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Zygmunt Bauman nació en Polonia hace 82 años, vive en Londres y dedica su vida a enseñar y a pensar. Dos actividades que le valieron muchas batallas y varios exilios. Desde fines de los 90 está abocado a escribir sobre lo que considera un cambio clave para entender el mundo de hoy. Al ritmo de un libro por año, plantea, profundiza y da vueltas sobre el mismo tema. “Es como entrar a una habitación por diferentes puertas”, confesó. Su teoría tiene un título: Modernidad Líquida. Aquí las claves de ese pensamiento desplegado en seis de sus libros.
Modernidad Líquida
La pirámide de poder actual está construida sobre la base de la velocidad y su principal técnica es el escurrimiento, el rechazo a cualquier confinamiento territorial y de sus engorrosos corolarios de construcción y mantenimiento de un orden, de la responsabilidad por sus consecuencias y de la necesidad de afrontar sus costos. Para que este poder fluya, el mundo debe estar libre de trabas, barreras y controles. Los poderes globales se encargan del desmantelamiento de esas fronteras, y con sus escombros inmovilizan a quienes intentan detenerlos. La Modernidad Líquida corresponde al pasaje del capitalismo global de su fase de explotación a su fase de exclusión.
Globalización
El capital se ha vuelto extraterritorial, liviano, desahogado y desarraigado a niveles inauditos, y su capacidad de movilidad espacial alcanza, en la mayoria de los casos, para extorsionar a los agentes locales de la política y obligarlos a acceder a sus demandas. Como nunca antes, la política es un tira y afloje entre la velocidad con la que el capital se mueve y la cada vez más disminuida capacidad de acción de los poderes locales. Se trata de una batalla perdida, que significa acomodar las reglas del juego al servicio del desmantelamiento y el menoscabo de todas las leyes y regulaciones que puedan poner restricciones al capital. En la práctica, esto significa bajos impuestos, escasas o nulas regulaciones y, sobre todo, flexibilidad laboral. De manera más general, implica garantizar una población dócil e incapaz de oponer resistencia organizada a las decisiones que el capital pueda tomar. Para las multinacionales –es decir, las empresas globales con intereses y lealtades dispersos y cambiantes– el mundo ideal es uno sin Estados o, al menos, con Estados pequeños. Hay poco que los Estados soberanos de hoy puedan hacer, y menos aun que sus gobiernos se atrevan a llevar a cabo, para contener las presiones del capital. Dirían que las reglas del juego que están obligados a jugar han sido dipuestas por fuerzas sobre las que no tienen una influencia mínima, si es que tienen alguna. ¿Cuáles fuerzas? Unas tan anónimas como los nombres tras los cuales se esconden: mercados mundiales, inversiones extranjeras. Hoy día el capital ha logrado escapar del marco ético-legal que el Estado-nación le imponía para refugiarse en una tierra de nadie. Ese nuevo espacio extraterritorial es el que llamaron “globalización”.
Inseguridad
La vida líquida es una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constantes. Es una versión siniestra del juego de las sillas que se juega en serio. Y el premio real que hay en juego es el ser rescatados (temporalmente) de la exclusión. Como la competición es global, esta carrera tiene que –además– celebrarse en una pista de dimensiones planetarias. La vida líquida es una vida devoradora. Asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados el papel de objetos de consumo. Los objetos de consumo tienen una limitada esperanza de vida útil y cuando sobrepasan ese límite, dejan de ser aptos para el consumo: son inútiles. El mercado no sobreviviría si los consumidores se aferraran a las cosas y recibiría un golpe mortal si los individuos encontraran valores que les aportaran seguridad. El arte del marketing está dedicado a impedirlo. El poder del mercado radica en la inseguridad. El consumismo es, por ese motivo, una economía de engaño, exceso y desperdicio. Para mantener vivas las expectativas y para que las nuevas esperanzas ocupen enseguida el vacío dejado por las ya desacreditadas y descartadas, el trecho desde el comercio hasta el tacho de basura debe ser corto.
