, las que ven cómo la humilla, cómo se va tirando la puerta después de haber comido y “cogido” bien. Pienso también en las mujeres hijas de madre indígena cuyos cuerpos no quieren contener la tradición sino la huida de ella, y que en mi sociedad despreciativamente se las llama “chotas” o “birlochas” por ser poco auténticas, por ser no folklóricas, por ser de muchas maneras extravagantes. Y sobre todo y aunque nadie lo dice, por ser finalmente peligrosas para el orden social que está fundado en la obediencia de las mujeres.
Pienso en las hijas del patrón que mal llevan en cuerpos gordos y morenos el apellido castizo del patrón. Pienso en toda la inmensa sociedad contradictoria y racista que se ha formado, poquito a poco y célula a célula, en los vientres de las mujeres indígenas a las que les han nacido hijos blancos, blanconcitos. Niños bastardos y niñas rebeldes y precoces. Sin dote ni legitimidad y, muchas veces, sin eso que se llama apellido.
Las bastardillas, las bastardas, son las que no tienen lugar. Son las únicas que interpretan el color de la piel reconociendo cada pliegue y cada tonalidad como partes de un pentagrama musical imposible de jerarquizar del blanco al moreno. Del indígena al blancoide.
Ellas, las bastardas, las bastardillas, las que crean sobre la mentira y no sobre la verdad, saben que el moreno es hijo del blanco y el blanco es hijo de la morena. Rompen y rompemos con nuestros cuerpos el racismo, primero por hipócrita y segundo por insoportable.
Revelan el lugar intermedio, el intersticio y la rajadura de todo el orden racista, colonial y patriarcal.
Ellas por feas, por gordas, por morenas, por atrevidas, por incontenibles, por despolitizadas, por incorrectas, irritan a la madre, al padre, al hermano, al cura y al amante al mismo tiempo.
Ellas, las bastardillas son el sitio y el lugar donde podemos encontrar eso que venimos buscando: el lugar concreto, el cuerpo concreto donde colonialismo y patriarcado se han juntado.
Ellas, yo, nosotras, somos y son el cuerpo concreto donde así como patriarcado y colonialismo han encontrado encuentro, pueden encontrar corto circuito, quiebre, contradicción y rajadura.
Rajadura y quiebre que es rebelión, insubordinación, esperanza, rebeldía y desobediencia cultural.
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