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Policías en acción. Desaparición seguida de muerte en Tucumán
La periodista tucumana que más siguió el caso reconstruye en esta crónica la historia detrás del crimen de Luis Espinoza, sus implicancias familiares, sociales y judiciales en una provincia infectada por la impunidad. Lo que cuesta la justicia. Lo que se sabe y lo que no. La historia negra de la policía tucumana y el prontuario de los acusados hoy. Qué significa hoy seguir hablando de desapariciones forzadas en democracia. Por Mariana Romero.
Parecía que 2020 pintaba mejor para los Espinoza: la chancha había parido 12 crías y todavía no les habían robado ninguna. Tras el incendio del año pasado, la casa ya tenía paredes y techo; aún faltaban las puertas y ventanas, así que por ahí entraba el fresco de la noche.
Luis Espinoza se había casado joven con Soledad, después de años de andar juntos de chicos; a los 28 de ella, ya tenían seis hijos. “Acá se sentaba”, cuenta Rubén, su hermano, agarrando con las dos manos una silla de plástico que ya está en las últimas. “Así se ponía, mire, cruzaba los brazos y se dormía. Ponía otra silla ahí y subía las piernas. Los changuitos de él se le subían encima, gritaban, correteaban, pero él seguía durmiendo ¡qué calidad que tenía para dormir en medio del barullo!” dice, y con los dedos trata de unir dos pedazos rotos, como cuidando de que no se le vaya a terminar de quebrar mientras él duerme. “Pesaba 130 kilos, lo deben haber arrastrado entre varios por el monte para hacer desaparecer el cuerpo”, termina, ya con la mirada hacia allá, hacia donde desapareció Luis.
Y se calla, quizá porque se acuerda de Luis vivo o porque vuelve a imaginarse el cuerpo quieto de su hermano, panza abajo, dejando sangre por el camino, con las puntas de los pies dibujando el sendero que, más tarde, sería clave para resolver el caso que conmovió a un país y volvió a recordar qué significa una desaparición forzada de persona en plena democracia.
El último grito de Luis
La mañana del 15 de mayo, Luis salió de su casa en su yegua, la Lulú, rumbo a El Melcho, un paraje rodeado de montes donde vive poca gente pero tiene una escuela. Tenía que solucionar dos problemas: uno era el de Micaela, una sobrina que no tiene ingresos y vive de la ayuda de su familia, a quien le llevaba $6.000. El otro era un poco más urgente: a su cuñado se le había roto el auto y necesitaba $10.000 para arreglarlo. Luis decidió prestarle porque era él quien llevaba a su mamá, doña Gladys, a diálisis tres veces por semana.
La Lulú cruzó el río y llegó a la zona de la escuela. Ahí se encontró con Juan Antonio, su hermano, que venía de cobrar y había pasado por lo de Micaela para dejarle plata. Ya eran como las 4 de la tarde cuando vieron a lo lejos que venían unos 10 caballos con sus jinetes cabalgando a toda velocidad. Y se empezaron a escuchar los tiros.
Las yeguas se asustaron y los Espinoza se metieron en un potrero, donde Juan se cayó del caballo. La Policía, desbocada, encontró a Juan y no se le ocurrió mejor idea que molerlo a golpes. A unos metros, Luis se bajó de la Lulú y se acercó a los gritos: “Eh, qué hacen, ‘dejelon’ a mi hermano no le peguen”. Esas fueron sus últimas palabras.
Una bala 9 milímetros se le metió por la espalda, le llegó a la aorta y se la reventó. Quizá Luis nunca supo lo que le pasó o quizás sí, porque la autopsia determinó que, cuando lo arrastraban por el monte para hacerlo desaparecer, todavía estaba vivo.
Comenzó la semana más dura que recuerden los lugareños. La Lulú volvió sola a la casa de los Espinoza, que ya estaban peinando los montes donde crecieron buscando el cuerpo de Luis. Su desaparición no solo afectó a su familia, sino a toda la comunidad. Antes del amanecer, los hombres se subían a los caballos o las motos y llegaban a la escuela del Melcho, a pocos metros de donde fue visto por última vez. Las mujeres venían por detrás, con los hijos que no habían podido dejar en las casas y cartulinas en las manos con la foto del desaparecido. Las más guapas se metían al monte a buscar. Grupos de 20 a 50 hombres se trepaban a camiones que los llevaban, como ganado, a puntos más lejanos, a otros municipios donde bajaban a buscar en medio de la vegetación. Otros se iban al cauce de los ríos y lo seguían hasta la cola del dique el Frontal, donde creían que podía estar el cuerpo. A la siesta volvían todos a buscar comida y un poco de gaseosa, porque el sol era terrible y porque el aire es tan seco que siempre hay nubes de polvo que lastiman la garganta y los ojos.