Mercado
La sociedad de consumo es una sociedad de mercado; todos hacemos compras y todos estamos en venta; todos somos de manera alternativa o simultánea, clientes y mercancías. Una sociedad de consumidores no es sólo la suma total de dichos consumidores. Se trata de una sociedad que interpela a sus miembros fundamentalmente (o quizás, incluso, exclusivamente) en cuanto consumidores y que los juzga y evalúa por sus capacidades y conductas con relación al consumo.
Desempleo
Desempleo es un nombre para una condición manifiestamente temporal y anormal; como una enfermedad pasajera y curable. La noción de desempleo hereda su carga semántica de la autoconciencia de una sociedad que acostumbraba otorgar a sus miembros el papel de productores y que creía asimismo en el pleno empleo, no sólo como una condición social deseable y alcanzable, sino también como un destino. Una sociedad que ve en el empleo una clave –la clave– para la resolución simultánea de una identidad personal socialmente aceptable, una posición social segura, la supervivencia individual y colectiva, el orden social y la reproducción sistémica. En la sociedad de consumo no hay desempleados sino personas superfluas. Los consumidores fallidos, incompletos o frustrados son superfluos. Que te declaren superfluo significa haber sido desechado, cual botella de plástico vacía y no retornable. La produción de cuerpos superfluos, ya no requeridos para el trabajo, es una consecuencia directa de la globalización. Son las víctimas humanas de la victoria del diseño del progreso económico a escala planetaria. La respuesta a la superfluidad es tan financiera como la definición del problema: limosnas provistas, legisladas, promovidas por el Estado, designadas con un abanico de eufemismos: subsidios de asistencia social, subvenciones.
Lo invisible
El residuo es el secreto oscuro y bochornoso de toda producción. Por ende, la generación de residuos hace del encubrimiento una ardua tarea. La supervivencia de la Modernidad Líquida depende de la diligencia y competencia en la eliminación y ocultación de la basura.
Los límites
Los basureros marcan la frontera entre lo aceptado y lo rechazado, lo incluido y lo excluido. Esa frontera se traza cotidianamente, con cada ronda de recogida y eliminación de basura. Su único modo de existencia es la incesante actividad de separación. Es demasiado lo que depende de esta tarea como para dejarla en manos de los basureros. Se precisan funcionarios de inmigración y controladores de calidad, un ejército de elite que establece los límites entre inclusión y exclusión.
Todos los residuos, incluidos los humanos, tienden a amontonarse en forma indiscriminada en el mismo basurero. Los residuos no precisan de finas distinciones ni sutiles matices, a menos que puedan reciclarse. Pero las posibilidades de reciclarse como miembros legítimos y reconocidos de una sociedad así diseñada son, por no decir otra cosa peor, vagas e infinitamente remotas.
Mientras el gueto en su forma clásica actuaba en parte como escudo protector contra la brutal exclusión racial, el actual diseño dispone que el basurero pierda su papel positivo de parachoques colectivo, convirtiéndose en un mortal mecanismo de pura relegación social.
Tolerancia cero
La inmediata proximidad de grandes y crecientes aglomeraciones de seres humanos residuales, que probablemente lleguen a ser duraderas y permanentes, exige políticas segregacionistas más estrictas y medidas de seguridad extraordinarias. El sistema penal provee tales contenedores. Para el ex presidiario que goza de libertad condicional, el retorno a la sociedad es casi imposible y el regreso a la cárcel, seguro. En resumidas cuentas, las cárceles, al igual que otras tantas instituciones sociales, han pasado de la tarea de reciclaje a la destrucción de residuos. El modo de ocuparse de los residuos pasa por acelerar su biodegradación y su descomposición, al tiempo que se los aísla. La construcción de más prisiones, la pena de cárcel para un mayor número de delitos, la política de tolerancia cero y las condenas más duras y más largas se comprenden mejor como otros de los tantos esfuerzos por reconstruir la débil y titubeante industria de destrucción de residuos, sobre una nueva base, más acorde con las nuevas condiciones del mundo globalizado.
