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Con la esperanza entre los dientes
Del gesto de un niño ruso a la renovada ilusión Argentina.
Por Ariel Scher desde Moscú
Andrei es de lo mejor del barrio. Pide la pelota, la para, se le resbala, la pide de nuevo, se le resbala de nuevo, hace un jueguito, dos, intenta tres, pero la bola se le va piso. Reitera: hace un jueguito, dos, intenta tres, pero la bola se le va al piso. No importa. No importa porque Andrei es maestro del lenguaje. Bah, no maestro del lenguaje en el sentido ortodoxo que tiene esa actividad. Andrei no es alguien que oficia de maestro del lenguaje en ninguna cátedra de ninguna parte porque, entre otros límites, anda por el cumpleaños ocho o nueve. Con los pies fallando pero reincidiendo sobre una cancha hermosa de piso oscuro y jugadores valientes, con la boca abierta para tragarse los aires cálidos de los suburbios de Moscú en junio, Andrei es maestro del lenguaje porque delante suyo pasa un argentino recubierto por la camiseta argentina y, entonces, actúa. Así actúa: se lleva las manos a la boca, empuja para abajo los extremos de los labios con los índices como haciendo el gesto de la tristeza y luego mueve la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha para decir no; un segundo más tarde, esos mismos índices le permiten desplazar los extremos de los labios para arriba, dibuja una sonrisa y, con la cabeza, hace que sí, que sí, que sí.
Es maestro del lenguaje este Andrei chiquito y entrañable porque no necesita apropiarse de un solo vocablo del castellano para darle ánimo a ese argentino que transita el Mundial con fútbol desanimado. Avanza el largo atardecer del viernes, el sol avisa que, aunque tenue, permanecerá hasta que se hagan más de las diez y cuarto y una pareja joven acurruca a su bebé en uno de los bancos próximos a la cancha donde Andrei ensaya. El maestro del lenguaje acredita ser eso mismo por otra razón: a pesar de que está lejos de ser jugador de selección y de Mundial, miró por la televisión muchas caras de los jugadores argentinos en el partido que fue caída con Croacia y también percibió, a través de ese lenguaje potente, que les hace falta recuperar la alegría.
La situación emocional de la Selección fluye como tema principal de los argentinos que deambulan sobre el suelo de Moscú con la ilusión de que su equipo perviva en el Mundial y con los boletos de tren para avanzar hacia San Petersburgo, donde el martes y con Nigeria como contrincante estará colgada la última llave para abrir las puertas de un presente mejor. Ninguno es maestro del lenguaje como el pequeño Andrei y ninguno, tampoco, se reivindica como terapeuta especializado en equipos que extraviaron las confianzas en que el futuro será portador de buenas noticias. Igual, unos cuantos opinan. “Nos hicieron un gol y ya sabíamos que perdíamos”, rotula, más preocupado que embroncado, Roberto, alguien que en Buenos Aires se dedica al comercio y que unos 12.000 kilómetros más al noreste se fascina con las arquitecturas que enmarcan a la Plaza Roja. “Pregunten por acá, que está lleno de argentinos, pregunten y van a ver que muchos creen que esta es una Selección que no transmite energía cuando pasa malos momentos”, invita Ricardo, otro argentino hasta ahora más cautivado por las luces de la calle Arbat que por el juego en celeste y blanco.
¿Son las tres finales alcanzadas y no ganadas en los últimos años el motivo por el que el equipo no ofrece reacciones como las que desearían Roberto y Ricardo? ¿Son las lluvias de insultos que ciudadanas y ciudadanos anónimos desparramaron en esos mismos años hacia estos futbolistas -“el paraíso de los brutos” denominó el periodista español Rafa Cabeleiras a esa conducta- la causa de que quieran estar en la Selección pero no consigan disfrutar de ese querer? ¿O la causa son las groserías semiviejas y siempre nuevas de individuos que, en el nombre del periodismo pero a larga distancia del periodismo, las lanzaron y las lanzan hacia los futbolistas porque no salieron campeones, porque no les conceden privilegios o porque, como frente a Islandia y frente a Croacia, no juegan bien? ¿O los fundamentos de esa actitud residen en el comportamiento y en el tipo de expresividad de Lionel Messi, el mejor de todos y el capitán, que no convocan (a la vista, vaya a saber qué sucede en otras dimensiones) a la energía colectiva o al contagio del compromiso?
Si algunos de esos interrogantes pueden formularse es porque, sin propósitos feos, los plantean muchas personas que ejercen un afecto hondo hacia la Selección. Las respuestas, en cambio, no pueden conjeturarse, al menos en la arena pública que supone un material peridístico. ¿Sólo los profesionales expertos, si efectuaran un estudio específico, estarían en condiciones de dar respuestas o de detallar el cuadro emocional de un grupo que, al menos de acuerdo con el registro de los hinchas, no exhibe rebeliones?
De idéntica e inédita manera a lo que ocurría en su país, argentinos y argentinas en Moscú (montones retornando de la mala noche con los croatas en Nizhni Novgorod), se descubrieron en las últimas horas festejando goles nigerianos ante Islandia, no como desenlace de un brote loco sino porque las cuentas testimoniaban que un triunfo de Nigeria en ese encuentro habilitaría la clasificación de la Selección hacia la siguiente fase si vence, paradójicamente, a Nigeria. “Creo que los muchachos saben que les renació una posibilidad inmensa y que todo depende de ellos”, presume Laura, con una bolsita en la que lleva inscripta la palabra “Argentina” y con una promesa de que, si Argentina obtiene ese triunfo, emprenderá con la familia que la rodea una visita al Teatro Bolshoi.
¿Cómo se sale de un pozo en la alta competición deportiva? Cómo se reinstaura en los protagonistas la idea en que no todos los finales son desencantantes? ¿Cómo se internaliza que la frase “nos merecemos bellos milagros y ocurrirán” es más que un acierto poético del Indio Solari? ¿Cómo sale la Selección de esa supuesta debilidad emocional que muchas y muchos identifican como un problema que escala a la altura o aun más arriba que ciertas limitaciones futbolísticas?
Dan ganas de indagar sobre ese eje entre los argentinos que pululan por Moscú o, con más calma, en las adyacencias del banco en el que, además de la pareja que acurruca a su bebé, se van posando otras gentes. Una mujer que podría ser la madre de Andrei lee allí cerquita un libro del inglés John Berger. Coincidencia, mandato, señal, lo que sea: Berger es autor de un ensayo maravilloso que se llama “Con la esperanza entre los dientes”.
Nadie conoce cómo se hace para jugar al fútbol con la esperanza entre los dientes. Pero es imposible negar que se trata de un hermoso desafío. Para cualquier que juegue. Para la Selección Argentina.
Maestro del lenguaje pero acaso además maestro precoz de otras cuestiones esenciales de la vida, la esperanza entre los dientes es lo que interpreta Andrei, que se concentra, otra vez, en el argentino de fútbol desanimado y le obsequia una sonrisa que sostiene con los índices mientras la cabeza le oscila para decir que sí, que sí, que sí.
Luego, la esperanza entre los dientes es exactamente suya: pide la pelota de nuevo y hace jueguito una vez, dos veces y, por fin, tres.
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