Volvían con las camisas y las alpargatas rotas por las espinas, con tajos en las manos, a descansar un poco y seguir hasta el anochecer. Mientras tanto, en las casas, los animales se iban poniendo flacos y la leña se iba acabando porque quién podía ocuparse de esas cosas en medio de la desesperación de encontrar a Luis. La justicia nunca ordenó que intervenga Gendarmería para resguardar a los lugareños y la familia, así que los miembros de la misma institución que había hecho desaparecer a Luis, ahora –decían– lo estaban buscando. Pero tampoco eran muchos, ni llegaban muy temprano. En el helicóptero, desde donde no se veía nada, los policías iban sacándose selfies –contaría más tarde Rubén– que hasta el día de hoy se arrepiente de haberse subido a la nave para perder el tiempo.
Lo cierto es que había un desaparecido en democracia y nadie decía nada. Los medios tucumanos apenas reproducían algo de información de los partes del Ministerio de Seguridad, salvo algunas excepciones. Los periodistas y políticos de la provincia no reclamaban en sus redes sociales. Buenos Aires ni se enteraba. Hasta vino el presidente Alberto Fernández en esos días, pero a nadie se le ocurrió preguntarle sobre el tema, así que él guardó un silencio que dura hasta el día de hoy. Nunca pronunció, públicamente, el nombre de Luis Espinoza.
En Tucumán había un desaparecido, sí, lo había matado seguramente la Policía, pero nadie lo nombraba. El revuelo era en el campo y, mientras no llegara a la ciudad y los countries, nada amenazaba la comodidad de quejarse del exceso o la relajación de la cuarentena.
El crimen imperfecto
Los policías, tras matarlo a traición, por nada y para nada, llevaron el cuerpo de Luis a la comisaría, lo lavaron, lo desnudaron y lo empaquetaron. Según testificaron los propios uniformados y figura en la causa, cagaron el cuerpo en el auto del comisario y se cruzaron de este a oeste la provincia, hasta llegar a las montañas de Catamarca, para tirarlo por un barranco. Nadie, en plena pandemia, con la provincia entera bajo vigilancia, se dio cuenta de que llevaban a un muerto en el baúl; nadie les preguntó nada en los 124 kilómetros que hicieron con el cuerpo, en una Tucumán en la que la cantidad de detenidos por incumplir la cuarentena se contaban de a 300 a 400 por día. Mientras cuatro de ellos llevaban a Luis a que lo devoren los animales, los otros se quedaban en la comisaría a decirle a la madre de Luis que no sabían nada de él y que no podían tomarle la denuncia por su desaparición porque no habían pasado 72 horas. Mientras se lo decían, a pocos metros, al pie del mástil del edificio, la sangre de Luis se iba secando.
El pacto de silencio no llegó a durar una semana. Apenas los detuvieron por las evidencias, dos de ellos se quebraron y contaron todo, acaso pensando que así podrían tener alguna ventaja judicial. Más tarde, se quebraron otros dos. Y así fue la traición interna la que permitió encontrar el cuerpo de Luis aunque, para variar, no fueron los expertos quienes lo hallaron sino su hermano Manuel, colgado de un barranco, atado a una soga que le habían prestado y que no tenía más de 10 metros.
Los nueve policías (Rubén Montenegro, Miriam González, René Ardiles, Víctor Salinas, Carlos Romano, José Paz, Gerardo González Rojas, Claudio Zelaya y José Morales quedaron imputados por los delitos de desaparición forzada con resultado de muerte, más las lesiones hacia Juan Antonio. Los quebrados argumentaron que fueron víctimas de Montenegro, jefe de la comisaría, que se niega todavía a declarar. Morales tampoco abrió la boca, quizá porque de su pistola Jericho 9 mm salió la bala asesina, de acuerdo a las pericias.
Junto a ellos también quedó imputado el civil Flavio Villavicencio. “El Villa”, como lo conocen todos, es un conocido personaje de esos parajes con aspiraciones a ser policía pero que apenas llegó a ser vigía de la comuna. Cuentan en la zona que se movía como una suerte de comando parapolicial a la espera de que le saliera la posibilidad de entrar en la fuerza. Y, al parecer, estaba haciendo todo bien para integrarla.
Qué es la justicia
Desde hace 14 años, todos los martes una multitud que varía entre 20 y 5.000 personas –depende de la fecha, el humor social, la lluvia, depende de la pandemia, de la depresión de las familias y sobre todo depende de la cantidad de homicidios que haya habido esa semana– da vueltas a la plaza Independencia y, a los gritos, pide justicia por sus hijos, sus maridos, sus hermanos asesinados. Llevan las fotos de los muertos como escudos y, cuando algún medio de comunicación prende la cámara, se amontonan detrás del entrevistado levantando la imagen ajada para que el mundo la vea, para que nadie lo olvide.
La justicia en Tucumán no es cosa de pobres.
En el caso de los Espinoza, Luis era el sostén de la familia y, muerto él, la viuda quedó librada a la buena voluntad de la gente que se horrorizó con el crimen. Soledad perdió toda soberanía económica y, para ver el expediente, tiene que diseñar todo un operativo: dejar a los chicos (que andan ahora con mocos porque, como no hay puerta en la casa, se les han resfriado) y llegar a pie o a caballo a Villa Chicligasta, a unos tres kilómetros. De ahí, recorre 12 kilómetros de camino de tierra para salir a la Ruta Nacional 157 y hace seis más hasta Monteagudo, donde ya hay señal de celular e internet. Y desde ese lugar, tiene 50 kilómetros más hasta el Centro Judicial de Monteros, que cierra rigurosamente sus puertas a las 12 del mediodía. Si quiere venir a Tucumán para participar de las marchas que se hacen para pedir justicia por su compañero, el auto le sale $ 3.000.