Nuestra época
La nuestra es una época proclive a los chivos expiatorios, de cerraduras patentadas, alarmas antirrobo, cercas, grupos vecinales de vigilancia y personal de seguridad; asismismo, de prensa amarilla “de investigación”, a la pesca tanto de conspiraciones con las que poblar de fantasmas un espacio público ominosamente vacío como de nuevas causas capaces de generar un pánico moral lo suficientemente feroz como para dejar escapar un buen chorro de miedo y odio.
Confianza
Estos nuevos géneros de temor disuelven asimismo la confianza, el agente vinculante de toda convivencia humana. Sin confianza se desintegra el entramado de compromisos humanos, haciendo del mundo un lugar todavía más peligroso y temible. Despojada de confianza, saturada del recelo, el diseño de esta vida está plagado de antinomias y ambigüedades que no es capaz de resolver.
Nosotros
Los mercados de consumo están demasiado ansiosos para ayudarnos a salir del apuro. La publicidad asocia los automóviles con la pasión y el deseo y los teléfonos móviles con la inspiración y el apetito sexual. Pero por mucho que lo intenten, el ansia que prometen saciar no desaparecerá. Puede que los seres humanos se hayan reciclado en artículos de consumo, pero los bienes de consumo no pueden ser humanos. Hemos de admitir que los sustitutos consumibles tienen una ventaja. Prometen liberarnos de las tediosas tareas de negociación y compromiso; sus vendedores garantizan sustitución fácil y frecuente en el momento en que ya no sirvan, o que aparezcan ante nuestros ojos artículos nuevos, mejorados y más seductores. Y, lo que es más importante todavía, parecen otorgarnos el mando. Somos nosotros, los consumidores, quienes trazamos la línea entre lo útil y lo residual.
El juego
Consolados así, nos sentamos a ver –absortos, encantados, hechizados– la próxima entrega de Gran Hermano, que nos cuenta la misma historia: supervivencia es el nombre del juego de la convivencia humana y la apuesta máxima de la supervivencia consiste en sobrevivir a los demás.
Gran Hermano I
El primitivo Gran Hermano, aquél sobre el cual escribió George Orwell, presidía fábricas fordistas, cuarteles militares y una infinidad de panópticos grandes o pequeños. Su único deseo estribaba en no dejar salir y en devolver al rebaño a la oveja descarriada. El Gran Hermano de los reality shows televisivos se preocupa exclusivamente de dejar afuera –y una vez fuera, fuera para siempre– a los hombres y mujeres sobrantes. Al viejo Gran Hermano le preocupaba la inclusión, la integración, disciplinar a las personas y mantenerlas ahí. La preocupación del nuevo Gran Hermano es la exclusión: detectar a las personas que no encajan en el lugar en el que están, desterrarlas de ese lugar. Es el santo patrono de los gorilas, tanto al servicio de un club nocturno como de un Ministerio del Interior.
Casino
Cuerpos delgados y con capacidad de movimiento, ropas livianas y zapatillas, teléfonos celulares, pertenencias portátiles y desechables, son los símbolos principales de la Modernidad Líquida. Lo pesado y lo gordo (literal y metafóricamente) son los peligros que hay que combatir y, mejor aun, evitar. Es difícil concebir una cultura indiferente a la eternidad, que rechaza lo durable. Es igualmente difícil concebir una moralidad que rechaza responsabilidad por las consecuencias que sus acciones pueden ejercer sobre otros. El advenimiento de la Modernidad Líquida lleva a la cultura y a la ética a un territorio inexplotado, donde la mayoria de los hábitos aprendidos para enfrentar la vida han perdido toda utilidad y sentido. Como afirmó George Steiner, vivimos en una cultura de casino, y en un casino el siempre inminente grito de “no va más” establece el límite. En la cultura de casino la espera va en desmedro del deseo, pero la satisfacción del deseo también debe ser breve, debe durar sólo hasta que sea arrojada la próxima bola.
