Mu196
Monstruos
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
Siempre hay monstruos.
En todas partes, en todo momento.
Algún monstruo puede ser Presidente de una Nación.
A veces aparecen Godzilla o King Kong bajo formatos curiosos donde uno diría: “Pero… son personas”.
No, no, no.
NO.
Parafraseando a Primo Levi, en ocasiones los monstruos viajan a nuestro lado, silenciosos y aparentemente inocentes.
Pueden tomar la forma de una criatura ingenua empujada hacia el mal, como la creación de Víctor Frankenstein.
¿O fue Mary Shelley la verdadera creadora?
Vaya uno a saber.
O nosotros mismos siendo Henry Jeckill y Mr. Hyde.
Stevenson hubo uno solo.
Hay monstruos de cemento, de hierro, de barro como El Golem.
En esta tierra tenemos a El Familiar y también al Lobizón, ese denostado séptimo hijo varón. El Familiar parece que son macanas creadas por los poderosos y no por la imaginería popular y humilde.
El Lobizón es un monstruo más serio que El Familiar según los mitólogos.
Mis preferidos son los dragones. Hay dragones monstruosos y dragones buenos y generosos.
Y a veces están dentro de uno.
Ambos.
Una tarde fresca, por razones que prefiero olvidar, fui al Mercado Central. Una criatura monstruosa que jamás había visitado como les pasa a millones de personas. El Mercado Central, en la mítica Tapiales (me dijeron que su existencia es dudosa), ahí nomás de las cabinas de peaje de precios criminales de la autopista General Ricchieri.
Una entrada plebeya y desangelada y una sucesión de galpones y calles con la misma personalidad de una caja de clavos.
No me detendré en aburridas descripciones.
El monstruo habla por sí solo. Los monstruos no necesitan presentaciones.
Mejor presentirlos como hacía magistralmente Lovecraft.
Mejor sospecharlos en la opacidad del Cabo de Buena Esperanza como pasa con el fantasmal Holandés Errante.
El Mercado Central es una criatura habitada por cientos de personas que trabajan allí y ¿miles? que van diariamente a comprar productos diversos a precios en algunos casos muy ventajosos.
En otros no tanto, según me dijeron. Yo de precios solo sé que la plata no me alcanza
No diré más.
Naves más o menos organizadas.
Más o menos.
Suciedad generosa.
En las entrañas del monstruo trabaja Dalia, 28 años que parecen muchos más. Dalia nació en la Paz, Bolivia, en la zona coya, y muestra una sonrisa con oquedades cuando le digo que anduve por su ciudad y que me pareció muy bonita. Dalia no debe medir mas de un metro cincuenta, chuequita, con el pelo rebelde atado y las manos lejos de las pretenciosas manicurías de un sector de la argentinidad al palo.
Atiende en un puesto de verduras y su jornal es una vergüenza.
Dalia tiene dos chiquitos que andan por ahí porque no tiene donde dejarlos. No parece haber papá presente, pero resuelvo no preguntar.
Después de todo, no soy periodista.
Converso un ratito con Dalia que parece encantada con la charla y no tener que responder a precios y cantidades.
Me voy y Dalia se queda en el inmenso puesto de verduras donde apenas se la ve en un mar multicolor que tiene poco de encantador.
Muchas personas cargan bolsos de diversos tamaños e inspeccionan la mercadería con aire experto.
Yo no sé distinguir la zanahoria de la rúcula por lo que me dedico a mirar de reojo a la gente y a la vez no miro a nadie porque este mundo me tiene harto y soy cada vez más mal llevado y acabo de cumplir demasiados años para mi gusto y nunca, en un cumpleaños, nunca me falta el pelotudo/a que me dice “aprovechá la vida que es corta”.
Jodeme, ¿en serio?
Es que estaba mirando el horizonte y no me di cuenta.
Vuelvo.
El Mercado Central. Uniforme y deforme, impersonal y monstruoso.
Me acuerdo del edificio de la Biblioteca Nacional, otro monstruo, nacido de la idea de Clorindo Testa. Disculpe, maestro, mi incultura arquitectónica.
Al menos es un monstruo con identidad.
Camino por las afueras del despelote que es adentro. Coches estacionados de todos los colores: camionetas imponentes, coquetos Mercedes Benz y Audi y para mi sorpresa, un imponente Porsche plateado que andá a saber de dónde salió.
¿Se lo habrá ganado trabajando?
También muchos cachivaches a punto de desarmarse.
Por ahí está Martín, 22 años, tucumano de origen, changarín. Martín es flaco como mis bolsillos, pero tiene una musculatura sólida y evidente debajo de su camiseta en proceso de evaporación.
Lo veo llevar un carrito changarín repleto de verduras y frutas por las calles desparejas hasta algunos autos para cargarlos.
Hablamos a los saltos, espaciadamente, porque cada tanto lo llaman para algún acarreo.
Martín gana una vergüenza parecida a la de Dalia, pero suma alguna moneda más con las propinas que, según observo y según me cuenta, tampoco desbordan generosidad.
Martín me dice que tiene toda la familia en el Jardín de la República y que extraña a su mamá. Que tiene muchos hermanos y que le gustaría volver al pago, pero no hay trabajo.
El changarín flaco y musculoso extraña a su mamá mientras acarrea kilos y kilos de cosas por las calles desparejas del monstruo llamado Mercado Central, ahí, en el Tapiales que dicen que no existe.
De todos modos los mitólogos son gente a desconfiar.
Igual, Yo les creo.
También creo que los monstruos existen.
Algunos devoran los sueños.
Y entonces otros toman la forma de la frustración.
Mu196
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