Nota
Hijos de mala madre
Por Cristina Civale. Publicado originalmente en 1993, este libro repasa algunas biografías de personajes marcados por el golpe militar. Resulta interesarte releerlas ahora y pensar qué fue de ellos después.
Capítulo 1
Mañanitas
de Hijos de mala madre,
fragmentos de una generación dudosa.
De Cristna Civale. Sudamericana 1993. Buenos Aires.
Antes y después. Antes y después de la dictadura. Antes y después del 24 de marzo de 1976. La vida dividida, atravesada por la vara oscura de una fecha inolvidable. Después nada sería igual, aunque no lo supiéramos. Una fecha como dardos arbitrarios arrojados a un blanco confuso en la tabla del destino. Y en la madera labrada estaban el exilio, el refugio, la ignorancia, la indiferencia, los días reprimidos y apretujados. Hijos de ese número de pocas cifras, devorados y escupidos por un proceso que nos procesó como datos promisorios de un soft maldito. Todo empezó muy temprano, a la hora en que los dís se confunden, cuando hoy es todavía ayer, pero es hoy, es el 24 de marzo. Son las cero y cuarenta y cinco. La Casa Rosada está vacía, los guardias cumplen su rutina, escondiendo, quizás, algún mandato secreto. María Estela Martínez de Perón, Isabelita, la primera presidente mujer de los argentinos, sale de la Casa de Gobierno, se monta a un helicóptero que la llevará a Olivos pero nunca podrá aterrizar en el verde jardín de su residencia. El aparato recibió la orden de desviarse a Aeroparque. Un militar le informó que había dejado de ser presidente. Cesaba en sus funciones, simplemente cesaba. Ella quiso imponer la solidez de su título, compasivamente le sugirieron que no molestara. «Suba, señora.» Era el golpe. Llegaba la realidad de una crónica fuertemente anunciada. A las tres y veintiuna, por la cadena nacional de radio y televisión, los que todavía estaban despiertos pudieron escuchar el comunicado número uno del gobierno de facto, sonorizado por los inconfundibles compases de una marcha militar, anunciando que el país se encontraba bajo el control operacional de la ]unta de Comandantes Generales: Videla, Massera, Agosti. Tierra, agua y aire, elementos oficiales de un complot nada elemental. Radio Colonia sonaba a tope dando una versión más detallada de los hechos, pero los hechos fueron, también, según quienes los vivieron. Fito Paez todavía vivía en Rosario, todavía compartía la cama con su abuela. A la hora del primer comunicado estaba durmiendo y no recuerda vestigios de haber soñado. Tenía trece años y tenía inocencia. Todo empezó a enrarecerse. En la casa, las mujeres, su tía y su abuela, prendían todo lo que pudiera dar alguna información. Prendían la radio, prendían la tele. El golpe televisado. Pero también en vivo. A dos cuadras, en el barrio, había un regimiento que llenó las veredas del vecindario, incluso la de Fito, de tanques y soldados. La tía fué hasta el almacén, la heladera estaba medio vacía. Los soldados no la dejaron volver, no le permitieron entrar a su propia casa. Fito vivió cinco horas de angustia, entre él y su tía estaba la pared y estaban los soldados. Itacas, armas, el miedo. No imaginó que eso pudiera cambiar su vida. Su tía, una persona mayor, volvió sin un rasguño pero con el corazón apretujado. Laura Ramos estaba en Despeñaderos, Jorge Lanata en un colectivo, Guillermo Kuitca salía para el colegio, y la Junta ya iba por el tercer comunicado. Laura Ramos tenía diecinueve años y vivía en la finca que su padre tenía en el campo. Despeñaderos se llamaba el sitio, aunque su abuela insistía en rebautizarlo «Desamparados». Su padre, el político Abelardo Ramos, había dejado la casa la noche del 23 de marzo con un destino incierto y clandestino. No le era difícil suponer lo que ocurriría en las próximas horas. Su finca campestre amaneció la mañana siguiente rodeada de militares. Laura estaba adentro, asustada, junto a su madrastra y a sus hermanos, esperando que todo pasase rápido. Los militares se llevaron arrestadas a algunas personas que fueron liberadas tiempo después. Laura estuvo dos meses sin saber nada de su padre, también estuvo dos meses sin poder salir del campo, encerrada entre las alambradas de Despeñaderos. A la mañana muy temprano, Jorge Lanata