Gran Hermano II
El capitalismo pesado, el del viejo Gran Hermano, era el mundo de los legisladores, los creadores de rutinas y los supervisores, el mundo de los hombres y las mujeres dirigidos por otros, que perseguían fines establecidos por otros, de una manera establecida por otros. Por esa razón eran también un mundo de autoridades: líderes que sabían qué era mejor y maestros que enseñaban cómo. En el capitalismo liviano, de la Modernidad Líquida y del Nuevo Gran Hermano, no existe nada de eso. El liderazgo ha sido reemplazado por el espectáculo y la vigilancia, por la seducción. La infame frase de Margaret Thatcher “la sociedad no existe” fue simultáneamente una aguda reflexión sobre la cambiante naturaleza del capitalismo, una declaración de intenciones y una profecía cumplida. “No hay sociedad” significa proclamar que los males son individuales y también lo son las terapias; las preocupaciones son privadas y también lo son los medios para combatirlas.
Gran Hermano III
El viejo Gran Hermano sigue vivo y mejor equipado que nunca, si bien hoy se encuentra preferentemente en las regiones marginadas del espacio social. Allí perdura la vieja tarea de no dejar salir a la gente y de volver a hacerles formar cada vez que rompen filas. Sin embargo, su auténtica misión consiste en facilitar un poco la tarea del nuevo Gran Hermano. Los dos hermanos controlan la frontera entre el dentro y el fuera. Juntos, abarcan la totalidad del universo social. La crueldad inhumana del primero sostiene lo diabólico del segundo. La elección ofrecida por este diseño a nuestras vidas es entre no salirse de la fila o el rechazo; entre la custodia del primero o del segundo de los Grandes Hermanos, que presiden conjuntamente el juego de la inclusión obligatoria y la exclusión forzosa.
La pregunta
La pregunta, a la que a nosotros nos toca encontrar respuesta, es si el juego de inclusión/exclusión es la única manera posible de concebir nuestro mundo compartido. El proyecto social a gran escala se ha dividido en una multitud de baúles de viaje privados, hechos a la medida del consumidor, sorprendentemente similares unos a otros, pero en modo alguno complementarios. Pero, más allá de nuestras diversas creencias religiosas o políticas, a menudo tan distintas y a veces encarnizadamente enfrentadas, todos deseamos vivir con dignidad y sin miedo, que no nos humillen, y que se nos permita buscar la felicidad. Esto constituye un terreno común lo suficientemente firme y amplio sobre el cual comenzar a construir la solidaridad de acción y concepción.
La respuesta
¿Puede volver a construirse un espacio público para el diálogo, el debate, la confrontación y el acuerdo? Sí y no. Si lo que se entiende por espacio público es la esfera que rodea a las instituciones representativas del Estado-nación y a las que ésta presta servicio, habrá que responder que probablemente no. Esa escena pública ha sido ya despojada de la mayoría de los utensilios y elementos que le permitieron sostener los dramas representados en ella en el pasado. Pero incluso si la vieja parafernalia se hubiese mantenido intacta, difícilmente habría podido servir a las nuevas producciones, cada vez más grandiosas y complejas. Para ser creíble, la respuesta del “sí” precisa de un espacio público nuevo y global. Y además necesita de una responsabilidad verdaderamente planetaria: un reconocimiento del hecho de que todos los que compartimos el planeta dependemos mutuamente los unos de los otros para nuestro presente y nuestro futuro, de que nada de lo que hagamos o no hagamos puede resultar indiferente para la suerte de otras personas y que ninguno de nosotros puede ya buscar y encontrar un refugio privado en el que cobijarse de las tormentas que pueden originarse en cualquier lugar del globo. Sentimos, suponemos y sospechamos qué es lo que hay que hacer. Pero no podemos conocer la forma ni la configuración que finalmente adoptará. De lo que sí podemos estar bastante seguros es de que esa forma no nos resultará familiar. Será diferente a todo aquello a lo que nos hemos acostumbrado.
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