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Tuberculosis: El bacilo de la esclavitud
El mayor porcentaje de los casos de tuberculosis corresponde a costureros bolivianos. Tres hospitales porteños revelan números y causas y un estudio de la UBA detalla lo que hay detrás de cada enfermo: el 60 por ciento vive en el Bajo Flores, el 89 por ciento es pobre y el 90 por ciento trabaja en negro. ¿A quién le importa?
A na no es Ana. Quiere preservar su verdadera identidad porque teme perder su trabajo por el solo hecho de decir quién es. Está muy preocupada por no poder continuar ganándose la vida en el mismo lugar en el que se enfermó de tuberculosis: un taller de costura clandestino del Bajo Flores. Su voz se escucha un tanto engolada, tal vez por el barbijo celeste que le cubre media cara y que se infla y se desinfla con cada palabra que pronuncia. La joven, de 19 años, es una de los quince bolivianos internados durante la última semana de mayo en el pabellón Koch del Hospital de Infecciosas Francisco Muñiz, también conocido con el poco feliz apodo de “Hospital de las Pestes”.
El dato de la nacionalidad de Ana y su lugar de trabajo merecen especial atención. El 39 por ciento de los 1.200 casos de tuberculosis declarados el año pasado en la Capital Federal correspondió a personas de origen boliviano, según subraya Antonio Sancineto, coordinador de la Red de Atención a la Tuberculosis de la Ciudad de Buenos Aires. Para comenzar a develar por qué la enfermedad se ensaña con los inmigrantes del Altiplano más que con ningún otro grupo o sector, el médico –que lleva 38 años asentado en el Muñiz– detalla cuáles son los factores de riesgo para adquirir el bacilo:
El primer caldo de cultivo es el hacinamiento, cuando en un ambiente viven más de tres personas y alguna de ellas está contagiada.
El máximo riesgo de contagio está dado por la permanencia de seis horas o más, junto a un paciente infectado. En encuentros ocasionales, como puede ser un viaje en subte o compartir una clase, la posibilidad de transmisión de la enfermedad es mínima.
La mala alimentación debilita el sistema inmunológico y facilita el contagio. La pobreza y la desnutrición aumentan la posibilidad de contraer el bacilo.
Cosiendo pestes
La vida de Ana –que es casi lo mismo que decir su trabajo– cumple con todos los requisitos necesarios para contraer la tuberculosis. La joven vive en el taller de costura donde la emplean a cambio de una paga de veinte centavos por prenda que cose. Comparte la habitación con su madre, su padre, sus tres hermanos y su beba de dos meses. Con ella viven, también, otras tres costureras internadas en el Muñiz con el mismo diagnóstico. Cada una de ellas, a su vez, convive con sus respectivas familias.
Ahora que describe su labor en el taller de costura, Ana retrae la voz. Habla para adentro, casi hay que adivinarle las palabras. Cuenta que trabaja todos los días, excepto los domingos; que la jornada laboral arranca a las 6 de la mañana y finaliza recién a las 8 de la noche. Únicamente el sábado termina un rato antes, a la hora de la merienda. Tiene sólo una hora de descanso, al mediodía, destinada a almorzar. El propietario del taller –“también es boliviano, me duele que un connacional nos haga esto”, se lamenta– les provee el almuerzo, por lo general un guiso “bien a la argentina”. Sólo una vez a la semana se rompe la rutina alimentaria: como si fuera una recompensa, el dueño les ofrece fideos mostachole, a la usanza boliviana, bien picantes y acompañados con papas.
En la planta alta del pabellón se alojan los hombres. Diez bolivianos intentan ganarle la batalla a la tuberculosis. El único que no trabaja en un taller textil es albañil, pero está acompañado de un amigo costurero que fue a visitarlo y a consolarlo: “No te preocupes, hace tres meses yo estuve internado aquí y mira que bien estoy ahora”. Los varones parecen aun mucho más reservados que las mujeres, ante cualquier pregunta sobre su vida prefieren bajar la mirada. Apenas uno se anima a romper el hielo con una insólita pregunta: “¿Cómo es el gusto del asado argentino?”
Tal vez por esa inquietud gastronómica sus ojos se mueven con sagacidad cuando advierte a ese hombre con barbijo y guantes de látex que entra al pabellón arrastrando un carrito con bandejas con comida. Todos los que ingresan a la sala –sean pacientes, visitas o personal hospitalario– deben hacerlo con las fosas nasales y la boca cubiertas. “El bacilo ataca los pulmones y se contagia a través del aire, ingresando por las vías respiratorias”, explica Sancineto, acodado en una caja que almacena centenas de blister dorados que contienen medicación para combatir la enfermedad. El tratamiento –explica el médico– es casi siempre ambulatorio. La internación queda como un recurso extremo, cuando la vida del paciente corre riesgo, cuando no hay posibilidad de que se aloje en un lugar digno y, en algunos casos, cuando no se puede garantizar la ingesta de la medicación.
