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Derechos Humanos

40 años del Juicio a las Juntas: ¿qué significa hoy?

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El 22 de abril se cumplen 40 años del comienzo de las audiencias del Juicio a las Juntas Militares. Testigo privilegiado de muchas de las audiencias, el periodista de MU y coautor del libro Nada más que la verdad repasa escenas, revelaciones y el contexto de una experiencia inédita en el mundo en la que se juzgó un crimen masivo cometido desde el Estado. Los testigos, las sorpresas, la ubicación de la locura y de la cordura. La proyección de esa historia pensando en las violaciones a los derechos humanos del presente.

Por Sergio Ciancaglini

40 años del Juicio a las Juntas: ¿qué significa hoy?
Los militares en 1985, de pie ante los jueces. Fotos gentileza de Telam y Fondo Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas. Archivo Memoria Abierta.

Lo imposible empezó a ocurrir a las 15.15 cuando entraron de a uno, en hilera, Emilio Eduardo Massera, Eduardo Viola, Basilio Lami Dozo, Leopoldo Galtieri, Orlando Agosti, Isaac Anaya, Rubén Graffigna, Armando Lambruschini y Jorge Rafael Videla. 

Tres generales y ex presidentes, tres almirantes, tres brigadieres. Todos de ajuar militar salvo Videla y Galtieri, uniformados de traje gris. Dos sonreían –Massera y Lambruschini– por causas desconocidas. 

El lugar: la sala de audiencias de la Cámara Federal en Tribunales, de 20 metros de largo por 10 de ancho, revestida de madera oscura con pisos de roble, un gran vitraux, y unos artefactos fuera de estilo: spots y dos cámaras de televisión. Era el 11 de septiembre de 1985. Las audiencias del juicio habían comenzado el 22 de abril, pero en septiembre por primera vez los acusados debían estar allí, en un largo banco de madera, escuchando la acusación del fiscal Julio Strassera y su adjunto Luis Moreno Ocampo.

Presencié la escena desde el palco de periodistas, acreditado para cubrir el juicio para el diario La Razón que en ese momento dirigía Jacobo Timerman. Tenía a Videla de perfil a unos tres metros, de frente a los jueces, de espaldas al público. Massera había quedado a unos 7 metros.

El silencio espeso se quebró a las 15.16, cuando el secretario de la Cámara Juan Carlos López (25 años) se acercó al micrófono y dijo: “Señores, de pie”. Lo hicieron unas 200 personas que conformaban el público en la sala y las dos galerías altas. Y los procesados. Entraron los jueces Carlos Arslanián, Andrés D’Alessio, Jorge Torlasco, Jorge Valerga Aráoz, Ricardo Gil Lavedra y Guillermo Ledesma. Lo imposible estaba ocurriendo: estaban ante la justicia quienes habían sido amos del poder y de la economía, de desapariciones y de fantasmas, de vidas y de muertes. 

Videla había sido presidente hasta 1981, luego Viola hizo lo suyo durante pocos meses hasta que Galtieri se apoderó de la Rosada pasando de “general majestuoso”, según el gobierno de Ronald Reagan, a responsable (o irresponsable) de una guerra trágica. 

Los jueces tenían detrás suyo un crucifijo que representa a una antigua víctima de torturas, y un lema en el vitraux, “Afianzar la justicia”, tomado de un texto de no ficción llamado Constitución. Nadie hubiera apostado a que semejante escena ocurriría: dictadores juzgados en democracia por jueces civiles, por privaciones ilegales de la libertad, tormentos y homicidios cometidos desde el poder y la clandestinidad. 

40 años del Juicio a las Juntas: ¿qué significa hoy?
Julio Strassera durante el alegato junto a Luis Moreno Ocampo. Escuchan (o no) Videla, Lambruschini y Graffigna. Fotos Fondo Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas. Archivo Memoria Abierta.

Cómo se llegó

Hay quienes piensan que la Causa 13 comenzó en diciembre de 1983, cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia y firmó el decreto 158 ordenando el juzgamiento de las tres primeras juntas militares. 

Pero tal vez todo lo que derivó en el juicio había comenzado mucho antes. Al crearse grupos como Familiares de Desaparecidos y Detenidos por razones políticas en 1976. O, por ejemplo, el 30 de abril de 1977, cuando 14 mujeres se reunieron en la Plaza de Mayo para reclamar por la desaparición de sus hijos e hijas. Pronto las llamaron las madres locas, a las que se sumaron las abuelas y otras locas y locos censurados e ignorados que eran quienes mejor reflejaban la única forma de cordura durante aquel crimen socioeconómico autopercibido como “proceso de reorganización nacional”, que Rodolfo Walsh definió como “miseria planificada” en su Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar.  

Esas mujeres expresaron las primeras resistencias a la muerte, y el reclamo de justicia. Su desesperación quedó latiendo mientras demasiada gente prefería mirar para otro lado por miedo, desinterés, ignorancia. O por cosas peores. En el silencio, apenas corrían rumores sobre alguien que ya no estaba, sobre un allanamiento, sobre los Ford Falcon militares y sus cacerías nocturnas (el 62% de las desapariciones ocurrieron de noche, según revelaría el Nunca más). Había noticias ínfimas en algún diario sobre fusilamientos, o masacres adjudicadas a la guerrilla que la gente no terminaba de creer, como la de los curas palotinos. En 1978 las Madres pudieron contar la verdad a periodistas extranjeros que llegaron para el Mundial. Sobrevivientes de los centros clandestinos y organismos internacionales denunciaban lo que ocurría en el exterior. En 1979 llegó al país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Había colas de familiares yendo a relatar su angustia mientras los medios comerciales se sumaban a la campaña de la dictadura: “Los argentinos somos derechos y humanos”. Había que aprender a leer al revés. La CIDH visitó cárceles, centros clandestinos de detención, y difundió internacionalmente las denuncias, pero en el país se publicaba poco y nada. En 1980, otra sorpresa: el Premio Nobel de la Paz se le otorgó al argentino Adolfo Pérez Esquivel, que había denunciado en el exterior lo que pasaba y a su vez había sido secuestrado, torturado y luego “legalizado” como detenido a disposición del Ejecutivo. Los militares decían que todo se trataba de una “campaña antiargentina”.  

Después de Malvinas empezó a agujerearse la censura, se conocieron más casos. Emilio Massera fue detenido en junio de 1983 (todavía en dictadura) por la desaparición del empresario Fernando Branca, esposo de su amante. Esa historia tan mediática y trágica hacía visible la entraña del Estado terrorista, y de los grupos de tareas de la ESMA. Lo mismo que las denuncias sobre el secuestro y asesinato de la diplomática Elena Holmberg, o el caso de la adolescente Dagmar Hagelin, a quien habían confundido con una militante rubia como ella y desapareció para siempre. 

Las Abuelas, con un coraje de otra dimensión, al recuperarse la democracia ya habían localizado al menos a 13 de sus nietos desaparecidos, uno fallecido. Las Madres hacían sus rondas los jueves. La campaña electoral de 1983 estuvo atravesada por ese reclamo que la UCR trató de contener, acaso en los dos sentidos de la palabra: 

Darle cabida como una forma de justicia que simbolizara también un corte al bombardeo de golpes militares ocurridos desde 1930. 

Ponerle límites, para juzgar solo a los máximos responsables. 

Alfonsín anunció que no convalidaría la “autoamnistía” de los militares. El candidato peronista Italo Luder dijo lo contrario. Por primera vez en la historia la UCR le ganó la elección al peronismo. 

El decreto 158 postulaba una ilusión óptica: que los militares se juzgaran a sí mismos a través del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas. No hubo peligro de que tal cosa sucediera. El decreto anterior, 157, ordenaba juzgar a las cúpulas guerrilleras, trazando un paralelismo conocido como “teoría de los dos demonios”, como si fuese posible equiparar cualquier acción, incluso criminal, con la que se comete desde un Estado que asumió el terrorismo y la clandestinidad como herramientas.   

La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) tomó testimonio durante 1984 a miles de personas y elaboró el informe Nunca más, el libro más vendido del país desde entonces, en el que se detallaban los secuestros, robos, torturas, centros clandestinos de detención, robo de bebés a las víctimas, y el nombre de más de 1.500 militares y policías señalados por esos crímenes. Ante la inacción del Consejo Supremo la Cámara Federal se avocó (tomó el juicio) que según el Código de Justicia Militar debía ser oral: otro hecho inédito. 