volvía del centro. Viajaba en colectivo. El colectivo fue detenido y requisado pero él siguió, ligeramente distraído, concentrado en el dia de trabajo que había pasado, escuchaba cómo la gente a su alrededor comentaba: «Uy, hay golpe!». Tenía quince años, miraba por la ventanilla, estaba en Avenida de Mayo y Maipú, allí todo parecía tranquilo y por los comentarios sorprendidos de la gente se enteraba, casualmente, de que empezaba la dictadura. Era periodista de Radio Nacional, acreditado en la Casa de Gobierno. Por ese entonces para Lanata el oficio simplemente consistía en leer con prolijidad los cables para su medio y cerrar sus transmisiones diciendo con camuflada voz adulta: «Transmitió Jorge Lanata desde Casa de Gobierno». Guillermo Kuitca se había levantado tan temprano como siempre. Estaba en tercer año bachiller y tenía que ir al colegio y marcar la entrada antes de las ocho menos cuarto. Por algún motivo olvidado, esa mañana no se cruzó con sus padres y, como siempre, no escuchó la radio. El portero del colegio lo paró en el portón de entrada y le dijo con ternura: «No, pibe, hoy se suspendieron las clases. Hay golpe de Estado». Miguel Rep caminaba por la calle Boedo. Iba para la panadería con su madre. Un vecino les contó que había llegado el golpe. Rep y su mamá escucharon la noticia con tristeza pero, de todos modos, entraron a comprar el pan de cada día. Diego Maradona todavía vivía en Villa Fiorito y le faltaban pocos meses para pasar a la primera de Argentinos Juniors. Ese día no estaba previsto ningún entrenamiento; por lo tanto, no entrenó. Durmió hasta las once, escuchó las noticias por la radio, una música desagradable perturbaba su mañana pero nada alteró su rutina. Alejandro Agresti estaba en tercer año de la secundaria. Al levantarse, su papá, con la radio encendida, le dijo que algo terrible había ocurrido. «Hijo, volvieron los milicos.» Pedro Aznar escuchó la marchita por la tele y enseguida supo que algo deleznable se avecinaba. Cuando salió a la calle, la luz estaba más baja que de costumbre o, al menos, eso le pareció. Había carros de policia. Tuvo miedo y la sensación de que por todas partes corria un viento helado. El cielo estaba púrpura, oscuro como el destino. Martín Caparrós estaba en Londres. Trabajaba como camarero en un pub. Mientras atendía a una clienta, le fisgoneó el diario. El titular decía: «Golpe de Estado en Argentina». Juana Molina estaba a punto de tomar el colectivo junto a su hermana Inés para ir al colegio. Una señora las paró en la calle y les sugirió que se volvieran a sus casas, habia caído el gobierno. Juana despertó a su madre. Se armó revuelo en la familia. Por esa reacción intuyó que algo peligroso estaba empezando a ocurrir. Rodrigo Fresán ya vivía en Caracas, Venezuela. Una discutible imprudencia de su madre, que militaba y estudiaba en la Universidad, apuró a su familia a un prematuro exilio. El 24 de marzo, como cada día, prendió la tele, por ella se enteró del golpe, lo miró como a una serie de aventuras, como a un capítulo más de Misión imposible, pero la cinta no se autodestruyó en treinta segundos, siguió rodando con un libreto de zozobra durante siete años. Esa mañana senaló con una cinta flúor el resto de nuestro recorrido. Si esa mañana no hubiese existido, estas cosas no habrían, probablemente, pasado. Juan Forn, en su viaje por Europa, habria vivido de otro modo su estadía en Sitges, una ciudad balnearia de Cataluña. Allí no se hubiese cruzado con un grupo de exiliados, todos mayores que él, que le mostraron qué pasaba realmente en el pais que acababa de dejar. No se hubiese encontrado con esos militantes por los derechos humanos y no hubiese sido él un militante culposo por esos asuntos. Probablemente tampoco hubiese ido a Las Ramblas de Barcelona a cantar reivindicatorias canciones de Daniel Viglietti y Silvio Rodriguez con voz de dudoso timbre porque nada de eso hubiese sido necesario. Guillermo Kuitca hubiese usado su inmenso taller del Once sólo para pintar. No tendría por qué haberlo prestado para reuniones clandestinas del PST (Partido Socialista de los Trabajadores) o de la FJC (Federación Juvenil Comunista). No tendría que haberse arriesgado a que dos partidos opositores