Es la pobreza, estúpido
Sancineto señala que la cantidad de pacientes bolivianos infectados con tuberculosis se fue incrementando en los últimos diez años. El Hospital Piñero, ubicado en la zona de influencia del Bajo Flores –donde se asienta gran parte de la comunidad boliviana y de los talleres textiles clandestinos– atendió en 2006 a 136 nuevos casos de tuberculosis cada cien mil habitantes, mientras que el promedio en toda la red sanitaria de la ciudad fue de 40.
Otro hospital que se encuentra en el área de residencia de la comunidad boliviana es el Santojanni, ubicado en Mataderos. Allí, más del 79 por ciento de los casos de tuberculosis atendidos por el servicio de Neumonología en 2005 –última estadística disponible– correspondió a personas inmigrantes.
“Cuando decimos inmigrantes, estamos diciendo bolivianos, indocumentados hombres y mujeres jóvenes que trabajan en una industria textil clandestina, en un ambiente de insalubridad, en general, y de hacinamiento, en particular. Las características de los talleres y las condiciones de trabajo que se desarrollan en ellos constituyen un factor relevante en la transimisión de tuberculosis”, explicita Carlos Boccia, autodefinido como un médico de trinchera
Con tanto paciente atendido, Boccia comenzó a comprender sus limitaciones y a inocularse ciertas dosis de impotencia: “La condición de ilegalidad –tanto la laboral como la referida a la documentación– en que se encuentran los pacientes impiden un apropiado combate contra la enfermedad. No se puede realizar cualquier intervención médica en los talleres de costura, porque eso inhibiría las consultas de los casos. Cuando los pacientes vienen al hospital, lo hacen con la seguridad de que no serán denunciados a las autoridades”.
Según estándares internacionales, cada enfermo de tuberculosis infecta al 20 ó 30 por ciento de sus contactos. Por eso, una de las primeras preguntas que se le hace a una persona a la que se le diagnosticó el bacilo es con quiénes se frecuenta, para tratarlos preventivamente. “Los pacientes mencionan apenas a dos o tres familiares, pero sólo uno de ellos se acerca al hospital. Por la propia condición de ilegalidad, no existen para el sistema de salud, excepto cuando dejan de ser contactos para convertirse en enfermos. Este tipo de control es un fracaso debido a la raíz socioeconómica del problema, que trasciende las posibilidades del quehacer médico”, reconoce Boccia. Y define: “Se trata de un problema de la pobreza. Entonces es un problema de la política. Como decía el sanitarista Ramón Carrillo, frente a las enfermedades que genera la miseria, frente a la tristeza, la angustia y el infortunio social de los pueblos, los microbios, como causas de enfermedad, son unas pobres causas”.
La asociación entre tuberculosis-comunidad boliviana-trabajo esclavo ya había sido estudiada por el Instituto de Tisioneumonología de la Universidad de Buenos Aires –del cual depende el pabellón Koch– sobre casos atendidos en el año 2004. El trabajo comienza describiendo que la mitad de los casos atendidos en el lapso investigado correspondía a inmigrantes y, de ellos, más del 75 por ciento eran bolivianos. A través de una encuesta realizada a los pacientes que portaban tuberculosis, los responsables del estudio detectaron que:
Más del 60 por ciento vivía en el Bajo Flores,
Cerca del 68 por ciento trabajaba como costurero,
Un 37 por ciento dormía en el lugar de empleo,
El 89 por ciento se encontraba con las necesidades básicas insatisfechas, el 62 por ciento vivía hacinado y el 75 por ciento comía en el lugar de trabajo,
Tres de cada cuatro trabajaban más de 40 horas semanales y compartían el ambiente laboral con más cuatro personas,
Un 94 por ciento carecía de cobertura de salud,
El 90 por ciento establecía su relación laboral de palabra, sin contratos ni recibo de sueldo alguno y el 77 por ciento carecía de Documento Nacional de Identidad, lo que dificultaba su inserción en el mercado laboral formal.
Con todo este panorama, el dato más difícil de comprender, tal vez, sea que el 85 por ciento llevaba al menos cinco años de antigüedad en su lugar de empleo. “El que no trabaja, no come”, explica Sancineto.