Madres, Abuelas y el tema de los derechos humanos habían inaugurado un nuevo tipo de movimiento social que ganó calles y corazones, y cambió la historia. Esa potencia social impulsó los juzgamientos. El juicio era una posibilidad de entender cómo había sido la historia: nada más que la verdad. 

40 años del Juicio a las Juntas: ¿qué significa hoy?
Clyde Snow muestra los hallazgos que permitieron comprobar homicidios cometidos por el terrorismo de Estado. Foto Gentileza de Telam

El corazón del juicio

Entrar a la sala ya resultaba estremecedor. El ambiente, el silencio, el significado de todo lo que nos decía ese silencio. Se oían susurros entre algunos de los 23 abogados de los acusados, la llegada de los fiscales, la gente acomodándose. Luego la entrada de los jueces y finalmente lo principal: los testigos. 

Fueron 833 las personas citadas a declarar sobre 709 casos desde el 22 de abril hasta el 14 de agosto: 900 horas netas fundamentadas en tres toneladas de documentos: solo desde Naciones Unidas llegaron 700 kilos de denuncias internacionales.

El comienzo de las audiencias fue acompañado con una movilización de los organismos de derechos humanos de más de 70.000 personas, que evitó pasar por Tribunales. Declaró Luder (presidente interino durante el mandato de María Estela Martínez de Perón) sobre los decretos de aquel gobierno para “aniquilar” a la guerrilla: “Quiere decir inutilizar la capacidad de combate de los grupos subversivos, pero de ninguna manera significa aniquilamiento físico ni violación de la estructura legal”. Lo repitieron otros ex ministros peronistas. Declararon militares y sindicalistas amnésicos, especialistas extranjeros (Clyde Snow obligó por única vez a oscurecer la sala para mostrar diapositivas de huesos y cráneos exhumados en tumbas NN). Strassera dejó de ser un ignoto funcionario judicial para transformarse en la persona que daba ritmo a las audiencias señalando los supuestos “olvidos” o haciendo preguntas como: “La tortura de un prisionero desarmado, maniatado y con los ojos vendados, ¿es un acto de guerra?”. El ex director del Buenos Aires Herald Robert Cox contó que el general Guillermo Suárez Mason comulgó en la Iglesia de San Patricio, en el homenaje a los tres curas y dos seminaristas palotinos asesinados días antes por sus propios grupos de tareas. Máximo Gainza, de La Prensa, habló del secuestro y desaparición de quien era director de El Cronista Comercial, Rafael Perrota.  

La primera víctima que declaró fue Adriana Calvo. Explicó cómo fue secuestrada y torturada, embarazada de seis meses, trasladada a distintos centros clandestinos hasta que su beba, Teresa, nació en el piso del vehículo en uno de esos traslados mientras ella seguía encapuchada. “Ese día hice la promesa de que si mi beba vivía y yo vivía, iba a luchar todo el resto de mis días para que se hiciera justicia”: cumplió su promesa. Pablo Díaz, adolescente que sobrevivió a la Noche de los Lápices, contó los tormentos que recibió hasta que un guardia le dijo: “Te salvaste, pero vas a vivir si yo quiero”. Jacobo Timerman, que había apoyado el golpe pero luego comenzó a publicar noticias sobre personas desaparecidas en La Opinión, habló del nazismo y racismo de los militares, que mientras lo torturaban le explicaban las conspiraciones que buscaban exterminar, incluidas la del sionismo y Wall Street. Miriam Lewin, una de las esclavizadas en la ESMA, dijo que Massera quería ser otro Perón. Víctor Basterra relató cómo lo obligaron a falsificar documentos para militares en la ESMA y hasta para Licio Gelli, el italiano que comandaba la logia masónico-mafiosa P-2. Así fue cada jornada, 833 testimonios que diseñaron el mapa de un infierno, cada uno de los cuales podría ser el tema de cualquier libro o película (y varios lo son). Y siempre persiste la sensación de que queda todo por contar. 

Allí hay una clave. Desde siempre las madres y abuelas locas, los sobrevivientes, los familiares, y en 1985 los testigos en el juicio contaban lo que pasó. Esos relatos fueron los que movilizaron la posibilidad de comprender. La capacidad de aparecer, de salir a contar, hasta con el silencio, fue un infinito acto de valor, de comunicación y de resistencia. 

Esos testimonios transformaron a quienes escuchábamos. Conmovían sin necesidad de opiniones ni adjetivos grandilocuentes. En esos tiempos sin Internet, computadoras ni celulares, y en los que no se permitió escuchar los audios de las sesiones, lo poco o mucho que el periodismo alcanzaba a transmitir de esa conmoción, sobre todo a través de diarios, revistas y radios, permitió que la sociedad estuviese al tanto de cómo se juzgaba el horror.   

Datos sobre el Apocalipsis

Strassera comenzó el alegato acusatorio y describió a los acusados como responsables “del mayor genocidio que registra la joven historia de nuestro país”. Viola le dijo algo al oído a Massera que asintió sonriendo y acariciándose una ceja. Tenían ante sí blocks, biromes y cuatro ceniceros: otros tiempos. Galtieri fumó toda la tarde, Videla miraba el techo imaginando quién sabe qué.   

Los fiscales enumeraron los homicidios probados: no existía el delito de desaparición, y sin cuerpo no había pruebas del crimen. Las audiencias habían revelado que la dictadura lo hizo así, para evitar dar cuenta de sus actos: la cobardía hecha doctrina. Se detallaron secuestros, fusilamientos masivos, torturas, fosas comunes, hogares desvalijados. El alegato duró seis jornadas monocordes, tensas, con Galtieri usando un poncho como almohadón y Videla leyendo cada tanto del libro Las siete palabras de Cristo, el capítulo “Reflexiones del Apocalipsis”. Moreno Ocampo dijo en un momento: “Si mediante las patotas los acusados pusieron una capucha a cada una de las víctimas de los secuestros, mediante sus campañas de acción psicológica le colocaron una gran capucha a toda la sociedad”. Fue patética la enumeración que hizo sobre los valores del Ejército en tiempos de San Martín, contra los de Videla, Viola y Galtieri. Contó que Juan de Dios Gómez fue visto durante su cautiverio en Tucumán colgado de los testículos. En uno de los cuartos intermedios un colaborador de la fiscalía contó que había calculado que si se acumularan cargos, a Videla le hubieran correspondido 10.248 años de prisión. 

El último día dijo Strassera sobre el argumento militar de que había existido una guerra: “¿Puede considerarse acción de guerra el secuestro en la madrugada por bandas anónimas de ciudadanos inermes? Y aun suponiendo que los así capturados fuesen reales enemigos, ¿es una acción de guerra torturarlos y matarlos cuando no podían oponer resistencia? ¿Es una acción de guerra ocupar las casas y mantener a los parientes de los buscados como rehenes? ¿son objetivos militares los niños recién nacidos?”. Mencionó una alternativa de hierro: “O no hubo una guerra, como yo lo pienso, y estamos ante una manifestación de delincuencia común, o la hubo, y entonces enfrentamos a criminales de guerra”. Los ex comandantes miraban impávidos. Todavía no se hablaba de delitos de lesa humanidad. 

Hacia el final Strassera explicó: “A partir de este juicio y de la condena que propugno nos cabe la responsabilidad de una paz basada no en el olvido, sino en la memoria. No en la violencia, sino en la justicia. Esta es nuestra oportunidad. Y quizás es la última”.

El público en las dos bandejas superiores fue poniéndose de pie, como si la sala se erizara. Strassera pidió reclusión perpetua para Videla, Massera, Agosti, Viola y Lambruschini; 15 años para Galtieri y Graffigna; 12 años para Anaya y 10 para Lami Dozo. La tensión se volvía insoportable. Los jueces miraban a abogados, fiscales, acusados y al público que se ponía de pie sin que nadie se lo ordenara. 

Dijo el fiscal: “Señores jueces. Quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad para cerrar esta requisitoria. Quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino. Señores jueces: nunca más”.