pero antagónicos lo acusasen de ser el enemigo o a que le clausurasen el taller por uso de prácticas prohibidas. Los montoneros no hubiesen acusado en París a Martín Caparrós de vender su pasaporte por un fajo de billetes, cuando él, en realidad, lo perdió estúpidamente. Tampoco lo hubiesen expulsado de su movimiento -aunque él ya se habia alejado solito y en Buenos Aires -por esa supuesta grave fata y él no hubiese tenido que cruzar la frontera francoespañola después de una larga e infructuosa caminata; no se hubiese tenido que someter al juicio de sospecha de un camión que lo recogió y lo cruzó, sin documentación, y lo ayudó a pasar a Francia amparado en la confianza de la rutina de ese cruce. Martín Caparrós, probablemente, no hubiese estado tantos años en Europa, primero exiliado, después acostumbrado. Probablemente no. María Nova hubiese leído otras noticias en The Buenos Aires Herald. No hubiese leído los editoriales bilingues de cada viernes en los que se daba cuenta de la ronda de las madres de desaparecidos en la Plaza de Mayo. Ese relato no habría existido porque no habría tenido realidad sobre la que dar cuenta. No se hubiese afiliado a ningún partido de izquierda ni hubiese demorado su carrera en la lucha por derrocar a la dictadura. Juana Molina no hubiese vivido en París porque su padrastro, Pino Solanas, no tendría que haberse exiliado. Jorge Lanata no hubiese tenido que dejar de hacer periodismo para no verse obligado al encubrimiento. Rodrigo Fresán y Alejandro Rozitchner no hubiesen vivido en Caracas. Diego Maradona no hubiese jugado el mundialito japonés obligando a mezclar la euforia de los goles con las largas colas de denunciantes en la Avenida de Mayo, en la sede de la OEA, ante la llegada de la Comisión Internacional de Derechos Humanos. Marcelo Moura no hubiese padecido la desaparición de su hermano mayor, Jorge, ni hubiese tenido que sufrir un humillante peregrinaje para dar con su paradero. Alejandra Flechner no hubiese tenido que vivir con el corazon en la boca, conviviendo con la posibilidad de que secuestraran a sus padres o a los padres de algunos de sus amigos. Rozitchner y Fresán no hubiesen conocido la extrañeza de crecer en el Caribe, entre la violencia de Caracas y la frivolidad de la isla Margarita. La cinta flúor de nuestro recorrido hubiese marcado otro rumbo. Nunca sabremos cuál y nunca sabremos cómo. Pero seguramente se podría haber evitado esta parte del relato:
Un camión vulgar y algo sucio estacionó sin estrépito en una calle bulliciosa de un barrio porteño. «Sustancias alimenticias» decía la leyenda ostentosa escrita en uno de sus costados. Los que se bajaron del camión, hombres que no parecían repartidores de comida, introdujeron a golpes a una chica de dieciséis años, embarazada, frágil, asustada. Era Alicia Elena Alfonsín de Cabandia. El camión se tragó su vida y la de su bebé? nacido en cautiverio. Era la primavera de 1977. El sol amagaba con entibiar pero apenas se notaba. Claudio Román Méndez tenía dieciséis años la madrugada de julio de 1976 en la que fue secuestrado en la ciudad de Córdoba. Un mes después, su nombre apareció en un diario local: «Muerto en un enfrentamiento», decía el titular que citaba a una fuente del ejército. Al reconocer el cadáver, los padres de Claudio supieron que no había parte en el cuerpo de su hijo que no estuviera lacerada, demostrando que había sido destrozado por brutales torturas. Hoy tendría treintaypico. Como también lo tendrían los chicos y chicas que en la noche del 16 de setiembre de 1976 desaparecieron en La Plata en la llamada «Noche de los lápices». Ellos son: Horacio Ungaro, Daniel Rasero, Francisco Muntaner, María Claudia Falcone, Víctor Triviño, Claudio de Acha y María Claudia Ciccioni. Otros doscientos cincuenta chicos y chicas de entre trece y dieciocho años fueron secuestrados en sus casas, en las calles o a la salida de los colegios. Después fueron asesinados. Ellos son los que nunca tendrán treinta. Si esa mañanita no hubiese existido, quién sabe qué historia hoy estaríamos contando.
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Nota
Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
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