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Zibechi: Qué hay de nuevo en la política latinoamericana
Qué las características comunes que tienen los diversos movimientos latinoamericanos: la educación, la familia, la producción y el Estado. Una hipótesis sobre los desafíos que enfrentan.
Los movimientos sociales latinoamericanos están tomando en sus manos la educación y la formación de sus dirigentes, con criterios pedagógicos propios a menudo inspirados en la educación popular. En este punto, llevan la delantera los indígenas ecuatorianos que han puesto en pie la Universidad Intercultural de los Pueblos y Nacionalidades indígenas –que recoge la experiencia de la educación intercultural bilingüe en las casi tres mil escuelas dirigidas por indios–, y los Sin Tierra de Brasil, que dirigen 1.500 escuelas en sus asentamientos, y múltiples espacios de formación. Quedó atrás el tiempo en el que intelectuales ajenos al movimiento hablaban en su nombre.
El nuevo papel de las mujeres es otro rasgo común. En las actividades vinculadas a la subsistencia de los sectores populares e indígenas, tanto en las áreas rurales como en las periferias de las ciudades (desde el cultivo de la tierra y la venta en los mercados hasta la educación, la sanidad y los emprendimientos productivos) las mujeres y los niños tienen una presencia decisiva. La inestabilidad de las parejas y la frecuente ausencia de los varones han convertido a la mujer en la organizadora del espacio doméstico y en aglutinadora de las relaciones que se tejen en torno a la familia, que en muchos casos se ha transformado en unidad productiva, donde la cotidianidad laboral y familiar tienden a re-unirse y fusionarse. En suma, emerge una nueva familia y nuevas formas de re-producción estrechamente ligadas, en las que las mujeres representan el vínculo principal de continuidad y unidad.
Otro rasgo que comparten consiste en la preocupación por la organización del trabajo y la relación con la naturaleza. Aun en los casos en los que la lucha por la reforma agraria o por la recuperación de las fábricas cerradas aparece en primer lugar, los activistas saben que la propiedad de los medios de producción no resuelve la mayor parte de sus problemas. Tienden a visualizar la tierra, las fábricas y los asentamientos como espacios donde producir sin patrones ni capataces, y promover relaciones igualitarias y horizontales con escasa división del trabajo, asentadas por lo tanto en nuevas relaciones técnicas de producción que no sean depredadoras del ambiente.
Por otro lado, los movimientos actuales rehuyen el tipo de organización taylorista (jerarquizada, con división de tareas entre quienes dirigen y ejecutan), en la que los dirigentes estaban separados de sus bases. Las formas de organización de los actuales movimientos tienden a reproducir la vida cotidiana, familiar y comunitaria, asumiendo a menudo la forma de redes de autoorganización territorial. El levantamiento aymara de septiembre de 2000 en Bolivia mostró cómo la organización comunal era el punto de partida y soporte de la movilización, incluso en el sistema de “turnos” para garantizar los bloqueos de carreteras, y se convertía en el armazón del poder alternativo. Los sucesivos levantamientos ecuatorianos descansaron sobre la misma base: “Vienen juntos, permanecen compactados en la ‘toma de Quito’, ni siquiera en las marchas multitudinarias se disuelven, ni se dispersan, se mantienen cohesionados, y regresan juntos; al retornar a su zona vuelven a mantener esa vida colectiva.” Esta descripción es aplicable también al comportamiento de los Sin Tierra y de los piqueteros en las grandes movilizaciones.
Por último, las formas de acción instrumentales de antaño, cuyo mejor ejemplo es la huelga, tienden a ser sustituidas por formas autoafirmativas, a través de las cuales los nuevos actores se hacen visibles y reafirman sus rasgos y señas de identidad. Las “tomas” de las ciudades de los indígenas representan la reapropiación, material y simbólica, de un espacio “ajeno” para darle otros contenidos. La acción de ocupar la tierra representa, para el campesino sin tierra, la salida del anonimato y es su reencuentro con la vida. Los piqueteros sienten que en el único lugar donde la policía los respeta es en el corte de ruta y las Madres de Plaza de Mayo toman su nombre de un espacio del que se apropiaron hace 30 años.
De todas las características mencionadas, las nuevas territorialidades son el rasgo diferenciador más importante de los movimientos sociales latinoamericanos, y lo que les está dando la posibilidad de revertir la derrota estratégica. A diferencia del viejo movimiento obrero y campesino (en el que estaban subsumidos los indios), los actuales movimientos están promoviendo un nuevo patrón de organización del espacio geográfico, donde surgen nuevas prácticas y relaciones sociales. La tierra no se considera sólo como un medio de producción, superando una concepción estrechamente economicista. El territorio es el espacio en el que se construye colectivamente una nueva organización social, donde los nuevos sujetos se instituyen, instituyendo su espacio, apropiándoselo material y simbólicamente.
Nuevos desafíos
En paralelo, el movimiento actual está sometido a debates profundos, que afectan a las formas de organización y la actitud hacia el Estado y hacia los partidos y gobiernos de izquierda y progresistas. De la resolución de estos aspectos dependerá el tipo de movimiento y la orientación que predomine en los próximos años.
Aunque buena parte de los grupos de base se mantienen apegados al territorio y establecen relaciones predominantemente horizontales, la articulación de los movimientos más allá de localidades y regiones plantea problemas aún no resueltos. Incluso organizaciones tan consolidadas como la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (Conaie), han tenido problemas con dirigentes elegidos como diputados, y durante la breve “toma del poder” de enero de 2000, se registró una fisura importante entre las bases y las direcciones, que parecieron abandonar el proyecto histórico de la organización.
Establecer formas de coordinación abarcativas y permanentes supone, de alguna manera, ingresar en el terreno de la representación, lo que coloca a los movimientos ante problemas de difícil solución en el estadio actual de las luchas sociales. En ciertos períodos, no pueden permitirse rehuir la intervención en el escenario político. El debate sobre si optar por una organización centralizada y muy visible o difusa y discontinua, por mencionar los dos extremos en cuestión, no tiene soluciones sencillas, ni puede zanjarse de una vez para siempre.
Finalmente, el debate sobre el Estado atraviesa ya a los movimientos, y todo indica que se profundizará en la medida en que las fuerzas progresistas lleguen a ocupar los gobiernos nacionales. Está pendiente un balance del largo período en el que los movimientos fueron correas de transmisión de los partidos y se subordinaron a los estados nacionales, hipotecando su autonomía. Por el contrario, parece ir ganando fuerza, como sucedió ya en Brasil, Bolivia y Ecuador, la idea de deslindar campos entre las fuerzas sociales y las políticas. Aunque las primeras tienden a apoyar a las segundas, conscientes de que gobiernos progresistas pueden favorecer la acción social, no parece fácil que vuelvan a establecer relaciones de subordinación.
No es un debate ideológico. O, por lo menos, no lo es en lo fundamental. Se trata de mirar el pasado para no repetirlo. Pero, sobre todo, se trata de mirar hacia adentro, hacia el interior de los movimientos. El panorama que surge, cada día con mayor intensidad, es que el ansiado mundo nuevo está naciendo en sus propios espacios y territorios, incrustado en las brechas que abrieron en el capitalismo. Ese mundo nuevo existe, ya no es un proyecto ni un programa sino múltiples realidades, incipientes y frágiles. Defenderlo, para permitir que crezca y se expanda, es una de las tareas más importantes que tienen por delante los activistas durante las próximas décadas.
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No hay puntada sin hilo
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