La sala fue un trueno, una ovación. Desde arriba, hubo algunos insultos a los militares. Recuerdo a Videla mirando provocadoramente a la gente. Viola devolvió algunos gritos. Arslanián ordenó desalojar la sala, cosa que ocurrió sin inconveniente alguno. Strassera cumplía 53 años. En la fiscalía el grupo de jóvenes que sostuvo buena parte de todo este trabajo organizó una celebración austera del cumpleaños, con sándwiches y champán. Los fiscales supieron descargar con lágrimas la emoción. Strassera, cigarrillo en una mano, pañuelo en la otra, dijo: “Me estoy poniendo viejo”.    

Tras el alegato llegaron las defensas, que seguían negando los hechos y tratando de desacreditar testigos. Videla no habló y Massera hizo la intervención más fuerte, con su tono mesiánico: “Mis jueces disponen de la crónica, pero yo dispongo de la historia, y es allí donde se escuchará el veredicto final”. 

Otro salto en el tiempo nos lleva a la sentencia, en la que Videla y Massera fueron condenados a perpetua, Viola a 17 años de prisión, Lambruschini a 8, Agosti a 4 y el resto fue absuelto. La lectura estuvo a cargo de Arslanián el 9 de diciembre de 1985. Al empezar las absoluciones, Hebe de Bonafini se puso su pañuelo blanco. El juez ordenó que se lo quitara. Ella se levantó y se fue. También lo hizo Adriana Calvo, que dijo: “Es una vergüenza”. El fiscal Ricardo Molinas comentó luego: “La sentencia es floja en algunas partes, pero al menos es la primera vez que el que la hace, la paga”. 

Crimen y futuro

En su Punto 30 la sentencia ordenaba continuar investigando los delitos cometidos, todo lo contrario de lo que pretendía el gobierno. Pudo ser sensibilización de los jueces por todo lo que habían aprendido y escuchado, o un modo de compensar varias condenas leves en las que ni ellos creyeron. León Arslanián declaró a Guillermo Levy, en Del país sitiado a la democracia: “El punto 30 lo defiendo fervientemente porque fue lo que a nosotros nos permitió, de alguna manera, despegarnos de la estrategia alfonsinista, que era juzgar a los máximos responsables y de ahí para abajo impunidad. Con el punto 30 rompimos ese esquema”.  

La Causa 13 empezaba a ser pasado. Algunos de sus protagonistas tuvieron un rol tal vez luminoso en esos días, desdibujado luego en zonas más opacas de sus trayectorias. 

La continuidad de los juicios desapareció a partir de los levantamientos carapintada de 1987. A la Ley de Punto final el gobierno le agregó la de Obediencia Debida: la inocencia de quienes ejecutaron el genocidio. Ese absurdo se coronó luego con el indulto menemista a militares y guerrilleros (solo Graciela Daleo, ex secuestrada en la ESMA y también testigo,  rechazó judicialmente el indulto y tuvo que irse del país). 

Ante la impunidad en 1998 nacieron los Juicios por la Verdad impulsados por los organismos de derechos humanos: que no hubiera condenas no invalidaba el derecho a saber lo que había ocurrido con las víctimas. (Allí declaró Julio López, luego desaparecido por sus denuncias, pero en democracia). 

El estallido de 2001 y sus más de 30 víctimas recuperó la vitalidad de movilizaciones, asambleas y reclamos por el fin de la impunidad. Como Alfonsín en 1983, Néstor Kirchner encontró en 2003 que ese reclamo legítimo era a la vez fuente de legitimidad para su propia gestión. Se anularon el Punto Final, la Obediencia Debida, los indultos, se declararon imprescriptibles los delitos de lesa humanidad, la justicia pudo volver a funcionar. Desde entonces hubo 1.070 condenados en 278 causas, hay 20 juicios orales en desarrollo y 272 en etapa de instrucción. 

Distintas miradas hacen chocar aquel juicio con los avances actuales. Una idea: tal vez en 1985 terminaron de caer las vendas sobre lo que había ocurrido y se demostró lo mucho que se podía hacer. Y lo que parecía inconcebible se terminó de lograr en este siglo.   

Pero esa misma lógica lleva a otra realidad: las violaciones a los derechos humanos actuales. Las que hoy aniquilan, empobrecen, contaminan, someten, violan y amenazan demasiadas formas de vida. Otras personas locas –ignoradas y silenciadas muchas veces– son las que hoy reflejan la cordura, las que nos relatan los crímenes socioeconómicos del presente, las que simbolizan los reclamos de justicia.

¿Vemos quiénes son?

¿Sabemos escucharlas y conmovernos?

¿Percibimos dónde está hoy la potencia social que no se resigna a la muerte?

No sé.

Esa es otra historia. Ojalá aprendamos a contarla para encarar los nuevos imposibles.

Actualidad

Hasta el lunes, Nora

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Nora Irma Morales de Cortiñas, alias Norita, cumpliría hoy 95 años. A dos días de otro 24 de marzo, y en medio de tantos días turbios, una semblanza de una mujer que eligió la libertad, el pensamiento, el sentimiento, la resistencia cotidiana y la alegría. La publicamos el año pasado, como homenaje a un ejemplo que no tiene fecha de vencimiento y que el lunes, en muchos sentidos, volverá a decir presente.

Nora como copilota de auto, y su agenda infinita. Nora, el clítoris, y su número de DNI. Nora y la pelopincho. Nora y la justicia. Nora y la inteligencia. El feminismo, el cannabis, la sensibilidad, y su teoría de las endorfinas. Su propuesta sobre qué hacer frente a la crisis actual. Y su respuesta a una consulta: ¿qué pasará con Madres el día que no haya más Madres?

Los relojes sostienen con una precisión insoportable que todo ocurrió –o dejó de ocurrir– a las 18.41 del jueves 30 de mayo de 2024, un rato después de la ronda de Madres de cada jueves a la que esta vez obviamente ella no había podido ir, internada. Tenía 94 años, cumplidos el 22 de marzo.

Es una de las figuras más importantes en la historia argentina, una mujer gigante que nunca quiso revelar cuánto medía, partidaria de los abrazos y de todas las luchas, y abanderada de la sonrisa y la cordialidad, oficios que se ejercen con el corazón. Se despidió para instalarse en el infinito. Estos son algunos retazos, algunas semblanzas, algunas palabras, para intentar desobedecer a la muerte.

Para recordar a una persona maravillosa, y para no decirle adiós.  

Por Sergio Ciancaglini

Hace unos meses, ante acontecimientos electorales (a)narco capitalistas que son de público conocimiento, alguien le comentó a Nora Cortiñas: “Qué desastre lo que está pasando, ¿qué vamos a hacer frente a todo esto?”.

En lugar de hablar de lucha, resistencia, desobediencia civil, coraje y otras cosas que podían esperarse que salieran de sus labios ante semejante desafío, ella contestó, desde su silla de ruedas: “Una fiesta”.

Dio detalles: “En un barco, bailando y cantándole al río”.

Y se rio. Todo lo demás estaba sobreentendido. Ella sabía, tal vez desde siempre, que las cosas hay que concretarlas más que anunciarlas, y que la rebeldía debe aprender a alimentarse también de la celebración, el encuentro. La fiesta.

Es lo primero que se me ocurre recordar sobre Nora. Ante la muerte, la memoria fragmenta las imágenes, como cuando se mira a través de unas ventanas o de unos ojos empapados. Perdón entonces por el estado de mis ventanas: estos son algunos fragmentos de lo que alcanzo a ver en la memoria, y que quisiera contar desordenadamente antes de olvidarlo.

El DNI

Una tarde en la sede de Madres Línea Fundadora. Nora revisa su cartera en la que lleva el pañuelo blanco, el verde por el aborto, crema de cannabis medicinal para su rodilla, una lata de sardinas y la agenda en la que anota sus hiperactividades cotidianas, entre otros secretos. Su agenda fue siempre el mejor mapa para comprender la conflictividad social argentina. Las luchas por la vida.

En la cartera está también su DNI: 0.019.538. “Fui de las primeras en la cola para sacarlo. El otro día, por un trámite, los empleados de un banco me dijeron que la máquina no podía interpretar un número tan bajo”.

