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Piel de gallina
Por Ariel Scher desde Moscú
EN LA VIDA, ¿hay algo mejor que tener la piel de gallina?
“Piel de gallina”, dice, no especialmente fuerte pero sí especialmente emocionado, Jorge Sampaoli, el entrenador de la Selección Argentina que espera, así, como se esperan las cosas que no son cualquier cosa, con la piel de gallina jugar el primer partido del Mundial de Rusia. Y lo dice adelante de unos pocos rusos, de unos muchos argentinos, de unos cuantos y de unas cuantas que llegan de muchas partes y en una sala pequeña para tanta expectativa y pequeña, además, para lo enorme que es el Spartak Stadium, donde la piel de gallina de los muchachos argentinos se rozará con la piel de sus rivales islandeses.
Un Mundial es la piel de gallina. Y eso no significa coincidir con las multinacionales que se apropian de las fábulas de la pelota ni tampoco implica suscribir ni una sola de las pretensiones de los que, en tantos sitios, intentan que el fútbol les salve las indumentarias políticas. Un Mundial es la piel de gallina por eso que expresa exactamente el entrenador nacional cuando evoca que no está en condiciones de precisar cómo andaba vestido el día en que le contaron qué era el 25 de Mayo pero no guarda dudas sobre la ropa que lo envolvía en el Mundial del 86. La ropa que envuelve, la gente prendida, la relación popular con tantísimos, el punto de encuentro con la infancia y con los afectos: eso es el fútbol para quien, un poco más o un poco menos y más allá de mugres y de mugrientos, sabe que es el fútbol.
Para un entrenador de fútbol como Sampaoli y para un jugador de fútbol como Nicolás Tagliafico, que lo acompaña en la conferencia de prensa que antecede al partido y a la que obliga la FIFA, el Mundial es el universo máximo de un sueño superior a casi cualquier sueño desde que se empieza a soñar. “Esto es un sueño”, sintetiza Tagliafico, sin vueltas, a horas de su debut en los mundiales, a horas de que el sueño, además de volverse realidad, se profundice como sueño. El fútbol se transformó en un territorio de histerias, de infamias, de discursos berretas y bestiales que, en general, castigan a los famosos cuando pierden, ensalzan a los famosos cuando les toca vencer y, por supuesto, predican sobre los famosos cuando no pierden ni vencen. Sin embargo, como reconocen los y las que en alguna tarde de victoria o de tropezón sentenciaron que se distanciaban del fútbol pero a la semana o al mes regresaron, el fútbol es la piel de gallina.
Ahora que Sampaoli asegura que sus compañeros de piel de gallina -los jugadores, el equipo a pleno- y él no dudan de que apilarán el aliento de los 40 millones de habitantes de su patria cuando transpiren sobre el césped ruso, hay argentinos que cantan enfrente del Kremlin y otros que esperan cantar ese mismo canto, a pesar de que respiran lejos bien lejos, en barrios expertos en carencias materiales pero provistos de unas cuantas dignidades y de ilusión consecutiva de fútbol. La piel de gallina es jugar para los que sienten que el fútbol los constituye como pocas cosas y que en la Argentina, ese país de sufrimientos cíclicos y privaciones que logran regresar, la Selección condensa, cuando las cosas salen y cuando no, algo a lo que querer.
Despliega Sampaoli, durante su rato de exposición entre las paredes del estadio, el repertorio que lo edificó para hacer su trabajo: enfatiza que un director técnico es dueño de ideas pero a veces ordena las ideas según las posibilidades que le da o que le quita el contexto, reivindica que Argentina se conciba incluso en la dificultad como la potencia futbolística que siempre fue o insinúa ser, ensalza a Maximiliano Meza (un correntino con brillo que se hizo sitio en el equipo nacional en los últimos tiempos), repone el concepto esencial de su médula profesional (“es más difícil organizarse para jugar que para no jugar o destruir”), descarta los límites de la “presión” (“esa moneda corriente en este tiempo”) y se entusiasma con la posibilidad de que los futbolistas se sientan libres para hacer lo que quieren hacer. No usa la expresión “piel de gallina” Sampaoli cuando, como en cada ocasión, lo interrogan sobre Messi y detalla el desafío que supone dirigir un equipo que cuenta con alguien a quien, por si persistieran dudas, califica como “genio”. No usa la expresión “piel de gallina”, pero se le nota, no en la piel y sí en el tono, que, de nuevo, tiene la piel de gallina.
“Él decidirá cuándo”, precisa el entrenador argentino al retratar el papel de Messi para manejar tiempos y circunstancias que hagan que la Selección sea la mejor Selección posible y, también, al referirse a lo inconmensurable de Messi, a las sociedades deportivas de las que Messi forma parte como emisor y como receptor de pelotas y de movimientos. Inevitable: en los instantes en los que Sampaoli alude a Messi en las prácticas recientes de Argentina, un adolescente argentino gira de la mano de su viejo en las inmediaciones del estadio del Spartak protegido por la camiseta de Messi, y un guardia con cara de severo del mismo estadio afloja el rictus cuando le preguntan si está enterado de que al día siguiente Messi le pasará cerca, y algunos de los ocho millones y medio de pasajeros que el subte de Moscú lleva y trae en cada jornada mencionan que el que se acomoda en el asiento vecino lleva en la espalda el nombre de Messi. Y en montañas y en mares que se extienden a miles de kilómetros de la vasta Rusia seguro pero seguro que en este segundo de los tiempos también retumba Messi. Es que Messi -lo afirman con sencillez los que gozan del fútbol- también es la piel de gallina.
Con doscientos malos asombros en su fragor institucional, con una economía empobrecida si se la proporciona con mucho del mapa del fútbol, con un estilo de juego descompuesto a través de las décadas, con la paradoja de que a una generación de muy buenos jugadores se la subvalora por acceder muy alto (tres finales en los últimos tres grandes torneos internacionales) pero no a lo más alto, la Selección Argentina desembarca en un Mundial como pudo y como puede. Ese marco, como enseñan los tiempos de los tiempos, es tanto un límite como un punto de partida. De eso charla Sampaoli en su conferencia sin, necesariamente, enunciar que charla de todo eso.
“Sabemos que hay mucha gente ilusionada”, repite Sampaoli. Repite ilusionado. Repite con la memoria de sus ropas del Mundial del 86. Repite porque es el entrenador de la Argentina pero, más que eso, porque su lazo con el fútbol se modeló en la Argentina. Repite como repetirían muchísimos que no son ni técnicos ni Sampaoli pero advierten que ese juego los acompaña durante la vida entera. Repite porque los mundiales, fastuosos e hipermediatizados, portan un enlace magnético con el potrero, con la lluvia tremenda que no conseguirá suspender un picado con los pibes del barrio, con el corazón cabalgando porque se viene un partido, con el insomnio alargado por un córner, por una gambeta, por un gol. Una cita en un Mundial, contra Islandia o contra el mundo completo, invita a un suspiro glorioso en un mundo que suele robarse esas oportunidades. Un Mundial, el fútbol, esa identidad de millones: la piel de gallina, la piel de gallina, la piel de gallina.
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