“La suma de estos factores –pobreza, vulnerabilidad social, vivienda y trabajos indignos– favorecen el desarrollo de la enfermedad en inmigrantes a medida que pasan los años, viviendo en nuestra Ciudad en esa situación social”, concluye el trabajo elaborado por el Instituto de Tisioneumonología de la UBA.
La complicidad mata
Como demuestra el informe, la existencia de talleres textiles clandestinos no es nueva. Pero el tema recién se hizo público a partir del incendio de uno de ellos, el 30 de marzo de 2006, cuando dos costureros y cuatro niños murieron carbonizados en un local de la calle Luis Viale al 400, de Villa Crespo. A partir de ese suceso, la Unión de Trabajadores Costureros denunció a más de 70 marcas cuyas prendas son confeccionadas con trabajo esclavo. Entre ellas, las afamadas Kosiuko, Cheeky, Lacar, Soho y Glidado, una firma que provee de camisas, pantalones, pulóveres, gorras, corbatas y charreteras a la Policía Federal.
De acuerdo con un trabajo presentado el 29 de mayo pasado por la Organización Interrupción junto a la Fundación El Otro –una entidad que trabaja, entre otras cosas, para garantizar la participación ciudadana y la responsabilidad social de las empresas–, se estima que en Argentina viven entre 100.000 y 130.000 inmigrantes bolivianos que son víctimas de la explotación sexual o laboral. El 20 por ciento del pbi boliviano se explica –según ese estudio– por las remesas de los talleres de confección radicados en Argentina.
“Las autoridades de la Nación y las autoridades policiales saben de la existencia de trabajo esclavo en la Ciudad de Buenos Aires y tienen autoridad y competencia para la inspección. Es una cadena de responsabilidades y complicidad que se extiende hasta la frontera, que implica tanto al Estado como a las empresas”, declaró para ese informe Mercedes Assorati, coordinadora de fointra, el programa que diseñó contra la trata de personas la Organización Internacional para las Migraciones. “Prácticamente, en Argentina el trabajo esclavo no tiene sanción penal”, denunció.
Después de que se incendiara el taller de la calle Luis Viale, el gobierno de la Ciudad salió con una agresiva campaña publicitaria y empapeló Buenos Aires con la leyenda: “El trabajo esclavo mata”. También se anunció el Plan Nacional de Regularización del Trabajo y el plan Patria Grande para paliar la indocumentación de los inmigrantes. Sin embargo, los índices de tuberculosis en los costureros bolivianos continúan demostrando que el problema aún no encuentra solución.
La complicidad de altos funcionarios ya había quedado expuesta, de manera explícita, cuando el mismísimo cónsul boliviano participó de las manifestaciones en las que los talleristas exigían el cese de las clausuras de los locales clandestinos que habían comenzado a producirse por la presión de la opinión pública tras el incendio de la calle Luis Viale. El diplomático argumentaba a favor del sistema de explotación con el único justificativo de la existencia de patrones culturales distintos entre su país y Argentina.
Después de que el cónsul boliviano fue obligado a dejar el cargo por “negligencia profesional”, la representación diplomática de ese país pareció, en primer lugar, admitir la existencia del problema. En la página web del consulado se publica un artículo titulado “La tuberculosis mata”. Allí describe los síntomas de la enfermedad –fiebre, cansancio, pérdida de peso y tos por más de quince días, que puede o no estar acompañada de expectoraciones con sangre– y enuncia una lista de obligaciones que deben cumplir los talleres de costura:
“Efectuar la Revisión Médica Ocupacional de todas las personas de viven y trabajan en el taller.
Separar los ambientes de vivienda y de trabajo.
Cuidar de no tener a niños en el ambiente de trabajo.
Tener buena ventilación e higienizar áreas de trabajo, baños, cocinas y dormitorios.
Cuidar de una alimentación adecuada y balanceada.
Evitar sobrecarga de trabajo.
Usar barbijo.”
Ana está recostada en su cama hospitalaria, con el elástico vencido y tapada hasta el cuello con una frazada con la que intenta mitigar el frío de un pabellón que carece de sistema de calefacción. La joven probablemente desconozca aquella página web del consulado, pero su relato pone en evidencia la letra muerta de la ley. “Nuestro patrón nunca quería darnos barbijos, la pasábamos tosiendo a toda hora por el polvillo de las telas que cosíamos”, se queja.
¿El dueño sabe que estás internada?
No –contesta por primera vez con voz firme–. Si se entera no me da más trabajo.
A dos metros de distancia, una de sus compañeras internadas se reclina en la cama con esfuerzo y replica con fastidio:
–¡Sí que sabe! Pero no le importa, nosotros no le importamos a nadie.
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