La ayudé a cerrar la sede de Madres ese día mientras me apuraba: “Dale, dale, que tengo mucho que hacer”. Se puso el ponchito de barracán, agarró la cartera, el bastón, apagó la luz y cerró con llave. Al cerrar esa puerta, da media vuelta y abre un mundo. Nora se transforma en Norita, que en lugar de ser un diminutivo resulta un aumentativo, una clave, un código de acción.
Sale Nora de Madres y entra Norita a la calle, las plazas, las ciudades, los pueblos, las rutas, las fábricas, la naturaleza, los conflictos.
Entra a sus verdaderos lugares de acción: lo público, los espacios donde ocurren las cosas, o donde las cosas se manifiestan escapando de los encierros y del silencio. 

Hasta el lunes, Nora

La foto de portada: Martín Acosta. La que se ve sobre estas líneas, Alejandro Carmona. Ambas para la cobertura colaborativa. Enero 2024

Los sí y los no

Vi su DNI por primera vez en 2012, en Tribunales, cuando presentó un hábeas corpus por su hijo Carlos Gustavo Cortiñas, desaparecido el 15 de abril de 1977 a las 8.45 en la estación Castelar, cuando iba hacia su trabajo en el INDEC.

Aquel 10 de diciembre de 2012 fue también la primera y única vez, en décadas, que la vi llorar. Como cronista de lavaca, me tocó ser el único periodista presente en ese momento. Acompañaba a Nora Ana Careaga, desaparecida durante la dictadura, embarazada, a los 16 años, hija de Esther Careaga, una de las tres madres desaparecidas en diciembre de 1977. También estaba con Nora Adolfo Mango, del equipo de Derechos Humanos de la Iglesia de la Santa Cruz, epicentro de la desaparición de la propia Esther, Mary Ponce de Bianco y Azucena Villaflor de Devincenti, además de las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, tras la infiltración realizada por el marino genocida Alfredo Astiz.

Nora me explicó que su idea con el hábeas corpus era lograr que se abran los archivos sobre qué pasó con cada persona desaparecida, incluso su hijo: “Claro: nosotros no torturamos a los militares para que hablen. Depende de ellos. Y no hablan porque es parte de su culpabilidad y la demostración del crimen que cometieron. Lo mío es una pregunta sencilla y de madre. No tiene ninguna otra intención que saber dónde está mi hijo”. Como siempre, tenía la foto de Gustavo colgada del cuello, junto al corazón.

Durante la espera repasaba algunos no y algunos sí que plantearía ese mismo día al recibir el Doctorado Honoris Causa de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA: “No a la Ley Antiterrorista. No a Clarín ni a ningún tipo de monopolio. No a la megaminería a cielo abierto. No al glifosato, no a Monsanto. No a la discriminación a los pueblos indígenas. No al pago de la deuda externa inmoral, impagable y odiosa. Sí a la Justicia. Sí a la verdad. Sí a la memoria. Sí al apoyo a los juicios hasta que se condene al último genocida. Sí a la recuperación de la identidad para todos los jóvenes que fueron niños apropiados por el terrorismo de Estado. Sí a la reivindicación de la lucha de nuestras hijas, hijos, y del pueblo”.

La llamaron del despacho del juez Ricardo Warley y la secretaria Miriam Halata. Me pidió que fuese con ella. Le preguntaron la causa del hábeas corpus: “Es que sigo sin saber qué le pasó a mi hijo. Y yo quisiera que él, de algún modo…” La emoción la hizo callar. Me miró con los ojos inundados haciendo un gesto con su mano, tipo “no puedo”. Hubo unos segundos de silencio. Se repuso: “Quisiera que él sepa que siempre lo buscamos”.

El cine, la onda verde y los pelotudos

Una de nuestras salidas en los últimos años fue al cine, en 2022, para ver Argentina 1985. La pasé a buscar por el Congreso, el mismo en el que hoy se decide –o no– el posible remate del país, sobre el que ella tanto advirtió. Bajó con una persona que la acompañaba, plegamos en el baúl del auto la silla de ruedas que ya le resultaba inevitable y allí fuimos hacia el infierno de Puerto Madero. En el cine no pidió nada en especial, ubicaron su silla un pasillo, y vio conmovida la película. Saludó al director Santiago Mitre y a Dolores Fonzi con afecto y me dijo: “Vamos a comer algo”. Salió del cine, impermeable a los flashes y las celebridades. No sabía qué pensar de la película, que la había sacudido. La emocionaron muchas cosas, le pareció que faltaban otras: esta historia es tan infinita que siempre falta algo o mucho por contar.

Comimos con Marisa, su asistente, y con Claudia Acuña. Nora saludaba y conversaba con la gente de las mesas cercanas en ese restaurante de Avenida de Mayo. La llevamos a su casa de Castelar. Iba como mi copilota, era la una de la madrugada: “Mirá, ya lo tengo estudiado. Si agarramos la onda verde, no nos para nadie hasta la General Paz. ¿Sabés cuál puede ser el único problema?”.

La miré de reojo y replicó: “Los pelotudos”.

Arrancamos. Cuando algún auto o colectivo hacía una maniobra indescifrable, Nora saltaba: “¿Ves lo que te digo? Lo que hay que hacer es esquivar a los pelotudos, y así se llega bien a donde uno quiere”.   

Empezar a romper

La primera vez de las Madres en Plaza de Mayo fue el sábado 30 de abril de 1977. El 15 había desaparecido Gustavo. Militaba en la Juventud Peronista. Flaco, sonriente, bigote setentista, pelo largo.
En la casa de Nora hay una foto en la que se lo ve mirando a los chicos de la Villa 31, en la que militó con el padre Carlos Mugica. “Tiene un gesto que me parece dolorido y comprometido con lo que está viendo. Pero fijate los chiquitos: son iguales a los que ves hoy en las villas”. Se queda pensando: “Nuestros hijos luchaban por la justicia social. Pero hoy la brecha entre ricos y pobres es todavía mayor que cuando se tomó esta foto”. Para esa mujer que había tenido que amoldarse al rol de ama de casa y profesora de alta costura, la desaparición del hijo representó el fin de muchas cosas. “Fue dejar la casa y salir a buscarlo. Y fue para todas igual. Mujeres comunes que no éramos de la academia, ni de los grupos de pensamiento. Pero hoy entiendo que ahí ya fuimos feministas. Ahí empezamos a romper”.

Relata Nora que los varones y esposos no intervenían en las rondas porque el horario de las 15.30 era de trabajo. “Pasaba otra cosa. Al ver a los milicos algunos padres decían ‘yo le dije a mi hijo que no se metiera’ y cosas así. Entonces eso no servía. Las madres no hacíamos esas cosas”. Confrontaban. El lugar común indica que el dolor enceguece, pero Nora piensa distinto: “El dolor nos hizo ver. Nos fortaleció, y nos ayudó a ser claras”.
Empezó a entender algunas charlas que había tenido con su hijo: “Una vez me dijo: ‘¿Sabés que te pasa, mamá? Te falta calle’. Aprendí. Ahora me pasé de calle. Más que en los libros, la concientización está en la calle. Esto significa moverse siempre. Y no pensar dos veces ”.

Mínima, vital y móvil


Más fragmentos.

Desde que cumplió 82 años se definió como mínima, vital y móvil.Mínima: Nunca escondió la edad, pero ocultaba su estatura.
“Ni a mis nietos se los digo”. En el jardín de su casa hay una pequeña piscina
de dos metros de largo y uno de profundidad. Me la mostró y me guiñó un ojo: “Me
meto con salvavidas”.

Vital: Parece inagotable, aunque no lo es. Hace años sufrió
un ínfimo ACV. “Hablé dos horas después de eso en un acto, y parada. Ni yo lo
puedo creer. Pero es un compromiso con nuestros hijos y nuestras hijas. No es
un sacrificio para nada. Cada día es estar donde hay una injusticia”.

Móvil: Sus idas y vueltas a Castelar en micros, trenes
y subtes fueron durante décadas una especie de gesta cotidiana en medio de la
multitud. Un día me contó: “El otro día bajaba del tren. En el medio del gentío,
un chico que iba a subir me vio, tenía un chocolate, me dijo ‘gracias por todo
lo que hacés’, me lo dio y subió. Me quedé en el andén con el chocolate
llorando de emoción. Ni sé el nombre. Solo sé que era un chico del oeste”.

