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El Periférico de los Objetos: La cajita (in)feliz
La última puesta de El Periférico de Objetos es un clásico: concentra todos los lenguajes que crearon para desafiar el paradigma teatral convencional. Actores, imágenes, objetos y textos son manipulados para exponer al espectador. ¿El tema? Otro clásico del grupo: el abuso de poder. En este caso, de los adultos.
L a sensación final es clara: nada de lo que allí sucede podrá ser luego trasladado a ningún recipiente capaz de capturarlo. La única manera de comprender exactamente lo que este Manifiesto de Niños propone es calzarse el traje de espectador y esto significa básicamente dos cosas:
1) Ir a la desapacible Ciudad Cultural Konex, pagar 25 pesos y participar de este inquietante espectáculo.
2) Aceptar que la conclusión será única, porque única es la mirada que provoca.
Como el agua, este manifiesto fluye en tantas direcciones, que atraparlo con las manos sobre el teclado es como capturar una mariposa en un frasco. Habrá quien pueda apreciar así sus matices, incluso su anatomía, pero difícilmente podrá sorprenderse con aquello que la hace mariposa y no otra cosa.
En ese sentido, este manifiesto es puro teatro. Una representación poética que sucede en un determinado espacio y tiempo. Los otros sentidos están sin duda dados por quienes son los padres de esta criatura: El Periférico de Objetos, un grupo que ya lleva diecisiete años transitando esos bordes desde los cuales eligieron crear con un lenguaje propio, característico, identitario, y que por cierto todavía muchos consideran vanguardista, por llamar de una manera amable aquello que desde los márgenes produce un quiebre con lo tradicional. La primera pregunta, entonces, es si a esta altura del recorrido no deberíamos aceptar –y por qué no festejar– que el desafío actual incluye cómo superar estas expresiones creativas hijas de la posdictadura, donde lo siniestro, lo brutal, lo revulsivo y, fundamentalmente, su impúdica naturalización, tiñen toda la escena. Visto desde esa perspectiva y mucho más, desde el escenario de la realidad actual, El Periférico es un clásico, como así lo serán los temas y la mirada con los que los aborda.
¿Qué significa esto en el caso del Manifiesto de Niños?
En principio, que uno ingresa en la oscuridad de un galpón y se encuentra con una caja cuadrada, más alta que ancha, blanca, aséptica, atravesada por una pequeña ventana que la recorre en sus cuatro caras. Hay una flaca hilera de sillas que permite intuir que la cosa no viene de sentarse y esperar, sino que habrá que circular por alrededor, como inspeccionando un artefacto que, apenas se ilumine, estallará.
Sin embargo, el Manifiesto de Niños nunca explota. Se mantiene ahí, en tensión sostenida, desde el primer momento en que las poderosas luces del interior de la caja/artefacto se encienden hasta que se apagan, hora y media después, para devolvernos a la completa oscuridad del galpón, agotados y perplejos. Durante ese lapso, tres actores se infantilizan con artilugios minimalistas o mágicos –según se prefiera– para manipular una serie de palabras, objetos e imágenes hasta que nos quede en claro por qué están donde están.
Para lograrlo, comienzan colocándose cada uno una cámara muy cerca de la cara, de forma tal de proyectar tres primerísimos planos sobre cada lado de la caja. Esto significa, entre otras cosas, que las opciones del espectador se multiplican y varían, según el lado que mire, pero también qué elija mirar: asomándose por la ventana ve a los actores que lo miran y en cada lado de la caja verá una de las tres proyecciones “en directo”, que convive con otras pre-diseñadas, todas a su vez diferentes entre sí, que le suman sentido.
Lo que sigue es la lectura de una lista de 100 nombres de niños asesinados en diferentes masacres de diferentes épocas. Cada nombre es acompañado de un alias, una fecha, una circunstancia. La lista es infinita y agobiante, tanto como lo que enuncia y lo que provoca: inquieta, perturba, aburre, atrapa, distrae, angustia. Uno agradece, entonces, poder moverse para hacer algo más que escuchar, pasivamente, la dimensión de lo nombrado. Las víctimas de la dictadura, de las Torres Gemelas, de la Franja de Gaza, de Terezin o Auschwitz, de Ciudad de Juárez, de Hiroshima, de Bagdad, de Kosovo, de Belfast, de cada día, de cada época, de cada olvido, se encadenan una detrás de la otra en esa lista que es demasiado larga como para no desear que termine de una vez, ya mismo, basta.
La caja siniestra
Si uno mira el interior de la caja observa que mientras la actriz-niña lee esa lista, un actor-niño la agrede, la manosea, la acosa, la tironea, la pellizca, la ofende, la irrita. El otro, en tanto, construye imperturbable un corral con sombríos personajes de juguete. Si, en cambio, mira una de las pantallas, ve la cara de la actriz-niña en primer plano, sus ojos rojos, sus mocos de llanto. Si se aleja, lo que ve es las siluetas de los espectadores rodeando una caja habitada por personas, objetos y pantallas. ¿Está claro entonces que el Manifiesto de Niños tiene un afuera y un adentro, además de varias caras? Un adentro donde los actores-niños quedan fatalmente atrapados y un afuera donde los adultos-espectadores parecen sólo poder elegir desde qué perspectiva soportan lo que ven.
También estará claro a esta altura que el propósito de este manifiesto es perturbador. Por siniestro, pero además por bello, si por belleza se entiende una perfecta y sincronizada puesta, una maquinaria escénica que reproduce sin violencia una forma poética de lo intolerable.
Finalmente, una última aclaración. Vi el espectáculo dos veces, la segunda con ayuda de una amiga que me prestó su interpretación. Tomé apuntes, busqué datos, entrevisté a una de las directoras y rumié durante algunos días lo que podría y lo que no sería capaz de escribir. Creo haber hecho el esfuerzo suficiente como para que esto sea leído como lo que es, los apuntes de un espectador. Y de haberme ganado así un beneficio: ni se te ocurra confundirme con un crítico teatral. ¿Está claro?
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