La semana pasada vino a la ciudad. El gobernador Juan Manzur –que había dicho ante las cámaras que debe caerle “todo el peso de la ley” a los policías que mataron a Luis Espinoza– la mandó a llamar. Salió como a las 4 de la mañana, su cuñado Rubén le pagó el auto. Pero Manzur nunca la recibió y, en su lugar, mandó al ministro de Seguridad, Claudio Maley, a que la atienda. Maley, según dice Soledad, le pidió perdón por lo que le ocurrió a Luis y le dijo que ya no hablen más con la prensa. Nunca le preguntó cuánto había gastado para ir a escuchar esas palabras en la Casa de Gobierno. Soledad se volvió con las manos, los bolsillos y el alma vacía.
Nada da resultado en esta justicia tucumana de muros tan altos que solo los puede pasar quien tiene un buen abogado. Y ni aun así. “Yo a ella no la abandono porque, si se tiene que buscar otro abogado, le va a pedir por lo menos $ 400.000 para sentarse a ver los 18 cuerpos del expediente. Ponele que por $ 150.000 arregle, pero, ¿de dónde los va a sacar?”, cuenta una abogada militante por los derechos de las mujeres en un banco de la plaza que queda frente a Tribunales.
Según una investigación de la periodista tucumana Irene Benito, en Tucumán se inician por año más de 100.000 causas penales y solo 256 llegan a juicio con sentencia firme, es decir, el 0,2%. Agrega que el 80% de las denuncias son archivadas en la etapa de instrucción, sin llegar jamás a alguna de las ocho salas penales que hay en la provincia.
“La semana pasada pagué $ 50.000 en fotocopias porque necesitaba revisar parte del expediente para el juicio. Yo la plata la pude conseguir, pero ¿cómo hace una mujer a quien le mataron el hijo, que era el que paraba la olla en la familia? ¡Hay gente que no tiene ni para el boleto para venir a gritar en la plaza Independencia!”, contaba Alberto Lebbos en 2018, durante un cuarto intermedio del juicio en el que un alto funcionario de Seguridad más la cúpula de la Policía fueron condenados por encubrir el crimen de su hija, Paulina Lebbos. Doce años le había costado llegar a las audiencias, en las que tuvo que tener sentado ante los jueces a un abogado durante todo un año, mañana tarde y noche. Emilio Mrad lo hizo y no le cobró un peso porque, si no, no había poder humano capaz de reunir semejante cantidad de plata.
Tucumán arde
La mitad de los policías presos por el crimen de Espinoza tenía antecedentes de violencia y brutalidad, con causas y sumarios abiertos y jamás resueltos. La solución a semejante incomodidad había sido, como siempre, el traslado de los policías hacia otra comisaría. En este caso, a la de Monteagudo. El final de la historia estaba escrito, solo faltaba que alguien venga y le ponga la firma.
Estos datos no son azarosos: la Ley Orgánica de Policía vigente data de 1970 y el Código de Contravenciones, de 1980. Ambos son hijos de dictaduras y, juntos, forman un cóctel explosivo. Mientras el código permite detener a cualquiera sin motivo alguno y transformar esa detención en legal, la ley garantiza que, si el policía delincuente no tiene la mala fortuna de caer en el 0,2% de las causas con sentencia firme, puede seguir siendo policía, ascender e, incluso, cometer otro delito.
Por eso, la comisaría de Monteagudo que mató a Luis Espinoza era un rejunte de uniformes de otros lados, que venían trasladados por sus antecedentes. Montenegro tenía causa abierta por amenazas de muerte y lesiones en contexto de violencia de género; a Paz le habían abierto sumario por defraudación contra el Estado Nacional; Romano había estado con arresto por hacer disparos en estado de ebriedad solo seis meses antes; y Zelaya estaba imputado por vejaciones y apremios ilegales. Para completar el cuadro, el mismo Zelaya y Rojas son acusados por Patricia Saldaño, una mujer de Simoca, de haber golpeado brutalmente a su hijo en la comisaría, provocándole una hemorragia que le costó la vida tres semanas más tarde. Alan Andrada tenía 20 años cuando murió.
En la última década, solo tres casos de homicidios a manos de policías llegaron a juicio y condena en Tucumán. Pero la lista que lleva a todas partes la Mesa Contra el Gatillo Fácil de Tucumán tiene más de 15 nombres, sin contar los casos de víctimas cuyas familias no visibilizan su situación, causas de encubrimiento, apremios, vejaciones y abuso sexual cometidos por policías, con una tasa también bajísima de sentencias.
La justicia, en nuestra provincia, no es cosa de pobres.
La muerte, sí.
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