Cómo posar en una foto

Nora estuvo en la inauguración de la anterior y de la actual sede de lavaca: nuestra madrina. Siempre llegaba con flores. Allí, y en todas partes, la gente siempre le pidió fotos. Cuando le reclamaban sonrisas con el clásico “digan whisky”, Nora replicaba: “Digan clítoris”.

Un día me dijo: “La magia no nace porque sí. La tenés que crear con tu espíritu. El espíritu de ver el lado bueno de la vida. Si no hacés magia con lo que te pasa, es imposible sentir que lo que hacés está bien, que te genere alegría porque no estás entre los mafiosos”.

Me contó también que su biznieta Camila, a los 9 años, le dijo que los besos y los abrazos contagian gérmenes. “Pero el abrazo y las caricias estimulan las endorfinas que son lo que dan ganas de vivir. Cuando alguien está enfermo, lo acariciás, le das la mano y eso es terapéutico por las endorfinas. Así que en eso sí que tengo partido: soy partidaria de los besos y los abrazos”.Defendió siempre la democracia, por eso desconfiaba de los políticos. Varias veces votó metiendo un papel en el sobre, con estas palabras: “30.000 detenidos desaparecidos. No al extractivismo. No a la persecución a las comunidades indígenas. No a la deuda externa impagable, inmoral y odiosa. Me lo habrán anulado. No importa, saben que estuve ahí”. 

En la Plaza, antes y hoy

Plaza de Mayo, jueves, 15.30.
Las Madres están partidas desde 1986, pero allí están. Girando siempre en sentido inverso al de las agujas del reloj, como para recuperar el tiempo detenido por el terror. Cada uno de los dos grupos (Asociación y Línea Fundadora) en el extremo opuesto de ese círculo alrededor de la Pirámide de Mayo que culmina con una estatua que representa a la Libertad. La libertad está inmóvil, mientras la memoria, la verdad y la justicia rondan alrededor. Esa vez ocurre en tiempos de Mauricio Macri. Al final de la marcha circular Nora toma un micrófono, presenta a gremialistas, a asambleístas anti mineros, a maestras de escuela, a familiares víctimas de femicidios, denuncia la deuda externa y eterna, y anticipa lo que vino desde entonces hasta hoy, “porque hay gente que se queja en la verdulería, pero no entiende que lo que le pasa es consecuencia de que se están llevando los dólares y las riquezas, y cada dólar se paga con hambre en nuestro país”. 

Repaso lo que dijo aquel día, como si lo estuviese diciendo hoy. Dice que el gobierno (¿aquel gobierno?) es “negacionista, inmoral y ladrón”, y cuenta lo que está sintiendo. “Hoy no hay buenas noticias para dar, la buena noticia fueron esos chiquitos que vinieron de Lugano”.
Agrega: “No nos volvamos locos. Cada día me acuesto pensando ¿qué mal van a hacernos mañana? Es como que con cada acción, con cada decisión, quieren humillar. No lo logran, porque nos tienen que resbalar las cosas que dicen y hacen”.
Mira a la gente: “Siento que esta Plaza es mágica. Me siento feliz aquí. Me da pudor decirlo, con tantos desastres que pasan, pero es lo que siento viendo que tantas personas vienen, se encuentran, se abrazan, se reconocen”.

Salto a este 2024, en el que mis compañeras y compañeros de lavaca resolvieron reforzar el acompañamiento a cada marcha, cada vez con menos Madres, que sienten que lo que está en juego es seguir. Les debemos eso: acompañarlas en un momento así. Nora fue varias veces este año. Otros jueves empezó a no poder. Se organizó una cobertura fotográfica colaborativa de cada una de esas rondas. En esos giros vimos el nacimiento de Hermanxs (hermanos y hermanas de personas desaparecidas) y lo más nuevo: Nietes. Norita alcanzó a fotografiarse con esos grupos que fermentan el futuro.

Hasta el lunes, Nora

Nora puño en alto, Elia Espén, y Nietes. Foto: Lucía Prieto para la cobertura colaborativa. Abril 2024.

Me llegan mensajes de hoy. Lina y Francisco están en Misiones, cubriendo el conflicto provincial. «Le dimos la noticia a la asamblea y acampe docente, le brindaron un aplauso. Fue muy emotivo». Claudia: «Fue muy fuerte estar en la ronda hoy, y verla a Elia Espén, y que transmitía tan claro y con el cuerpo que sabía, y nos miraba a los pocos que éramos, y decía ‘griten más fuerte’, y temblaba. Pedía que no dejemos de ir. Le agarré las manos y le dije que se quede tranquila, que íbamos a seguir». Lucas: «Por cada lágrima se me vienen mil sonrisas porque así iluminabas todo. No sólo por tu Gustavo, que llevabas siempre a la altura de tu corazón, sino en una calle conurbana que pedía a gritos la aparición de un pibe desaparecido por la Bonaerense, en una asamblea de algún pueblo fumigado, en cualquier marcha feminista, en cada fábrica recuperada. Decías: todo daño que nos hacen transformémoslo en amor». Franco: «Norita era magia subidora, sonrisa y puño en alto, se fue para no aguantar más a este gobierno, y estará más que viva que nunca».

Se me ocurrió hace tiempo preguntarle a Nora: ¿Cómo imaginar esa ronda cuando ya no queden Madres?

“Yo no me imagino nada. Nunca digo que esto va a ser así o asá. Lo que creo es que siempre hubo etapas con determinadas personas que vivieron y luego murieron. Es la ley de la historia, y de la vida. Ojalá nunca más tenga que haber Madres porque hay genocidios y represiones. Pero en nuestro caso, de algún modo estaremos en la Plaza. Y entonces habrá que ver qué es lo que nace”.

Me lo dijo sin miedo y sin nostalgia, haciendo bailar esa sonrisa alimentada en la calle con abrazos y resistencia, besos y valentía, magia y endorfinas.

Su última salida pública fue para ver el show de Susy Shock: una noche de alegría.

Hay tanto para contar, y tan poco para decir en esta noche triste, que tal vez solo alcance con repetir la palabra que le dijo aquel chico del Oeste que le regaló un chocolate en un andén, y que la emocionó: gracias. Mientras la imagino ahora mismo en un barco, bailando y cantándole al río.

Hasta el lunes, Nora

Nora en la Cooperativa Lavaca, en la inauguración de nuestra trinchera. Año 2016.

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Nota

La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

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Traumatismo encéfalo craneano, herida cortante e irritación ocular: las heridas causadas a Beatriz Blanco (81 años) ya forman parte de una causa judicial que inició ella misma y también la Procuraduría de Violencia Institucional, y apunta contra dos efectivos que la gasearon y le pegaron, provocando su caída. También apunta a la responsable del operativo, la ministra Patricia Bullrich, que se desplegó el miércoles de manera feroz, pero que -plantea la denuncia- es parte de un “plan sistemático”. Beatriz fue golpeada a las 16:10, antes de los principales incidentes, mientras se manifestaba en una esquina: cómo fue el momento, según relata ella misma en la denuncia y cuenta su hija. Quién es esta jubilada que trabajó de todo. Cómo está: recuperándose, enojada y “con más fuerza que nunca”. La voz de una de sus hijas junto a quienes lucha por justicia, y paz.

Por Franco Ciancaglini.

La imagen de Beatriz Blanco cayendo en seco al suelo -tras ser gaseada y empujada por dos efectivos de la Policía Federal- dio la vuelta al mundo. 

En el video se ve el fin de una secuencia más larga que inicia cuando la Policía Federal empuja de manera violenta a jubiladas y jubilados que se encontraban haciendo el clásico semaforazo de todos los miércoles en el Congreso. 

“Ella lo que cuenta es que estaba con el grupo de jubilados, cortando Entre Ríos, para mostrar sus carteles. Y cuando el semáforo se pone verde se vuelven a la esquina. Y en ese momento vino la policía, apurando a todos los viejos a subirse a la vereda”.

La que habla es una de sus hijas, Paula.

El relato coincide con la temprana decisión de las fuerzas de abalanzarse sobre personas que hacen lo mismo todos los miércoles -un semaforazo, y luego una movilización que da la vuelta al Congreso-: Beatriz fue atacada a las 16:10. 

Esta vez, por lo especial de la fecha, los Policías iban además con el gas apretado y el palo suelto. Cualquiera que estuvo en la manifestación pudo apreciar cómo apenas una persona se acercaba a los efectivos, o incluso estando a metros, sin hacer nada, podía ser gaseado. Incluso teniendo 81 años.

La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

Los camiones hidrantes fueron parte de la cacería desatada. Foto: Lina Etchesuri.

El arma y la palabra

Beatriz Blanco no está afiliada a ninguna barrabrava ni milita en ningún partido político.

Es jubilada.

Trabajó toda su vida como empleada en cooperativa de fletes, empleada cuidando niños, costurera, y de casera hasta los últimos tiempos.

Tiene tres hijas.

Una de ellas, Paula Ippolito, cuenta que junto a su madre Beatriz y su hermana Paula suelen ir juntas a las marchas. “Esta vez fue sola porque justo yo estaba operada de la rodilla. Suele ir, no va todos los miércoles pero cuando puede va”.

Beatriz ya conocía a varios y por eso se acercó al grupo de jubilados que realiza los miércoles el semaforazo. Luego de que la empujaran a la vereda, se puso a hablarle a un cordón policial, una práctica habitual de jubilados anodados ante la violencia sin sentido que ejercen las fuerzas: “Ella siempre es de ir y hablar, de decir qué están haciendo, cómo no les da vergüenza; mi mamá siempre como que quiere hacer conciencia. Ella le debería estar gritando al policía que estaba de espaldas y lo toca con el bastón como diciendo ´mirame´. Ahí el chabón se da vuelta y le tira el spray, y el otro que le pega con el palo en la cabeza”.

Ese combo, que representa un ataque, de gaseo, empujón y golpe, hace que Beatriz pierda el equilibrio instantáneamente, y caiga al suelo.

La primera pregunta es cómo está: “Se está recuperando. Está en reposo, en observación por el golpe que recibió en la cabeza. Está con mucho dolor en todo el cuerpo, con un poco de inestabilidad, con el dolor en los ojos por el gas que le tiraron. Tiene los ojos muy hinchadas: le tiraron gas directo en la cara”.

Este dato del gas directo a sus ojos explica a la vez la pérdida del equilibrio, desechando por tierra las mentiras del Jefe de Gabinete, Guillermo Francos, que aseguró que se “cayó sola”. También el título de la empresa La Nación que habló de que la jubilada “atacó” a la policía previo a su “caída”: “Ella le tocó con su bastón para que se diera vuelta, para que la escucharan, no golpeó a nadie. Habría que mostrar los videos enteros donde la Policía increpa primero a los jubilados para que se suban a la vereda, con la agresividad que suelen tener”.

La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

Beatriz Blanco, tras los gases recibidos y el golpe posterior. Foto: Lina Etchesuri.

El caso de Beatriz es uno de los dos -junto al del fotógrafo Pablo Grillo- denunciados por la Procuraduría de Violencia Institucional (Procuvin) ante la Cámara del Crimen. En esas denuncias a las que accedió lavaca, el organismo que se encarga de monitorear a las fuerzas -en estos tiempos, con menos entusiasmo- presenta como “pruebas” distintos recortes periodísticos alrededor del ataque a Beatriz. Y solicita a la justicia que requiera al Ministerio de Seguridad el personal policial afectado a los lugares de ambos ataques, así como los datos de la “sala de operaciones” a la que reportaban los agentes a cargo del operativo.

Por otro lado, la propia familia de Beatriz presentó una denuncia contra los dos agentes de la Policía Federal y contra la propia ministra Bullrich. Narra en su presentación lo mismo que refiere su hija en esta nota: “Siendo aproximadamente las 16:10 hs me encontraba en las inmediaciones de la esquina de las avenidas Entre Ríos y Rivadavia de esta ciudad (…) cuando fui rociada con una sustancia lacerante por un efectivo de la Policía Federal. Inmediatamente después, y también a manos de un efectivo de la PFA, recibí un golpe en la cabeza, con un elemento que creo se denomina ‘tonfa’, lo que provoca mi caída al piso”.

Tras el golpe, Beatriz fue derivada al Hospital Argerich, donde diagnosticaron lo producido por el ataque: traumatismo encáfalo craneano, herida cortante e irritación ocular.

Por eso, por un lado, reclama la identificación de los dos efectivos que la atacaron, plausibles de ser responsables de “delitos de lesiones leves” agravadas por tratarse de personal de la fuerza. Y por otro, califica a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich como “autora mediata” por ser responsable del operativo y algo más: la valiente presentación habla de que estos hechos son parte de un plan sistemático.

La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

Una síntesis del plan sistemático. Foto: Juan Valeiro.

“Como en los momentos más aciagos de nuestra historia, desde el Poder Ejecutivo se ha montado un Programa de Miseria Planificada cuya consecuencia natural es la Protesta Social. Y sabido es que este tipo de políticas socioeconómicas sólo resultan aplicables cuando se pone a disposición de las mismas al aparato represor del Estado”.

Firma toda esta historia la propia Beatriz, acaso poniendo en contexto lo que representan los golpes que sufrió, su historia y el futuro por el que pelea junto a sus hijas. “Nosotras somos fieles a las marchas que son para los derechos del pueblo”, cuenta Paula, una de ellas. “No militamos en ningún partido político, siempre vamos independientes y solas”, aclara por si hiciera falta.

Paula habla siempre en plural femenino, pensando en su madre y su hermana. Desde ese lugar cuenta: “Nos están sacando todo. Nos están metiendo miedo para que no salgamos a las calles. Están imponiendo todo lo que quieren imponer. Siempre estamos atentas a todas las luchas. Esto va a por todos, no es solamente por los jubilados. A mi me han robado plata con la AFJP a pesar de que ya tengo 30 años de aportes. Estos vienen por todo, por todo lo que conquistamos”.

Junto a Natalia, las jóvenes militan tocando tambores en Batuka, uno de los conjuntos que lleva el ritmo a la calle y es la banda de sonido de la protesta social y la lucha. Hoy, del lado de la víctima, Paula asegura: “Estamos luchando para que esto no vuelva a suceder. Para que tengamos memoria y el pueblo no se duerma. No tenemos miedo. Ya la verdad que queda poco por perder”.

Esta lucha incluye, claro, a Beatriz: “Está más fuerte que nunca. Está enojada, muy enojada. Pero está fuerte para seguir la lucha”.

La lucha, ahora, es por justicia: “Solamente queremos que los responsables tengan justicia, sean los policías o la ministra de Seguridad: que la justicia trabaje a favor del pueblo. Y que no salga nadie más impune”. 

¿Tenés esperanzas? “Y no. Pero hay que hacerlo igual: nos corresponde”.

La esperanza tal vez siga estando en la calle, mientras estas jóvenes sin contención psicológica ni asistencia estatal de ningún tipo enfrentan los golpes: “Estamos nosotras, las hijas, para cuidarla y para que se reponga de esto”.

¿Necesitan algo? “Sí: paz”.

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Derechos Humanos

Diego Borjas: comienza el juicio oral a más de 10 años de su muerte

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Un chico de 17 años en un centro socioeducativo. En la foto se lo ve de pie, el más alto, en el Agote, un Día de la Madre. La desesperación por salir. El encierro en una “tumba” de castigo. La responsabilidad de los funcionarios y una muerte que podría haberse evitado. Detrás, esa madre, Liliana Basualdo, empleada doméstica, que nunca abandonó otra forma de desesperación: la búsqueda de justicia. Detalles del caso que llega a juicio desde este martes: 10 años después. El relato de Liliana que es una radiografía de muchas vidas vulnerables, y la expectativa frente a la causa.

Por Lucrecia Raimondi

El 26 de noviembre de 2014 hacía seis meses que Diego, 17 años, se encontraba con una medida de privación de su libertad ambulatoria en el Centro Socioeducativo de Régimen Cerrado “Dr. Luis Agote”. Las últimas semanas en el Centro no estaba bien, se sentía irritable, contestaba, no acataba las normas. Estaba enojado porque el juez le había negado la libertad y el traslado. La convivencia con los otros pibes también era difícil. Quería salir. Esa mañana, por insultar a un profesor, la directora del Centro lo castigó por 48 horas en el sector de “ex ingreso”. La celda ubicada en el subsuelo era de 3 por 1,80 metros sin ventilación ni agua ni baño, entraba poca luz natural por una pequeña ventana enrejada y hermética, había una cama de hierro, un colchón de espuma.

Ese día fue de visita, a la tarde vió a su hermana y a su sobrino; a las 17:00 horas el celador lo llamaba y no se quería despedir, volvía y le daba besos a su familia, los abrazaba. Una hora y media después, la reja de su celda estaba con candado. A las 20:30 horas, el adolescente protestaba encerrado, desesperado por salir. Diego tenía un encendedor que pasó por alto dos requisas. Para intentar un traslado prendió el colchón: pasados los minutos el incendio se descontroló, a los gritos pidió auxilio entre el fuego y el humo tóxico. Los adultos que debían cuidar de su integridad se demoraron el tiempo suficiente como para que las consecuencias sobre Diego fueran irreversibles. Entrada la noche del 2 de diciembre murió solo en el Instituto del Quemado.

A la Justicia le llevó 5 años resolver el procesamiento y más de 10 años dar inicio al juicio por la muerte de Diego Iván Borjas, que vivió 17 años. El debate oral y público comenzará este martes 11 de febrero en el Tribunal Oral en lo Criminal y Correccional Nº5 de Capital Federal contra cuatro funcionarios del Centro “Dr. Luis Agote” y la entonces responsable de la Dirección Nacional de Adolescentes Infractores a la Ley Penal (DINAI) de la ex Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia (Sennaf). Está prevista la citación de 35 testigos que declararán en al menos siete audiencias que se podrían extender hasta principios de marzo.

Diego Borjas: comienza el juicio oral a más de 10 años de su muerte

Diego en su décimo cumpleaños, entre sus padres.

En la ciudad Autónoma de Buenos Aires, la Sennaf tenía a su cargo los Centros Socioeducativos de Régimen Cerrado “Dr. Luis Agote”, “Gral. Manuel Belgrano”, “Gral. San Martín” y “Dr. Manuel Rocca” bajo la órbita de la Dirección Nacional de Adolescentes Infractores a la Ley Penal. Tras las muertes de Diego Borjas y Lucas Simone, la DINAI fue reorganizada y los cuatro Centros se transfirieron en el año 2016 a la ciudad de Buenos Aires. La actual autoridad responsable es la Dirección Operativa de Centros Socioeducativos de Privación de Libertad Ambulatoria dependiente del Consejo de los Derechos de las Niñas, los Niños y Adolescentes (CDNNYA) del Gobierno de la Ciudad.

“Un caso de esta trascendencia llega a juicio gracias al esfuerzo de Liliana Basualdo, la mamá de Diego, con nuestra representación, y el empuje que también trabajaron la querella de la Procuración Penitenciaria de la Nación y la Fiscalía de Instrucción. Este es un caso que atravesó muchas instancias, incluso varias veces se recurrió a la Casación, el máximo tribunal del país, para que finalmente se habilite la etapa de juicio. A pesar de que la enorme mayoría de las pruebas en las que se fundamenta la responsabilidad de los funcionarios acusados estaban disponibles desde un primer momento. Con lo cual, hemos atravesado una resistencia bastante fuerte, por lo menos de ciertos operadores del sistema de administración de justicia, para procesar este tipo de casos que presentaban una complejidad adicional. Nos demandó mucho esfuerzo, reiteradas presentaciones, para que esto avance y que el juicio se resuelva con la mayor celeridad posible”, manifestó en diálogo con lavaca Pablo Rovatti, abogado querellante por el Programa de Asistencia y Patrocinio Jurídico a Víctimas de Delitos que representa a la mamá de Diego Borjas.

Una muerte evitable

El Centro Agote fue protagonista de sucesivas quemas de colchones en el año 2014: una en marzo, una en octubre, dos en noviembre y tres en diciembre. Seis meses después de la muerte de Diego, en julio del 2015, Lucas Simone de 16 años murió en su habitación en el Centro Rocca por la quema de un colchón a modo de protesta. El Gobierno de la Ciudad cerró las puertas de ese Centro tras un motín ocurrido en abril del año siguiente; Pablo César Arce, director del Centro Rocca al momento de la muerte de Lucas, fue llevado a juicio y absuelto en octubre de 2024.

Durante la investigación en el Juzgado de Instrucción Nº27 de Capital Federal se demostró que la DINAI había sido informada de los incendios y su recurrencia, tanto en el Centro Agote como en otros centros. “La Dirección debió hacer una contratación directa para la una compra urgente de colchones ignífugos y reemplazar los de espuma de poliuretano. Además, en el Centro Agote se cometieron una multiplicidad de negligencias: la directora ordenó una medida de sanción en un espacio que no estaba en condiciones para su uso, las dos requisas de ese día fueron defectuosas porque Diego tenía en su poder un elemento prohibido y que era de riesgo en esa celda, el celador de guardia no estaba en su puesto y su relevo tampoco al momento del incendio, su superior no controló que estuvieran en la vigilancia de ese sector”, describió el abogado de la familia del adolescente. “Esto no tendría que haber pasado”, se lamentó su mamá Liliana, en diálogo con Lavaca.

Para el juez que procesó a los funcionarios, Diego no debió permanecer en una celda de mínimas dimensiones sin ventilación, con un colchón de un material altamente inflamable que libera gases tóxicos al arder, sin ningún tratamiento retardante de la combustión. Diego no debió tener consigo un encendedor ni debió estar solo ni la puerta debió estar cerrada con candado. “En su momento el juez expuso en el auto de procesamiento que era una trampa mortal. Cómo pudieron dejar a un chico encerrado en una celda de dos metros, con un colchón inflamable y un encendedor. Además estaba sancionado, con el riesgo de reclamo que esto genera. No hacía falta ser experto. Un funcionario que se supone que está especializado en la atención de chicos en conflicto con la ley penal, debería saberlo. Ese es el eje de las imputaciones”, aseveró Rovatti.

Por su parte, Rodrigo Borda afrontará la querella institucional por la Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN), que dentro de sus funciones solicitó al Tribunal ser parte acusadora con el objetivo de que se dirima la responsabilidad del Estado en la muerte de Borjas por las irregularidades tanto en la prevención como en la actuación frente al siniestro. El Ministerio Público Fiscal presentará su acusación desde la Fiscalía Nº5 a cargo de Juan Manuel Fernandez Buzzi.

Adultos irresponsables

Los cinco imputados en el juicio por la muerte de Diego Borjas serán indagados en un juicio oral y público por el delito de “homicidio imprudente”. Las penas van de 3 a 5 años de prisión. Si la condena es menor a tres años la ejecución de la pena podría quedar en suspenso.

Cada funcionario deberá responder según la responsabilidad y rol que cumplían al momento de la muerte del adolescente:

  • Alejandra Beatriz Aguilar Pedalino, quien fuera la Directora de la DINAI, era la primera superior de los directores de los cuatro Centros de Régimen Cerrado para adolescentes en conflicto con la ley penal de CABA. Tomaba conocimiento formal de los sucesivos incendios ocurridos en el Centro Agote, que anticiparon el riesgo que finalmente se concretó en la muerte de Borjas. Por inacción incumplió con su deber de garante de la vida de los adolescentes por no tomar de inmediato todas las medidas a su alcance para la inspección, relevamiento y recambio de colchones de poliuretano por una nueva dotación de colchones ignífugos.
  • La entonces directora del Centro de Régimen Cerrado “Dr. Luis Agote”, Lidia González, ordenó una medida de sanción teniendo conocimiento de la problemática de consumo de estupefacientes y los conflictos con la ley penal que tenían Diego y otros chicos. La cercanía con ellos le permitía prever el modo de reaccionar ante, por ejemplo, una sanción. La acusada decidió separar al adolescente de sus pares y ponerlo en un lugar que no se usaba porque no estaba en condiciones, lo que incrementó el riesgo de que prendiera fuego un colchón a modo de reclamo, como había sucedido en tres oportunidades anteriores. Ante la cercanía con Diego y conocer su trayectoria de vida, más los incendios previos, la circunstancia le exigía extremar los cuidados.
  • Al momento de incendiar el colchón no había ningún adulto vigilando el sector de “ex ingreso” donde Diego estaba sancionado. Humberto Marcelo Fernández era el celador de turno pero al momento del incendio había pedido un relevo a Eduardo Alberto Morales. Fernández está imputado por no detectar en la requisa que Diego tenía consigo un encendedor. Por su parte Morales, que hacía el relevo, decidió ausentarse del sector para realizar otra tarea: dejó a Diego y la reja del sector bajo llave y se llevó el manojo; las llaves no tenían identificación.
  • Héctor Rufino Ruiz, el encargado de guardia, era el superior de ambos celadores, debía supervisar que el sector estuviera cubierto y que los adolescentes sancionados estuvieran con vigilancia permanente.

El juez de instrucción había resuelto en el año 2019 el procesamiento de seis funcionarios por considerar que la sanción y las condiciones que le habían impuesto a Borjas no habían sido correctamente supervisadas, que habían violado los derechos de detención del adolescente. A los meses, la Cámara Nacional de Apelaciones dictaminó la falta de mérito para procesar o sobreseer a la vicedirectora. Entre 2021 y 2022 el ex secretario de la Sennaf, Gabriel Lerner, y el entonces Director Nacional de Gestión y Desarrollo Institucional de la Subsecretaría de Desarrollo Institucional e Integración Federal de la Sennaf, Carlos Andrés Fagalde Fernández, fueron sobreseídos por entender la Justicia que “el rol institucional que le cupo al imputado al momento del luctuoso suceso no basta para imputar la responsabilidad penal por el mismo”.

“¿Habrán sentido su muerte?”

Diego nació en diciembre de 1993 en Cuartel V, barrio Don Sancho de José C. Paz, en la Provincia de Buenos Aires. Era hincha de River, le gustaba la música y estar en la esquina con sus amigos. Diego era muy callado. El amigo más cercano era su primo Sebastian, con quien empezó a ir a Capital. Le costaba sostener la escuela y empezó a irse de la casa cuando se agravó su situación de consumo problemático. En la MU 142 contamos su historia a cinco años de su muerte.

Liliana encontró una carta de su hijo donde fantaseaba con unas vacaciones en Pinamar: “Debió ser un deseo que él tenía, porque Diego no conocía el mar. Jamás gané bien como empleada doméstica pero es mi trabajo, es lo que aprendí a hacer y yo no tuve oportunidad de estudiar. A mí nunca me alcanzó para decir me voy al mar. Nunca fuimos a conocer nada, eso era parte también de nuestra pobreza. Al tiempo de morir Diego, uno de mis sobrinos me dice por qué no lo cremaba y lo tiraba al mar. Yo no sé, nunca pude quemarlo”.

La única hermana con la que Liliana se entendía era la mamá de sus sobrinos que “tienen problemas con la droga”. Uno de ellos era Sebastián, que cayó detenido con Diego en 2014. Liliana contó a lavaca que su sobrino “hizo un tratamiento, se curó de las adicciones, se casó y ahora está bien”. Entre las anécdotas familiares de niños abandonados y maltratados, entre los recuerdos, deslizó que a las audiencias no pensaba ir acompañada.

Diego Borjas: comienza el juicio oral a más de 10 años de su muerte

Liliana y el papá de Diego, Francisco, con la foto de su hijo. Es ella quien impulsó la causa por la muerte de Diego.

-¿Por qué preferís afrontar sola el juicio?

Perdón la expresión pero es que yo tengo una familia de mierda, lo siento así en el sentido de que tuve muchos problemas porque trataban a mi hijo de peste, de que era un drogadicto, que era un chorro. Lo miraban mal de pies a cabeza. Venía Dieguito y me decía: “A mí no me interesa lo que hablen”. Por eso no quiero decirle a nadie, no quiero que me acompañen porque siento que no se lo merecen. Le diría a mi mejor amiga que falleció hace dos años o a mi hermana Patricia pero vive lejos. Igual no me molesta ir sola, siempre estuve muy sola en muchas situaciones.

La ausencia de Diego la lleva en solitario, la pone muy triste, evita hablar del tema. En diciembre de 2024, a 10 años de haber perdido a su hijo, recibió la notificación del juicio: “El día que me llegó el papel lloré muchísimo. Pasaron tantos años, pero no te olvidás de tu ser amado, siempre lo llorás. No puedo hablar tanto de esto porque a mí me causa mucha angustia. Me consuelo pensando que es parte de la vida, pero esto no tenía que ser parte de mi vida, no tendría que haber pasado”.

¿El juicio puede reparar algo de tu dolor?

Yo creo que depende de cómo sea la condena. No siento que vayan a la cárcel. Lo único que a lo mejor no podrán trabajar, pero si ya son personas grandes tampoco les importa. Lo que yo me pregunto de ellos es si habrán sentido su muerte de alguna manera.

¿Por qué creés que no les afectó?

En el sanatorio nadie se acercó cuando estaba internado, fuimos con mi hija, estábamos las dos solas paralizadas, yo no sabía ni por dónde empezar ni qué tenía que hacer. En ese momento no me daba cuenta de que me evitaban. Me visitó una vez un psicólogo de la Sennaf. Después nadie más, nunca más. Es como todo, si pasan cosas, del Estado nadie se acerca.

¿Cómo imaginás ver a los funcionarios acusados?

No sé, me lo imagino como en las películas. Yo sabía que en algún momento iba a pasar esto. Es un delirio, pero de González la verdad ni siquiera me acuerdo de la cara. Lo que nunca me olvido es de sus palabras. Cuando falleció Diego, entre tanta gente que iba, ella fue a mi casa. Lo único que recuerdo que tuvo para decirme fue: “Sí Liliana, Diego venía mal”. Eso me dio la sensación de que pensaba que merecía un castigo. Solo recuerdo esa vez, que eso fue todo.

¿Para vos es una forma de resguardo no hablar sobre qué pasó con Diego?

A mí me produce mucha angustia todavía. Si me hubieras dicho que falleció en la cama de un hospital por una enfermedad, obvio que me hubiera dolido y todo lo que significa el perder un hijo. No digo que sería menos doloroso, pero lo tomaría de otra manera. De esta forma tomé dimensión de lo terrible de lo que había pasado. A su vez, cuando me preguntan qué pasó con mi hijo digo que fue un accidente en moto. Yo siempre le pido perdón a mi hijo porque me cuesta decir la manera en que falleció, porque también me produce mucha vergüenza el lugar donde estuvo. Eso pasa, más allá de que no voy a estar explicando el caso, me resulta muy vergonzoso decir que se murió en un Instituto, porque si bien para la sociedad fue un delincuente, para mí era mi hijo.

¿Qué sensación te da cuando aparecen discursos de odio contra los pibes que están en esas situaciones difíciles?

Me pongo en el lugar del otro porque a nadie le gusta que le maten a un chico que trabaja como pasó en Moreno, hay que estar de ambos lados. Pero me provoca mucho dolor cuando escucho “una rata menos”, para mí no es así, se necesita más ayuda. Me causa culpa que nosotros como padres a veces no tenemos los medios o no tuvimos la educación porque fuimos criados sin amor. Pero me da rabia cuando hablan mal porque ven a un chico juntando cartón o consumiendo piensan “qué barbaridad, dónde están los padres”. A ver, acá estoy. Mi hijo se iba así y yo estaba. Si había algo que no le hacía falta era hacer eso.

¿Qué debería hacer la sociedad y el Estado con los chicos que están vulnerables?

No sé, quisiera saber qué tendríamos que hacer nosotros como padres, con tanta droga en la calle cómo prevenirlos, me lo pregunto porque en realidad me siento más responsable como madre. Yo fui una niña golpeada, que vivía con mi abuela y me marcaban a palo, después tuve una madrastra que también me lastimó. Siento que es mentira que existe algo para la niñez, está todo muy abandonado, lo veo ahora con unos sobrinos que el servicio local no existe, funciona todo mal. Lloro tanto y es tan grande mi sufrimiento hacia la niñez, porque me toca mucho de cerca.

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